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Mi actitud estaba resultando muy estúpida. La noche anterior ella no sabía de la existencia de la vieja hasta que Sanger hablo de ella.

– Quiero decir que sabía que Lucía no estaba en Peira-Cava.

– ¿Por qué sabía que está en otra parte?

– Sí.

– ¿Y su marido no?

La aguda mente del gran reportero se estaba abriendo camino hacia lo evidente.

Ella asintió con la cabeza.

– Anoche -me dijo-, yo le hice una pregunta. Usted dijo que no tenía ningún interés en entregar a Lucía a la policía ni en que otros se apoderasen de ella, que todo lo que usted deseaba era entrevistarla; que luego podía volver a su retiro de nuevo. Yo le pregunté si realmente lo decía en serio. ¿Lo sigue diciendo?

– Desde luego. ¿Usted sabe dónde está Lucía, Madame?

Titubeó y luego asintió con la cabeza.

– Sí, lo sé. Acudió a mí para que la ayudase… a mí, que casi no la conocía. Tal vez es que le había caído simpática y confió en mí, aun cuando no la había visto más que un par de veces, y entonces sólo durante unas cuantas horas.

– ¿Dónde está, Madame?

Ella meneó la cabeza, pero fue un movimiento de indecisión más que una negativa. Yo esperé. Ella dio un sorbito a su copa y se quedó mirando a una maceta de jacintos que había sobre la mesa contigua.

– Su marido me dijo anoche que no la había visto desde que se fue de St. Moritz. Esto no es cierto, ¿verdad?

Sus ojos volvieron a mirarme.

– No. Mi marido es demasiado precavido a veces. No hubiera importado que se lo hubiera dicho. La vimos en Zürich hace unos tres meses. Fue un encuentro casual en el vestíbulo de nuestro hotel. Ella había ido de compras. El coronel Arbil no estaba con ella. Comió con nosotros. Durante la comida, resultó evidente que estaba preocupada por algo.

– ¿Algo relacionado con el coronel Arbil?

– En cierto modo, pero no en el sentido de que no fuera feliz. Claro, ahora sé que estaba asustada. Fue por el tiempo en que el coronel empezó a colocar alarmas contra los ladrones en el chalet. Ella no nos habló de esto, pero cuando mi marido se ausentó del comedor para llamar por teléfono, me preguntó si sería muy difícil que el coronel Arbil obtuviese un permiso de estancia en Francia. Yo le dije que sería mejor que hablara primero con el Cónsul General de Francia en Berna. Luego me preguntó si podía escribirme a Francia y yo le di mi dirección de aquí.

– ¿Con su auténtico nombre?

– Sólo a nombre de la criada. Pero a mi marido ni siquiera le hubiera gustado esto, por eso no se lo dije -hubo otro conato de sonrisa-. Entonces no me pareció importante. Ahora, quizá pueda salvarnos.

– ¿Salvarles?

– Si Lucía no hubiera sabido cómo ponerse en contacto conmigo, yo no hubiera podido arreglar las cosas para que usted hablara con ella.

Se apretó una mano con la otra y me miró.

– Esto nos salvará, ¿verdad, Monsieur Maas? ¿Usted no hablará a nadie, su editor, la policía, a nadie, de nosotros?

– Si logro ver a Lucía Bernardi y hablar con ella, eso es todo lo que deseo. Por lo que a mí respecta, usted y su marido permanecerán completamente olvidados.

– ¿Aun cuando eso signifique que no puede mostrar al mundo lo listo que es usted para conseguir lo que otros no han podido?

– No he sido listo, señora, he tenido suerte. Sin embargo, si no digo nada, parecerá tal vez que he sido listo. Deduzco que no quiere que su marido lo sepa tampoco.

– Ahora se lo diré. Primero tenía que estar segura de poder confiar en usted. ¿Puedo hacerlo, Monsieur?

Yo le dije con toda la amabilidad que pude:

– Creo que no tendrá otro remedio. Supongo que Lucía vive en alguna de las casitas de ustedes. ¿Está en Roquebrune o en Cagnes-sur-Mer?

Ella puso cara de sorpresa.

– Eso no puedo decírselo.

No tenía sentido presionarla. Si era absolutamente necesario, podía investigar en los archivos de Niza las casas que tenían y descubrir la que era por un proceso de eliminación.

– No es realmente importante -le dije-. Usted se ocupa de alquilar las casas de su marido, tengo entendido. ¿Es así como ha podido acogerla, alquilándole una casa simplemente?

Ella asintió con la cabeza.

– En esta época del año, algunas están vacías.

– ¿Y ella está de acuerdo en ser entrevistada?

– Comprende que yo necesito su ayuda.

– ¿Cuando puede tener lugar la entrevista?

– Esta noche.

– ¿Dónde?

– Ella le telefoneará tan pronto yo la llame. Utilizará mi nombre, Adela, por si el operador está escuchando.

– Supongo que ella comprenderá que yo quiero verla e identificarla. Esto no se puede hacer simplemente por teléfono, compréndalo.

– Ya he pensado en eso. Siempre y cuando usted esté dispuesto a hacer lo que ella le pida, Lucía accederá a reunirse con usted -Madame Sanger se puso de pie-. Si usted me espera aquí, utilizaré el teléfono de ahí dentro.

Estuvo fuera unos cinco minutos. Cuando volvió, cogió el jersey que había dejado sobre la silla, pero no volvió a sentarse más.

– Adela le llamará dentro de cinco minutos -dijo-. Ahora tengo que irme a casa y hablar con mi marido.

Titubeó un segundo y luego añadió:

– Estaré interesada en leer su artículo, Monsieur.

– Su nombre no aparecerá en él, Madame. Se lo aseguro.

Ella meneó la cabeza.

– Me alegro de oírselo decir de nuevo, pero no me refería a eso. Quería decir que tal vez Lucía le diga a usted más cosas que las que me ha dicho a mí.

– ¿A usted no le dijo nada?

– Simplemente que si no lograba esconderse en alguna parte, la matarían -se sonrió mientras levantaba la mano-. Sí, debe resultar difícil creer que no sé más que eso, pero me dijo que sería más seguro que no supiera más. Más seguro para mí, quería decir. El modo cómo me lo dijo hizo que la creyese.

Tan pronto como ella salió, entró el conserje y me dijo que me llamaban por teléfono.

Capítulo 3

1

Su francés tenía un ligero acento de Niza. Su tono era autoritario.

– Soy Adela. Tengo entendido que tiene usted noticias personales de mi hermano para mí.

– Deseo ayudarla, sí. ¿Dónde podremos vernos?

– ¿Tiene coche?

– Sí.

– ¿Qué tipo?

– Un Simca azul.

– ¿Conoce usted el Relais Fleuri en la Moyenne Corniche, sobre Villefranche?

– Creo que podré encontrarlo. ¿Qué es, un restaurante?

– Sí. Esté allí esta noche a las diez en punto. Cuando llegue, entre y telefonee al 825169.

– ¿Por quién he de preguntar?

– Por Adela.

– ¿Eso es todo?

– Sí. Espero que esté usted solo. Nada de cámara fotográfica, pero tráigame las fotografías que ha tomado esta mañana.

– De acuerdo. ¿Dónde puedo…?

Pero ya había colgado.

Breve, formal y precavida. El restaurante que había elegido debía estar a medio camino entre Cagnes-sur-Mer y Roquebrune. Un vistazo a la guía me confirmó que el prefijo del número telefónico pertenecía a la zona de Cap Ferrat-Villefranche. Pero, por lo demás, esto no me decía nada.

Tenía seis horas libres antes de acudir a la cita. Pensé en llamar a Sy, pero decidí esperar. Mis noticias eran demasiado buenas; no me daría más oportunidades, a no ser que no le quedara otro remedio. En seis horas tendría tiempo para destacar a Bob Parsons desde Roma.

Supongo que si yo hubiera sido esa clase de periodista que Sy tanto valoraba, hubiera colocado los intereses del semanario por encima de los míos, según la acreditada tradición. En realidad, no tenía intención de hacerlo así. Ni Sy ni Mr. Cust me inspiraban el menor sentimiento de lealtad. Si tenía suerte, Cust atribuiría el éxito, con razón en cierto modo, a su gran inteligencia. Si daba un mal paso, se daría el gusto de decirle a Sy que me despidiese. No teniendo nada que ganar y muy poco que perder, podía hacer lo que me diese la gana. Había empezado a intrigarme el misterio de Lucía Bernardi. Quería saber lo que había detrás de él, y quería escuchar la verdad de sus propios labios.