– No tengo mucho tiempo, Mr. Maas -dijo-, así que si usted me dice brevemente qué información le han dado, con mucho gusto le diré si es cierta o no.
No le respondí inmediatamente. Tenía que darle a entender que, ayudándome, su posición sería más segura que si mantenía la boca cerrada, y no sabía cómo plantearle la situación.
– Antes, me gustaría tener la seguridad de que usted confía en mí -le dije.
Volvió a su silla, pero no se sentó. Ahora me observaba atentamente.
– ¿Confiar en usted cómo?
– Diciéndome la verdad tal y como usted la ve, Mr. Sanger. Creo que la información que yo tengo puede serle útil e importante. De hecho, estoy seguro que lo sería. Pero tengo que tener la seguridad de que, en contrapartida, voy a conseguir cierta información de usted.
Sanger sonrió de nuevo.
– Planteando así las cosas, más bien parece que sea usted quien deba confiar en mí, ¿no cree?
– No exactamente. Mire, la persona por la que yo estoy interesado es por Lucía Bernardi. No usted, Mr. Sanger, ni Patrick Chase. Pero si no puedo conseguir las declaraciones que pretendo de Lucía Bernardi, haré todo lo que pueda con un artículo acerca de ustedes tres.
Se sentó. Me alegré de que lo hiciera, porque por un momento creí que me iba a tirar el vaso a la cabeza. Y no podía reprocharle nada si lo hubiera hecho.
– Eso tiene un cierto sabor a chantaje -me dijo.
Yo cogí mi vaso de nuevo, lo necesitaba.
– Sospecho que eso fue exactamente lo que quise darle a entender. Lo siento. No crea que a mí me gusta esto más que a usted, le aseguro.
– ¡Oh, por el amor de Dios! -dijo enfadado-. ¡No me llore por encima! ¡Venga! se lo exijo. Adelante con la información. ¡Y será mejor que sea buena, porque si no lo es, le romperé la boca!
Había aparecido un Mr. Sanger diferente, un Mr. Sanger decididamente menos cortés que el otro. Era una aparición confortable.
– Muy bien -le dije-. Le diré primero cómo he descubierto esta dirección. Hace seis meses compró usted unas casas en Séte.
– ¿Y eso qué tiene que ver?
– Se encontró correspondencia sobre esa compra cuando un agente del Tesoro de los U.S.A. registró el equipaje de Patrick Chase en aquel tiempo. Yo ignoro dónde se efectuó el registro. Tal vez usted no. Esa información fue archivada y se pasó una copia a la Interpol. En ella se decía que Sanger y Chase eran el mismo hombre.
– ¿Entonces por qué no han caído antes sobre mí esos bastardos?
– Porque la investigación de la policía de St. Moritz sobre usted fue hecha mucho antes de que el informe fuera archivado. Así que nunca conectaron a Lucía Bernardi con Phillip Sanger. Sólo la conectaron con Patrick Chase.
Me miró con amargura, pero no dijo nada.
– Naturalmente -continué-, más pronto o más tarde, cuando los suizos empiecen a hacer comprobaciones, su nombre saldrá a relucir y la policía, así como mucha otra gente, invadirá su vida privada. A menos que…
Hice una pausa.
– ¿A menos que qué?
– A menos que aparezca Lucía Bernardi. Tan pronto como ella aparezca, perderán interés por sus antiguos asociados.
Su respuesta fue ambigua.
– ¡Claro! -murmuró en voz baja.
Se acercó al mueble-bar y se puso un poco de ginebra en el Campari.
Yo me puse de pie, de tal modo que pudiese observar su reacción a mi pregunta:
– ¿Tiene usted idea de dónde puede estar?
No hubo absolutamente ninguna reacción. Sanger ignoró mi pregunta y llamó dirigiéndose a la puerta de la sala de estar:
– ¡Chérie, viens!
La mujer de los pantalones flojos entró en la estancia procedente del vestíbulo donde evidentemente había estado escuchando la conversación.
– ¿Le digo a Marie que seremos tres para cenar? -preguntó.
– Sí, cariño, será mejor que lo hagas -dijo él lentamente.
La mujer se dio la vuelta, pero volvió la cabeza y sonrió.
– Espero que pueda quedarse a cenar, Monsieur Maas.
– Gracias. Será un placer.
Volvió a sonreírse. Su sonrisa me molestó. No era simplemente de cortesía. Por alguna razón, parecía auténticamente complacida.
3
Phillip Sanger, alias Patrick Chase, había conocido a Lucía Bernardi en París.
– Yo estaba trabajando en un asunto entonces -dijo.
– ¿Qué tipo de asunto?
Sanger suspiró.
– Oiga, Mr. Maas, es sobre Lucía sobre quien desea saber cosas, ¿verdad? Si va a hacer preguntas irrelevantes, todos nos vamos a aburrir mucho. Como usted mismo ha descubierto ya, yo me dedico a negociar con bienes raíces: compro casas, las remozo y luego las vendo o las alquilo. Ése es mi negocio, y en el informe no se dirá nada diferente, ¿de acuerdo?
– Supongo, si usted lo dice… ¿Utilizaba ya entonces el seudónimo de Patrick Chase?
– No, nunca lo hice en Francia -adoptó su actitud más cándida y convincente-. Francamente, utilizo el nombre de Chase sólo en transacciones efectuadas en el extranjero por razones de impuestos. Quiero que esto quede claro. No es un apodo.
– Un nom de guerre -dijo Madame gentilmente.
– Eso es -asintió Sanger-. Nadie llama a una sociedad anónima un apodo, ¿verdad? No. Bien pues lo mismo.
Pensé en recordarle que las sociedades anónimas no incluyen el uso de falsos pasaportes americanos, pero decidí dejarlo correr. Al fin y al cabo, yo era un huésped en la casa; un huésped chantajista, es cierto, pero huésped de todos modos. No había razón para no dejarle mantener un poco de fachada.
– Así que la conoció en París. ¿Qué hacía ella entonces?
– Trabajaba en una tienda. ¿Conoce usted esos sitios de los Campos Elíseos y cerca de la Magdalena donde venden perfumes con descuento a los turistas extranjeros? Pues uno de esos. Yo entré en la tienda con un amigo alemán que andaba comprando cosas para llevárselas a su mujer. Fue entonces cuando la descubrí. Me interesó.
– Es muy guapa -dijo Madame secamente-. Las fotos publicadas en los periódicos y en las revistas no le hacen justicia, sabe, Mr. Maas.
– ¿Usted también la conoce, Madame?
– ¡Oh, sí, la conozco! Phillip valora mucho mi juicio en estas cuestiones. Al fin y al cabo, es un elemento necesario para nuestros negocios, y no va a utilizar la esposa para estas cosas.
Lo dijo tranquilamente, absolutamente consciente de sus palabras y con una sonrisa. No se percibía ninguna amargura, aunque se adivinaba. Evidentemente, Madame Sanger había sido compañera de delito de su marido alguna vez. Era natural que sintiera un poco de celos de las diversas jóvenes que habían sido sus sucesoras.
Miré a Sanger. Se estaba poniendo melifluo.
– Ya sabe cómo son estas cosas -dijo como sin darle importancia.
Lo sabía, pero quise que me lo explicara.
– No -le dije-, sospecho que no le sigo.
Sanger hizo un ademán de desaprobación.
– Usted está en tratos con un hombre. Usted quiere vender, él quiere comprar, o viceversa -pero sobre todo vender, pensé yo, sobre todo vender-. Es una especie de juego -continuó Sanger-. Con alguien que tiene una mano miserable, claro. ¿Pero sabe una cosa? Si consigue que el otro crea que le está poniendo los cuernos a usted, su posición de usted es ventajosa. Así pues, usted le deja ver algo que él desea y trata de quitarle.
– ¿Por ejemplo, la amante?
– Exacto. Haga que se sienta culpable y nervioso, y no pensará con demasiada claridad en los negocios -sus ojos parpadearon en dirección a su mujer-. Sólo que la joven no es lo que el otro se cree, claro. Ella es simplemente un… un elemento. Es la guerra psicológica -concluyó en tono frívolo.