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– ¿Está en una vía muerta, Sy, lo está? Yo creo que ésa es una suposición peligrosa para nosotros.

Mentalmente vi a Mr. Cust colocando a su huesudo índice contra la nariz.

– Bueno, si no está muerto, al menos está dormido.

– Muy gracioso, Sy, pero no me entiende lo que quiero decir. Nosotros sabemos que hay un trasfondo político en el asunto. También sabemos que la incapacidad de la policía para descubrir a la joven se debe a razones políticas. ¿O es que usted no lo sabía?

– Yo sé que el asunto tiene conexiones con la izquierda.

– Son más que simples conexiones con la izquierda.

– Son más que simples conexiones, Sy. He conseguido algunas pruebas bastante sólidas de que son hechos.

– ¿Qué tipo de pruebas, jefe?

– No voy a entrar en eso ahora. Le diré simplemente que la C.I.A. está muy interesada -otra típica estratagema-. Y nosotros debemos interesarnos también. Creo que debemos echarnos a la calle antes de que alguien lo haga por nosotros.

Sy carraspeó.

– Lo siento, jefe, pero no entiendo bien lo que acaba de decir. ¿Con la palabra "encontrar" quiere decir…?

– Quiero decir lo que digo: encontrarla. Hasta que la encontremos no podemos publicar su versión de los hechos, ¿verdad?

En la última frase había una nota de impaciencia.

Para mí todo resultaba casi absurdo. Yo había estado en Portugal haciendo entrevistas a personajes reales exiliados cuando empezó el caso Arbil. Según mis noticias, un hombre llamado Arbil había sido asesinado en Suiza y la policía buscaba a una chica con un bikini que había sido testigo del crimen.

Sy había estado manoseando un cigarrillo. Ahora hizo una pausa para encenderlo antes de contestar.

– Estoy totalmente de acuerdo, jefe. Si la encontramos, seguro que publicaríamos su versión de los hechos.

– Estupendo. Y bien, ¿a quién va a encomendar el asunto?

Sy dejó el cigarrillo un momento.

– Bien, si le he de ser sincero, jefe, de momento no tengo pensado encargárselo a nadie -al otro lado hubo un silencio mortal.

Sy continuó en tono hosco:

– Antes de entrar en esta organización -dijo-, yo trabajaba en la prensa diaria.

– Y con gran eficiencia, por cierto -concedió afablemente la voz del otro lado.

Pero la frase tenía una nota de sorna. Mr. Cust empezaba a divertirse.

El cogote de Sy se puso rojo.

– Con eficiencia o sin ella -continuó lentamente-, una de las primeras cosas que usted me dijo era que debía cambiar de mentalidad. Aún recuerdo algunas de las cosas que me dijo. "Nunca intente trabajar como si fuera para un diario." Ésta fue una. ¿Y qué más? "Somos un semanario; no podemos competir con los diarios ni con la televisión. Ellos recogen las noticias. Nosotros las interpretamos y las convertimos en historia." Es un poco tarde para cambiar las reglas de juego, ¿no cree?

– Nadie trata de cambiar las reglas, Sy -el tono meloso de la voz delataba un evidente regodeo-. Tratamos simplemente de desplegar un poco de imaginación para llevar a cabo un trabajo. Al menos eso es lo que yo intento, y espero que usted también. Ahora, piense un momento. Los chicos de la prensa diaria ni siquiera han descubierto el barrunto de una pista. ¿Por qué no? Porque lo único que han hecho es dar vueltas como moscas alrededor de la policía francesa. Nosotros sabemos que la policía ha llevado el asunto con torpeza. Ya es hora de que actuemos por nuestra cuenta.

Sy Logan se mostró todo lo beligerante que su prudencia le aconsejó.

– Que actuemos ¿cómo? -dijo secamente.

– Usted conoce a su propia gente mejor que yo. ¿Dónde está Parry ahora?

– En Bonn asistiendo a las conversaciones. Usted me dijo que lo enviase allí, ¿se acuerda?

– Sí, es cierto.

Intentaba, sin conseguirlo, dar la impresión de que se había olvidado.

– Jefe, lo que trato de explicarle es que perdemos el tiempo. Todas las grandes agencias de noticias destacaron a sus mejores hombres para trabajar en este caso, y lo han dejado. En cuanto a la policía, poco nos importa su actitud. Si lo han intentado realmente y no han conseguido nada, poco podemos esperar nosotros. Si saben dónde está y lo ocultan, tampoco podemos esperar mucho.

– ¿Ni siquiera si yo le digo dónde buscar?

Uno casi podía ver su fatua sonrisa al hacer la pregunta.

Sy se quedó parado por un segundo, pero se recobró rápidamente.

– ¿Es una información de la C.I.A. jefe, o no puede decírmelo?

– Desgraciadamente tiene razón; no puedo decírselo y, desde luego, por teléfono menos. Tendrá toda la información que necesite en la bolsa, mañana. Bien, ¿a quién piensa encargar el asunto? ¿Qué hace ahora ese neurótico alemán que tiene usted ahí?

Sy trasladó el teléfono de su mano derecha a la izquierda.

– Me parece que con esa descripción no sé a quién se refiere, jefe -dijo al cabo de un momento.

– ¡Oh, por el amor de Dios! El que hizo aquel artículo nauseabundo sobre la sala de fiestas. Pete no sé qué…

Sy clavó en mí sus ojos demacrados.

– Si se refiere a Piet Maas, puede preguntárselo usted mismo, jefe. Está escuchando por el supletorio.

– Y no soy alemán, sino holandés -dije yo.

– Mis disculpas. Holandés, eso es -pero no retiro lo de neurótico-. Bueno, pues…

Yo le corté:

– Será mejor que le diga antes de nada, Mr. Cust, que eso de jugar a los detectives no me va nada bien.

– Y yo estoy de acuerdo -añadió Sy-. Lo que nosotros necesitamos…

– ¿Quién habla de jugar a nada? -baló Mr. Cust-. Se supone que trabaja para nosotros, ¿verdad? ¿cuál es su misión actual?

– La situación al día de la producción de automóviles en el Mercado Común, jefe -respondió Sy con rapidez-. Los últimos hechos y cifras y los proyectos de crecimiento durante los tres próximos años.

En realidad yo estaba trabajando en un artículo sobre los pintores franceses comprados últimamente por los museos de arte americanos; pero Sy intentó lanzar un farol para despistar. Mr. Cust es contrario al Mercado Común y la política del World Reporter es atacarlo. Naturalmente, la oficina de París en una de las principales fuentes de municiones para la campaña y Sy había utilizado con éxito este hecho para contrarrestar anteriores presiones de la oficina de Nueva York.

Pero esta vez no tuvo éxito. Mr. Cust titubeó simplemente.

– ¿Quién ha pedido esto?

– Dan Cleary.

– Bien, yo hablaré con él. De momento, puede olvidar eso. Esto tiene máxima prioridad.

Sy jugó su última carta.

– Jefe, si esta confidencia es tan sensacional como usted dice, creo que deberíamos mandar venir a Bob Parsons de Roma, o quizás encargarme yo mismo del asunto. Al fin y al cabo, Piet Maas es fundamentalmente el investigador…

– Eso es exactamente lo que usted necesita, Sy, un investigador -la voz tenía ahora un acento de resolución definitiva-. Pete, sáquese el pelo largo de delante de los ojos, coja la burra y busque la chica del bikini. Sy, usted ayúdele a encontrarla. ¿De acuerdo?

Sy murmuró algo y la conversación terminó. Apagó el magnetófono y me miró.

Sy Logan tiene el pelo gris y anda por los cuarenta y tantos. Tiene la cabeza larga y estrecha y una mirada fría. Siempre huele a loción de afeitado. No me cae simpático, yo a él tampoco. Y nunca trabajé para la prensa diaria, no correspondo a su idea de un profesional. Me eduqué en Inglaterra durante la guerra y, aunque había adquirido ciertas costumbres americanas desde que trabajaba en la oficina, hablaba inglés con acento británico. Y, por supuesto, estaba, además, mi historia personal. Sy trataba de fingir que no existía, pero de todos modos se sentía incómodo.