Su mujer le dedicó una sonrisita cariñosa, y con gesto rápido tocó el timbre para que la muchacha nos sirviera el café.
Volvimos a la sala de estar.
– ¿Cuando conoció a Lucia?
– Oh, veamos. Hace unos dos años, tal vez un poco menos. Ella había estado trabajando aquí en el Sur durante la temporada y no llevaba más que un mes o así en París.
– ¿Trabajando en la tienda de perfumes?
– Sí y le diré lo que más me llamó la atención en ella. Sí, claro, su gran hermosura física, pero tenía algo extraordinario. El modo de manejar las cifras.
– ¿El dinero, quiere decir?
– En cierto sentido. ¿Sabe usted lo que pasa cuando se ponen a hacer la cuenta en esas tiendas? Primero han de calcular los descuentos en trozos de papel, luego han de convertir los francos en dólares o en lo que sea, después añaden los impuestos y suman. Habitualmente les lleva un siglo. Pues bien, a Lucia no. Lo hacía de memoria, con más rapidez de lo que podía escribir. Una auténtica rapidez aritmética.
– Pues no le valió de mucho cuando tenía la tienda en Antibes.
– Apostaría a que fue culpa de su amiga, no de ella.
– ¿Después, qué pasó?
– Adela y yo hicimos amistad con ella y charlamos de negocios.
– Y hubo coincidencia de puntos de vista.
– Lucía es muy rápida. Y nada loca. Le gusta el dinero.
– Así que se fueron a St. Moritz.
– No. Hicimos un asunto en Munich primero. De aquí nos fuimos a St. Moritz.
– Y aquí encontraron al coronel Arbil. Él fue el próximo primo, ¿no?
Sanger me miró con los ojos inmensamente abiertos como si yo hubiese dicho un magnífico chiste.
– ¿Arbil un primo? ¿Quién le dio esa idea?
– Eso es lo que piensa la policía. Por eso fue por lo que le pidieron a la Interpol un informe sobre usted. Usted sabía que le vigilaban, ¿verdad?
Sanger dejó escapar una carcajada.
– Los suizos vigilan a todo el mundo. Eso no significa nada.
– ¿Entonces por qué se largó a Italia?
– ¿Largarme? -suspiró nervioso-. Me fui simplemente. Oiga, ¿quiere que se lo cuente o no?
– Adelante.
– Lo que pasó fue lo siguiente. Arbil había ido a St. Moritz con idea de practicar el bobsleig, pero cuando vio a Lucia se olvidó por completo del deporte. No podíamos quitárnoslo de encima. Y luego, al cabo de unos cuantos días, también a Lucía le dio la enfermedad y no quería que lo echáramos de nuestro lado. Quería que me fuera yo.
– ¿Y usted se fue, claro?
– Lo discutimos. Lucía no es ninguna perdida, sabe. No se acuesta con el primero que pasa. Estaba chiflada por él simplemente. Se ofreció a devolverme su parte por el asunto de Munich, si la dejaba libre. Yo me di cuenta que no tenía sentido tratar de persuadirla para que permaneciera junto a mí.
– Y cogió el dinero.
Sanger negó con la cabeza.
– Lucía es una buena chica, pero…
Se interrumpió como si hubiera olvidado lo que iba a decir.
Su mujer había vuelto a la habitación y terminó la frase por él.
– Ella no tiene malicia, comprende, pero era mejor que guardara discreción sobre nuestros negocios, tanto por su bien como por el nuestro.
– Los impuestos sobre los ingresos personales, eso es a lo que se refiere Adela -explicó Sanger claramente.
La señora se sonrió.
– Los impuestos, claro. Todo el mundo tiene que ser discreto en cuanto a los ingresos personales, ¿no es eso?
La criada entró con el café. Sanger sacó las copas para el coñac.
– ¿Cuándo vio a Lucía por última vez? -le pregunté yo.
– El día que me fui de St. Moritz.
Su mujer me estaba sirviendo una taza de café. Su mano se detuvo por un instante, y ella medio giró la cabeza como si quisiese completar la afirmación de él. Luego pareció cambiar de idea. Yo cogí el café, le di las gracias y puse la taza en la mesita que estaba a mi lado.
Sanger estaba de pie, al otro lado de la habitación, poniendo el coñac. Yo bajé la voz, de tal modo que él hubiera tenido que estirar las orejas para oír.
– Oiga Madame, estoy en un apuro. Nuestra oficina de Nueva York me está presionando para que consiga unas declaraciones de Lucía Bernardi. Ya oyó usted a su marido decirme que era un chantajista. Y también oyó que no se lo negué. No me gusta la situación, pero no puedo hacer otra cosa. Necesito la ayuda de su marido.
– Estoy segura que hará todo lo que pueda.
– Naturalmente que lo haré.
Puso un coñac a mi lado.
Yo levanté la vista hacia él.
– ¿Está usted seguro de que no sabe dónde está?
– Si lo supiera, se lo diría.
– ¿De verdad?
– ¿Por qué no?
– Entonces, si realmente no lo sabe, ¿cómo piensa ayudarme?
Se sentó frente a mí y cogió su café.
– Ayudándole a encontrarla, naturalmente.
– ¿Cómo sabría dónde buscarla?
– Tengo unas cuantas ideas.
Dio unos sorbitos a su café y luego lo dejó de nuevo sobre la mesita.
– Le ayudaré todo lo que pueda -dijo-; le ayudaré porque me interesa hacerlo por mi propio bien. Pero nos llevará tiempo.
Yo no hice caso de la última frase. Evidentemente, iba a jugar con el factor tiempo. Si no sabía dónde estaba, lo único que podía hacer era entretenerme y esperar a que los acontecimientos evolucionasen a su favor.
– Hábleme de esas ideas que usted tiene.
No me respondió directamente, sino que miró a su mujer.
– Cielo, ¿recuerdas cuando conociste a Lucía y la invitamos a cenar en Fouquet's? ¿Te acuerdas que habló de esquiar y lo que le gustaba practicar este deporte?
Su mujer asintió.
– Sí, lo recuerdo.
– Pues bien, cuando decidí ir a St. Moritz hablamos de ello otra vez. Estaba preocupada porque había dejado todo su equipo de esquiar en casa de su tía en Mentón. Quería bajar allí a buscarlo. Naturalmente, yo no quería que lo hiciese y le prometí que podría comprarse uno nuevo en St. Moritz. La idea no le gustó demasiado. Me dijo que sus botas eran mejores que las que podría comprar nuevas en cualquier sitio. Mientras hablábamos de esto, me contó que hasta que se había ido a París, todos los años se iba a esquiar desde que era niña. Sus padres solían llevarla a un sitio llamado Peira-Cava en las montañas de Niza. Era un pueblecito, decía, barato y nada a la moda, pero aunque las pistas no eran muy buenas a ella le encantaban. Está en territorio francés, cerca de la frontera italiana por Sospel, a unos cuarenta kilómetros de Niza.
– ¿Cree usted que se fue allí, donde todo el mundo la conocería?
– Desde luego a un hotel no, ni a una pensión o algo por el estilo; por supuesto que no.
– ¿Es que tiene amigos allí?
Sanger se sonrió sardónicamente.
– No amigos exactamente. Pero me contó una anécdota sobre aquel sitio que me llamó poderosamente la atención. ¿Recuerda usted lo de su compañera de negocio, la de Antibes?
– ¿Henriette Colin?
– Eso es… Henriette. Bien, hace tres años, antes de que su negocio diese en quiebra, Lucía se llevó a Henriette a Peira-Cava durante una semana o así por Navidades. Henriette no sabía esquiar y lo odiaba todo. Se les estropeó la calefacción en el hotel de mala muerte donde estaban, y la dirección tenía que poner ladrillos calientes envueltos en periódicos para que los huéspedes se pudieran calentar las manos. Henriette no salía de casa en absoluto. Se sentaba envuelta en mantas y calentaba un ladrillo junto a la estufa que habían encendido en el bar del hotel.
Lucía quiso que regresara a Antibes, pero ella no quería volver sola. ¿Lucía deseaba esquiar? Bien, ella podía esquiar. Henriette aguantaría. Y entonces encontró una amiga.