Выбрать главу

Me pasé dos horas releyendo el informe, para tener fresco en la mente todo lo que ya conocía, y anoté algunas de las preguntas claves. Hecho esto, bajé al bar y me tomé una copa. Mientras estaba aquí, entró el conserje a decirme que había una llamada para mí de París. Sy se estaba poniendo impaciente. Le dije al conserje que contestara que había salido y abandoné la fonda inmediatamente.

Había llovido a cántaros a primera hora de la tarde y la carretera de Cannes estaba resbaladiza. Un coche que iba delante de mí patinó suavemente en una curva y de pronto empecé a sentirme dominado por la ansiedad.

¿Y si no podía llegar al Relais Fleuri? ¿Y si tenía un accidente? ¿Y si el coche, que había marchado estupendamente hasta entonces, se estropeaba de pronto? ¿Y si no veía una señal de dirección prohibida y me detenían? Eran muchas las cosas que podían salir mal.

Había pensado cenar opíparamente en La Bonne Auberge, llamar a Sy inmediatamente después y luego acudir a la cita. Ahora decidí ir directamente a Niza, despacio y con mucho cuidado. Si llegaba sin novedad, tendría tiempo más que suficiente para cenar, sabiendo que estaba a sólo unos minutos del Relais Fleuri. Por otra parte, si tenía dificultades, me quedaría más tiempo para resolverlas.

En Niza no había llovido y las calles estaban secas. Me tomé una copa en el Bar del Ruhl, esperé hasta las siete y media y entonces llamé a Sy a su piso.

Empezó a decirme que había tratado de localizarme hacía una hora, pero yo le corté en seco.

– Oye -le dije-, estoy en Niza, y acabo de hablar con ella.

Sy dejó escapar un grito salvaje de emoción.

– ¿Dónde la has encontrado? ¿Qué aspecto tiene? ¿Qué te ha dicho?

– Todavía no la he visto y, de momento, no ha dicho nada de valor para nosotros. Tengo una entrevista con ella para esta noche a eso de las diez. Sólo yo, sin cámara, con las consabidas precauciones de las comedias de capa y espada. El intermediario dice que está asustada.

– ¿Asustada de qué?

– Espero que me lo diga.

– ¿Cuándo lo has conseguido?

– Hace unos minutos.

Sy dejó escapar un juramento de frustración.

– ¿Qué es lo que la ha decidido a prestarse a nuestro juego?

– Chantaje moral aplicado indirectamente. Pero esta parte del caso no vamos a utilizarla. Ése es el trato que yo hice con el intermediario.

– ¿Mr. Chase?

– No. Otra persona completamente distinta. A no ser que sea necesario aplicar otras presiones -si la chica no se presenta, quiero decir-, su nombre ya lo he olvidado.

Hubo una pausa.

– Bueno, más tarde hablaremos de eso -dijo al fin-. Dices que nada de cámara. ¿Y un magnetófono?

– De eso no hemos hablado.

– Nada de testigos, nada de fotos. Tenemos que tener algo así como una prueba por si después hay desmentidos. ¿Tienes algún magnetófono contigo?

– No.

Aunque hubiera tomado en serio la misión al salir de París, dudo que me hubiera molestado en traer un magnetófono.

Sy logró disimular su exasperación; quería que yo me sintiera tranquilo y confiado.

– ¿Crees que podrías adquirir uno ahí? -me preguntó-. El mejor sería ese aparatito alemán a pilas. Lo podrías esconder en el bolsillo.

– ¿Y grabar sin decírselo?

– Eso es cosa tuya. Observa su actitud, si se muestra en plan de cooperar o no. En este caso, tendrás que tocar de oído. ¿Estás bien de dinero?

– Sí.

– Llámame más tarde a la oficina, ¿eh? Tan pronto como puedas.

– Lo haré.

– Oye, Piet. No pierdas el contacto, ¿quieres? Asegúrate que podremos entrar en contacto con ella de nuevo. Si la bofia se pone tonta, a lo mejor tenemos que presentársela. ¿De acuerdo?

– De acuerdo.

– Oye, Piet…

Hizo una pausa. Le sabía mal dejar el asunto en mis manos. Deseaba ardientemente que se encargara de ello alguien con experiencia y clase como él. Le hubiera gustado hacerlo él mismo.

– Dime.

– Hazlo bien y no sólo tendrás una bonificación colosal sino que además podrás borrar la inquina del viejo bastardo.

– Si he de comprar un magnetófono, tendré que darme prisa porque las tiendas van a cerrar.

– Sí, claro. Hablaremos más tarde. Yo estaré en la oficina con la gente que está de guardia, esperando.

Al fin le convencí de que colgara.

Salí y logré encontrar una tienda de alta fidelidad que vendía magnetófonos de miniatura. Con él, el hombre me vendió un micrófono que se podía camuflar como reloj de pulsera y me enseñó cómo poner el hilo por la manga y conectarlo con el aparato, que podía estar en el bolsillo interior de la chaqueta. Se sonrió maliciosamente ante la ingenuidad del artilugio. Salí de la tienda con el aparato listo para accionar y con la sensación de hacer el ridículo.

Mi coche estaba aparcado ante el Ruhl. La idea de una cena opípara ya no me atraía, así que dejé el coche donde estaba y encontré un pequeño restaurante en una callejuela lateral.

A las nueve y media ya estaba en la carretera camino de la Moyenne Corniche. Llegué al Relais Fleuri con quince minutos de adelanto.

Era un pequeño café restaurante contiguo a una gasolinera. Probablemente los dos establecimientos eran del mismo dueño. No había casas cerca. El restaurante tenía un cartel Routier en la puerta y mucho sitio para aparcar. Evidentemente, era el sitio donde solían comer muchos camioneros que pasaban por la Corniche.

Aparqué junto a una pequeña furgoneta y entré en la zona del café. Una solícita camarera me trajo un café y una copa de fine.

El tiempo pasó muy lentamente. A las diez menos cinco pregunté donde estaba el teléfono y pedí una ficha. El teléfono estaba delante de los lavabos y esperé dos minutos antes de hacer la llamada.

Me respondió una voz de hombre.

– Quiero hablar con Adela, por favor -le dije.

– ¿Con quién?

– Con Adela.

– Aquí no hay ninguna Adela. Se equivoca de número.

– ¿Qué numero es ese?

El número que me dio era el que yo tenía.

– ¿Adela?

– Ya se lo he dicho. Aquí no hay ninguna Adela. Se equivoca de número.

Y colgó.

Pedí otra ficha y lo intenté de nuevo con el mismo resultado.

Era absurdo. Volví junto a mi café. Estaba seguro de no haberme equivocado al anotar el número. O bien ella se había equivocado, o no había podido entrar en contacto con el hombre que me había respondido y que me iba a dar el recado que se suponía que yo iba a recibir. Yo sabía que existía una tercera posibilidad: que todo el asunto era un ardid tramado con el objeto de alejarme lo suficiente para que los Sanger tuvieran tiempo de ponerse a salvo; pero todavía no estaba dispuesto a enfrentarme con esta posibilidad. Además, ponerse a salvo de mí no les solucionaba nada a los Sanger realmente; yo ya tenía todo lo que necesitaba sobre los Sanger, incluso las fotografías.

Decidí esperar un cuarto de hora y luego intentarlo de nuevo. Otra copa de aguardiente me ayudaría a pasar el tiempo, pero en el estado que yo me hallaba me produciría también una indigestión. Me fumé dos cigarrillos y volví al teléfono.

Me salió el mismo hombre. Esta vez se mostró irónico y se ofreció a darme la dirección de un burdel. Tal vez allí encontraría a alguna llamada Adela, me dijo, y colgó de nuevo.

Creí que no tenía sentido seguir allí. Pagué el café y la copa y me fui.