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El bar estaba caliente, pero vacío. En el restaurante, un camarero con un delantal estaba poniendo una solitaria mesa para seis, posiblemente para el personal. Asintió cuando le pedimos unas copas, nosotros volvimos al bar.

– ¿Quiere hacer usted las preguntas o las hago yo? -dijo Sanger.

– Usted conoce el terreno mejor que yo. Tal vez lo hará mejor.

– Como quiera.

Su método resultó interesante. Si hubiera hecho yo las preguntas, hubiera comenzado por inventar cualquier excusa para mi curiosidad. Había estado en Peira-Cava el año pasado; había conocido a una señora rica con un matrimonio que le servía; todos habían sido encantadores y hospitalarios conmigo y ahora estaba pensando en volver para Pascua, pero había olvidado completamente el nombre de la vieja.

El método de Sanger no fue menos indirecto, pero mucho más eficaz. Tan pronto como oyó acercarse al camarero, levantó la voz ligeramente y se puso a dar golpecitos en la mesa.

– Tú, como abogado, me dices que eso es imposible, que una persona así se envenenaría. Pues yo, como médico, te digo que una persona así puede inmunizarse. El éter es menos tóxico que el alcohol. Me podrás decir que es poco corriente encontrarse con una persona que beba éter, pero no por eso tiene que tratarse de una loca por beberse cuatrocientos gramos de éter. Si está acostumbrada, podría beberse hasta quinientos gramos sin que le pase nada.

El camarero estaba de pie a nuestro lado, escuchando fascinado sin perder palabra. Sanger levantó la vista hacia él.

– Gracias, amigo mío.

Mientras el camarero servía las copas, se dirigió a mí de nuevo.

– Y puede seguir haciéndolo, además. ¿No me crees?

De pronto, pareció ocurrírsele una idea. Levantó la vista hacia el camarero y le preguntó:

– Ah, pues te lo voy a demostrar. Camarero, ¿oyó hablar usted alguna vez de una persona que bebiera éter?

El camarero se sonrió.

– Sí, doctor.

Sanger se sonrió también.

– Pues claro que sí. ¿Cómo se llama, la viuda, Madame…?

Hizo restallar los dedos, tratando de recordar el nombre que tenía en la punta de la lengua.

– Madame Lehman, Doctor.

– Sí, Madame Lehman. Quinientos gramos en un día a veces, ¿no es eso? Dígaselo a mi amigo.

El camarero nos miró un poco desconcertado.

– Oh sí, ésa es la cantidad que solía tomar de vez en cuando.

– ¿Solía? -dijo Sanger con intención.

– Madame Lehman murió hace seis meses, Monsieur. Tuvo un ataque al corazón.

Hubo un breve y tenso silencio; luego Sanger recobró su máscara de profesional otra vez.

– Lo siento mucho -dijo tranquilamente-. Naturalmente, yo ya le dije que tenía tendencia a sufrir del corazón cuando vino a verme el año pasado. Pero no me esperaba un final tan rápido. ¿Qué ha sido del chalet y los criados?

– Ah, Doctor, los criados se volvieron al Norte, de donde eran. Ella les dejó un poco en su testamento, sabe. El resto lo heredó su sobrino, que vendió el chalet a una familia belga.

Por causa del camarero, Sanger siguió representando su papel inflexiblemente hasta el final. Me dirigió una mirada significativa y golpeó la mesa de nuevo.

– Pero murió de un ataque al corazón, amigo mío, ya lo ves. No por el éter.

El camarero se sonrió y desapareció.

Yo me tomé la copa de golpe.

– Creo que sería mejor bajar a comer a Niza -dije yo-. A no ser que usted quiera comer aquí.

Sanger negó con la cabeza.

5

Fuimos a un restaurante donde le conocían, en la rue de Francia. Al bajar, Sanger había permanecido sombrío y silencioso, pero el cálido saludo del maître d'hôtel pareció levantarle los ánimos un poco. Una vez pedida la comida, se recostó en su silla y me dirigió una breve sonrisa, llena de reproches.

– ¿No quiere que hablemos acerca de la idea del sanatorio? -me preguntó.

– Lo único que puedo decir es que se trata de una simple idea.

– Supongo que no irá en serio eso de complicarnos a Adela y a mí.

– Totalmente en serio.

– Una pequeña faena, ¿no cree? ¿Qué gana usted con ello? ¿Una palmadita en el hombro? ¿Una pequeña bonificación? Piense en lo que nos perjudica a nosotros.

– Sólo un poco su vida privada y su reputación local, cosas ambas que no se merecen realmente.

– ¡Sólo! Por Dios, hombre…

Se interrumpió y bajó la voz.

– Oiga, Maas, no creo que a usted le guste esto más que a mí. En realidad, estoy convencido de que no. ¿Por qué seguir, pues?

– ¿Dio usted a alguna de sus víctimas una oportunidad semejante alguna vez, Mr. Sanger?

Sanger negó lentamente con la cabeza.

– Es inútil, Maas, no es usted un tipo duro, rudo. Usted es europeo. Usted no piensa así.

– Parece usted muy seguro de mí.

Pareció sorprenderse.

– Pues claro que estoy seguro. ¿Por qué no iba a estarlo? Me pasé media noche pegado al teléfono hablando con París, para conseguir una idea sobre usted.

– Comprendo. ¿Invadiendo mi vida privada, eh?

Volvió a negar con la cabeza.

– Usted no tiene vida privada. Tiene amigos, gente que siente pena por usted, pero no tiene vida privada, al menos en el sentido en que yo la entiendo. Cuatro llamadas telefónicas, eso fue todo lo que necesité.

Esto no me hacía gracia, no me hacía absolutamente ninguna gracia, pero no tenía nada que decir.

– Naturalmente, no he conseguido enterarme de todo -continuó-. No he tenido tiempo.

– ¡Cuánto lo siento!

No hizo caso del sarcasmo.

– Naturalmente -dijo-, ha tenido usted una niñez difícil; muerte de los padres en el bombardeo de Rotterdam, evacuación a Inglaterra como huérfano de guerra y todo lo demás; pero ya no era usted tan niño y tuvo más suerte que otros. Gracias al socio londinense de su padre que se hizo cargo de usted. Fue enviado a una buena escuela. Y después de la guerra pudo reclamar las propiedades de sus padres. No era mucho dinero, quizás, pero la suma era bastante apreciable para un joven que aún estaba estudiando. ¿Qué es lo que falló?

– Estoy seguro que se trata de una pregunta retórica.

– De verdad que no. Oh, ya sé cómo se le fue el dinero. Es lo del suicidio lo que me preocupa.

Yo no dije nada. Sanger tomó un sorbo de su Campari con soda y continuó:

– Comprendo que estuviera usted deprimido. La culpa la tuvo la bancarrota del semanario. Pero me han dicho que no fue una bancarrota ruinosa. Gente muy importante lo apreciaba mucho. Incluso fue citado en las Naciones Unidas. Si falló, fue por negarse a romper la línea de conducta que usted mismo había establecido. Su capital era insuficiente para soportar una honestidad completa. Cierto que usted sólo era uno de los accionistas, pero tenía que saber que la mayor parte de los semanarios experimentales siempre son aventuras financieras altamente especulativas. Además, es usted joven y tiene talento y amigos. ¿Por qué trató de destruirse a sí mismo?

¿Qué le iba a responder? "Es muy sencillo, Mr. Sanger. No ha sido sólo el semanario. Ocurrió simplemente que aquel día regresé a casa más temprano y encontré a la mujer que vivía conmigo acostada en mi propia cama con otro hombre. Intenté matarlo y descubrí que no podía. En realidad, fue él quien me pegó sin compasión. Tres fracasos en el mismo día eran demasiados. Así que me dispuse a sufrir el cuarto". No hubiera sido una respuesta honesta, pero hubiera resultado convincente de momento. Pero entonces vendría la pregunta inevitable: "Seguramente, otros muchos hombres han sufrido humillaciones peores sin que por eso intentasen matarse. ¿Por qué tenía que hacerlo usted?".