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Sanger se puso de pie y me sirvió otro coñac.

– ¿Henriette encontró una amiga?

– Exacto. Una vieja que solía ir por el bar a comprar cigarrillos. Entablaron conversación. Henriette se enteró de algunas cosas por el dueño del hotel. La vieja era viuda de un gran industrial y rico apestoso. Tenía un gran chalet a un kilómetro del pueblo y vivía sola, con un viejo matrimonio, sus criados. Solitaria, naturalmente, y un poco rara, le dijeron a Henriette. El dueño del hotel no le dijo nada de sus rarezas y Henriette siguió intimando con la vieja. Cuando ésta le dijo lo caliente que estaba su casa y le preguntó si a ella y a Lucía no les gustaría trasladarse con ella durante los días que aún iban a permanecer allí, a Henriette le faltó tiempo para aceptar. Lucía aceptó también. Todo lo que contribuyera a que Henriette se aburriera menos le parecía bien. Además, la vieja le caía simpática y sentía pena por ella. Por otra parte, ahorrarían el dinero del hotel. Y esto a Lucía siempre le interesa. Así que se trasladaron.

Hizo una pausa.

– Y resultó que la vieja era realmente muy rara, supongo.

Sanger asintió con la cabeza.

– Bebía éter.

– Bebía ¿qué?

– Éter. Estaba totalmente acostumbrada a él. Podía beber quinientos gramos en un día de juerga.

– Eso no me lo habías contado nunca, Phillip -dijo Madame Sanger.

Su tono no era de reproche, sino de interés simplemente.

– Yo mismo me había olvidado hasta que empecé a preguntarme dónde podría haberse escondido Lucía -dijo él.

– ¿Pero por qué iba a esconderse allí?

– No ha oído usted la otra parte del caso. La vieja no estaba siempre con su mejunje. Durante una semana o diez días estuvo normal. Luego se fue a Niza y volvió con una gran botella azul. La borrachera duró unos dos o tres días. Quienes sólo buscan en la bebida el abandono y la inconsciencia, sin preocuparse por el gusto del brebaje, el éter no es una mala bebida. Es más rápido que el licor y menos tóxico, y casi no deja consecuencias. Quiero decir relativamente, claro. Naturalmente, mucha gente vomitaría sólo con pensarlo. Pero hay gente que no. Cuando Henriette comprobó dónde se había metido, no pudo soportarlo y regresó a Antibes. Lucía se quedó.

– ¿Pero por qué?

Era Madame la que hacía las preguntas ahora. Yo la dejé. Eran las mías, de todos modos.

Sanger se quedó pensativo por un momento.

– Bueno, yo diría que por una cosa: se alegraba de verse libre de Henriette. En realidad, no me hubiera sorprendido que este fuera el momento en que su negocio empezó a hundirse. Además, porque le gustaba esquiar. Y por otra parte… bueno, yo no creo que la vieja y su éter molestaran mucho a Lucía. La gente no la asustaba. No es de las que echan a correr.

– Pues del chalet de Zürich sí que echó a correr -le recordé yo.

– Debió tener buenas razones -replicó él.

– Usted dijo que había un matrimonio en la casa -dije yo-. Si Lucía estuviera allí ahora, los criados podrían hablar.

– Esto es lo curioso -dijo él-; no lo harían. Lucía me dijo que aquellos dos nunca decían una palabra en el pueblo sobre lo que hacía la vieja. El pueblo lo sabía, naturalmente, porque de vez en cuando la vieja aparecía por allí cargada hasta las agallas y oliendo como un quirófano ambulante. Pero los criados nunca chistaban. No eran de la localidad, sabe -se encogió de hombros-. De todos modos, creo que vale la pena intentarlo.

– Yo sé cómo llegar hasta Henriette Colin -le dije-. Supongo que podré conseguir de ella la dirección.

Sanger apretó los labios.

– Es un poco arriesgado para usted, ¿no cree? Le daría a ella la idea. Supóngase que ella se lo dice a otra persona. Incluso puede decírselo a la policía. No, yo creo que lo mejor es ir allí simplemente y hacer unas cuantas averiguaciones. Ahora ya ha pasado la temporada; ya no habrá nadie más que la gente del pueblo. No será difícil. Puede ir usted mañana por la mañana.

Y regresar por la noche, después de haber perdido todo el día, pensé yo. Era una reacción poco razonable, yo lo sabía. Le había pedido ayuda en términos muy precisos, y él daba la impresión de prestármela. Pero había algo en aquel "usted" de la frase "puede ir usted por la mañana" que no me gustaba nada. Cruzó mi mente la desagradable imagen de peregrinación en coche por el Sur de Francia buscando pueblecitos remotos, mientras él estaba cómodamente sentado junto al fuego de su chimenea tramando el juego de la oca del día siguiente.

– Me dijo que tenía varias ideas -le dije yo-. ¿Cuáles son las otras?

– Podría estar en una clínica privada. ¿Había pensado usted en ello?

– No podría estar allí sin que lo supiesen varias personas. Esto significaría mucha complicidad.

– Ha circulado el rumor de que la policía sabe dónde está, pero que no lo dice.

– Un par de periódicos han hecho esa sugerencia. ¿Tiene usted algún medio de saber si es cierta?

– Si se refiere a que yo colaboro con la policía de aquí, mi respuesta es no. De todos modos, sigo pensando que Peira-Cava es su mejor posibilidad.

Yo dejé el coñac sobre la mesita.

– Nuestra mejor posibilidad, Mr. Sanger. Tengo de plazo hasta el viernes, a las once de la noche, hora europea. Ahora ya tengo suficiente material sobre usted para componer un artículo en relación con la chica del bikini. Y, si no consigo nada mejor, eso es lo que pienso hacer. Hoy es martes. Le sugiero que vayamos los dos mañana a Peira-Cava. Si por suerte Lucía Bernardi está allí, su presencia hará que colabore con más facilidad, ya que puede usted explicarle la situación. Mi idea no es entregarla a la policía. Yo sólo quiero su versión de los hechos de Zürich y la razón de los mismos. Luego puede seguir escondida si así lo desea.

Madame Sanger se inclinó hacia adelante.

– ¿Lo dice en serio, Monsieur Maas?

– Naturalmente. Por lo que yo sé, ella no ha cometido ningún crimen… por lo menos en Francia o en Suiza. Yo sólo quiero su versión de los hechos. Pero si se lo digo yo, puede que no me crea. Pienso que es más fácil que crea a su marido.

– ¿Y si no la encuentra en Peira-Cava? -preguntó ella.

– Entonces no puedo seguir perdiendo el tiempo. Regresaré a París.

Sanger dejó escapar una corta carcajada.

– Y se pondrá a trabajar para echar a perder nuestras vidas, supongo.

No era una pregunta, realmente. Yo no dije nada.

Sanger suspiró.

– Muy bien. Iré con usted. ¿A las diez?

– Vendré a buscarle.

Me levanté para irme y vi que Madame Sanger se estaba sonriendo. Era la misma sonrisa que mostró su satisfacción cuando yo dije que me quedaría a cenar. Ahora parecía alegrarse de que me fuera. Yo no podía reprochárselo.

4

Cuando regresé a la fonda, llamé a Sy a su apartamento. Él y su mujer tenían fama de dar buenas fiestas y, a juzgar por las risas y voces de fondo, en aquel momento estaban celebrando una.

– ¿Sí, Piet? ¿Cómo te va?

Daba la impresión de que tuviera unas cuantas copas encima.

– Creo que tengo una pista.

– No hagas bromas. Bien, ¿cómo lo ves?

Estaba cautelosamente contento.

– He dicho "creo" y no quiero decir nada más por el momento. Tal vez sabré algo seguro mañana por la noche.

– ¿No me quieres decir nada más?

– Prefiero no hacerlo. Te diré una cosa. Puede que haya un artículo sobre el caso. Pero si va a ser o no el artículo esperado, eso todavía no lo sé.

– Al viejo no le va a gustar un simple artículo sobre el caso, me temo.

– Pues a lo mejor ni eso tenemos. No lo puedo decir. Ah, y una cosa. ¿Te importa que me compre una cámara fotográfica?