Me hallaba tan aturdido por la decepción que hasta que tuve la mano puesta en el manubrio de la puerta del coche no noté que había una mujer en el asiento del conductor.
Cubría su cabeza con un pañuelo de seda con dibujos geométricos y llevaba un delgado impermeable. Unas gafas de sol me miraron al abrir la puerta.
– Ha tenido usted mucha paciencia, Monsieur -me dijo-. ¿Cuántas veces llamó al número que yo le di?
– Tres, Madame.
– Espero que no le importe que conduzca yo. Necesito estar segura de que no me llevan a donde no deseo ir.
Alargó la mano hacia mí y dijo:
– ¿Me da la llave?
Se la di.
– Gracias.
Me hizo una seña para que me sentara a su lado.
Di la vuelta alrededor del coche y me senté. Al cerrar la puerta, puse en marcha el magnetófono que tenía en el bolsillo.
– ¿Puedo preguntarle a dónde vamos?
– A un sitio donde se puede hablar -me contestó-. Siento mucho que tuviera usted que hacer las llamadas telefónicas, pero no quería que me estuviera esperando para observar cuando llegaba.
– ¿De quién era el número que me dio?
– No lo sé. Fue el primero que se me ocurrió.
– Usted es Lucía Bernardi, supongo.
Se sacó las gafas y las metió en un bolsillo del impermeable. Luego se volvió y me miró sonriéndose ligeramente.
– Naturalmente -dijo-, ahora no llevo bikini y el pelo que hay debajo del pañuelo pertenece a una peluca americana de moda, pero creo que podrá reconocer a Lucía Bernardi por las fotografías publicadas.
Yo encendí las luces del coche y el destello del panel de instrumentos bañó su rostro.
Sus ojos tropezaron con los míos.
– ¿Está usted satisfecho, Monsieur?
Yo asentí con la cabeza. Luego, pensando en el magnetófono, dije:
– Sí, estoy satisfecho. Nuestro amigo tenía razón. Sus fotografías no la favorecían mucho ciertamente.
2
Lucía condujo hacia el Este, a lo largo de la Corniche durante un kilómetro; luego giró a la derecha por una carretera secundaria muy empinada que iba a Beaulieu y Villefranche. Tras una serie de curvas espeluznantes, llegamos a un cruce. Lucía giró a la izquierda y luego, casi inmediatamente, se salió de la carretera hacia un rellano estrecho que había en la falda de la colina. Parecía que hubiera habido un deslizamiento de rocas en otro tiempo; el rellano debió haber sido hecho cuando construyeron los bancales de la colina para evitar otro deslizamiento.
Se detuvo, pero dejó las luces de posición encendidas y el motor en marcha.
– No quiero permanecer aquí mucho tiempo -dijo, y puso el reloj cerca del panel para poder ver la hora-. Pero antes debemos llegar a un acuerdo, Monsieur Maas.
– Muy bien.
– Antes de responder a cualquier pregunta, quiero que quede clara cierta cuestión. Las fotografías que tomó usted hoy en Mougins. Las quiero, por favor.
Estaban en la guantera. Le dije:
– Ya le prometí a su amiga Adela que no serían utilizadas.
– Claro. Por eso es por lo que yo estoy aquí. Pero ¿cómo sé yo que usted mantendrá su promesa?
– Porque si consigo las declaraciones que espero de usted, Mademoiselle Bernardi, las fotografías no tendrán auténtico valor.
– Adela habló conmigo otra vez esta noche. Su marido no opina como usted. Está muy enfadado con ella.
– Se equivoca en lo de las fotografías. En cualquier caso, ¿no cree que sería una buena idea confiar en mí?
– ¿Confiar en un periodista?
Casi dejó escapar una carcajada.
– Mucha gente lo hace. Los periodistas pueden ser muy útiles a veces. Piense en su caso. Todavía no sé por qué cree usted que ha de esconderse, pero ahora comprenderá que no puede estar oculta toda la vida. Yo la he encontrado. Otros la encontrarán también; es decir, mientras tengan un incentivo para hacerlo. Al contarme a mí lo que ha pasado, hace desaparecer usted ese incentivo. Una vez que las preguntas hayan sido contestadas, deja de ser usted noticia.
Ella me miró fijamente.
– Me da la impresión que eso lo ha dicho muchas veces.
– Otros lo han dicho muchas veces, yo no. Ésa es la verdad. Y además, es cierto. Fundamentalmente cierto.
Ella guardó silencio; pensaba; e intentaba decidirse. Pero fui yo quien se decidió antes.
Cogí la llave del encendido y abrí la guantera.
– Muy bien -le dije-. Aquí están las fotografías. Será mejor que se lleve los dos carretes. Uno tiene unas cuantas instantáneas de la casa.
Ella me echó un rápido vistazo, luego cogió los carretes y se los metió en el bolsillo del impermeable, pero seguía desconfiando.
– ¿Cómo puedo estar segura de que estas son realmente las fotos?
– No puede estar segura hasta que las revele, pero de todos modos son las fotos. Y hay algo más -alargué el brazo y le mostré el micrófono que tenía en la muñeca-. Esto es un micrófono y en mi bolsillo hay un magnetófono. Me gustaría grabar lo que usted diga, pero si usted no quiere que lo haga, no lo haré. No pretendo hacer trampas con usted. En realidad, me gustaría ayudarla si pudiera. Pero hasta que no me diga de qué se trata, no puedo. Bien, antes dijo que no quería pararse aquí durante mucho tiempo, ¿a dónde vamos ahora?
Ella titubeó, luego cerró con llave la guantera y encendió de nuevo el motor.
– A una casa.
Estaba a un cuarto de milla de la carretera donde nos habíamos parado. Se desvió hacia una estrecha abertura que había entre dos paredes de piedra medio desmoronadas y luego nos encontramos en una rampa llena de guijarros que conducía a un garaje. Las puertas del garaje estaban cerradas con un candado. Lucía se detuvo frente a ellas y sacó una linterna del bolsillo antes de apagar las luces del coche.
– Sería mejor que usted viniera detrás de mí -me dijo.
Al bajar del coche, pude ver la casa debajo de nosotros, un pequeño edificio en forma de L con el techo de teja. Un tramo de escaleras de ladrillo bajaba del garaje a un patio pavimentado y medio cerrado por los dos brazos de la L. El lado abierto miraba al mar por encima de las luces de Beaulieu y St. Jean-Cap Ferrat.
Lucía atravesó el patio y se dirigió a la puerta de la entrada. Sus movimientos querían dar a entender que el lugar le era familiar, pero noté que la llave que usó para abrir la puerta no era la única que había en el bolso y que la eligió fijándose en una etiqueta que tenía atada con una cuerdecita. Una vez que abrió la puerta, tuvo que utilizar la linterna para encontrar el interruptor de la luz.
Dentro había una sala de estar con una chimenea en un rincón y una mesa de comedor en el otro. Las paredes eran blancas, en las ventanas habían cortinas de arpillera brillantemente coloreadas, y cómodas sillas cubiertas del mismo género. En verano debía ser una estancia fresca y alegre, pero ahora resultaba fría y olía a desocupada.
Lucía encendió una estufa eléctrica de una sola resistencia y se dirigió a un aparador que había junto a la mesa de comedor. Sacó una botella de coñac, y dos copas y un sacacorchos y los puso sobre una mesa que había cerca de la estufa.
– Abra la botella, por favor -dijo.
Mientras yo la obedecía, ella se sacó el impermeable, el pañuelo de la cabeza y luego la peluca. Tenía puestos unos pantalones flojos y un jersey negro de lana. Se pasó las manos por el pelo alisándoselo, luego cogió la botella y sirvió dos copas.
– Puedo permanecer aquí media hora -dijo rápidamente-, luego tengo que irme.
Cogió una copa de coñac y se sentó en el extremo del sofá que estaba más alejado de la lámpara.
Yo cogí la fotocopia del artículo de Partout que tenía en el bolsillo y se la mostré.
– ¿Ha leído usted esto? -le pregunté.
– Sí.
– ¿Qué le pareció?