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– Sí.

– ¿No será que está viendo peligros imaginarios? ¿No exagera usted al hablar de las consecuencias para los amigos del coronel Arbil si la policía se hace cargo del asunto?

– La muerte de Ahmed no fue imaginaria. Tengo que hacer lo que considero mejor.

– Pero todo esto no tiene sentido, ¿no cree? A menos, claro, que haya otras cosas que no me ha dicho.

– Le he dicho todo lo que puedo, Monsieur.

– Entonces, ¿qué piensa hacer ahora? ¿Seguir escondida durante el resto de su vida?

– Tengo otros planes.

– ¿Qué planes?

– Si se los contara a usted, ya no me valdrían para nada. Ahora he de irme.

– Otra cosa. ¿Cómo puedo entrar en contacto con usted de nuevo?

– No hay razón para ello.

– ¿Esos planes de usted incluyen la posibilidad de trasladarse del sitio donde está ahora?

– Tal vez.

– ¿Adela seguirá sabiendo dónde encontrarla?

– Sí. Termine la copa, por favor. Tengo que irme.

– Muy bien.

Hasta aquí llegaba la cinta.

4

Se limpió las gafas y se las puso, y limpió el cenicero que yo había utilizado antes de marcharnos. Traté de quitarle más sobre sus planes, pero no pude.

Volvimos a la Corniche, conduciendo ella como antes. A medio kilómetro poco más o menos del Relais Fleuri, se desvió hacia la cuneta y se detuvo. Su mano derecha se quedó en la llave del encendido mientras se volvía hacia mí.

– Me gustaría que llegara al Relais Fleuri a pie desde aquí, por favor.

– ¿Y qué va a ser de este coche? No es mío, sabe.

– Se lo dejaré en el Relais. Tengo el mío aparcado allí. Preferiría que no me cogiese la matrícula ni tratase de seguirme.

– Ah, comprendo.

Abrí la puerta y bajé del coche.

– Si se le ocurre añadir algo a lo que me dijo esta noche y quiere ponerse en contacto conmigo, Adela sabe cómo encontrarme. Au revoir, Madame, y gracias.

– Adiós, Monsieur.

Cerré la puerta y ella arrancó. Diez minutos más tarde llegué al Relais. Estaba todo a oscuras. Mi coche estaba allí aparcado. Regresé a Niza. Pensé en la posibilidad de pararme en alguna parte y llamar a Sy, pero luego cambié de idea. Tendría que ponerle la cinta por teléfono y esto es difícil hacerlo en una cabina. Además, las carreteras estaban desiertas y secas. A Sy no le importaría esperar otra media hora.

Llegué a Mougins un poco después de la media noche. El conserje nocturno me puso la llamada al cabo de una espera de diez minutos. Sy ya estaba al aparato cuando yo cogí el teléfono de mi habitación.

– ¿La viste?

– Sí.

– ¡Fabuloso! ¿Dónde?

– En una casa desocupada cerca de Niza.

Le conté los mecanismos del encuentro y luego continué:

– Tengo una cinta. ¿Quieres escucharla?

– Espera un momento para que conecte el magnetófono. Muy bien, adelante.

– La primera parte es en mi coche. Luego estuvimos en la casa.

– Perfecto.

Pasé la cinta con el altavoz miniatura pegado al teléfono. Al terminar, lo apagué y le dije:

– Esto es todo.

Sy tardó un momento en contestarme; le oía discutir con alguien en la oficina, probablemente con Ed Charles, el encargado de hacer la transcripción escrita. No comprendía lo que decían. Luego, Sy volvió al aparato.

– ¿Piet?

– ¿Qué?

– ¿Qué valor le concedes a esto? ¿Es imparcial? ¿Qué impresión te ha dado?

– Creo que su relato de lo que ocurrió en la casa en el momento del asesinato de Arbil resulta verdadero.

– Eso creemos nosotros también. ¿Qué más?

– Como habrás podido deducir por las preguntas que yo hago, lo demás lo encuentro poco convincente.

– Puede que ella se lo crea. Una impresión prolongada y todo eso. Las chicas neuróticas ven asesinos debajo de la cama.

– Creo que ésa es la impresión que intentó dar.

– Puede ser. Muy bien, analizaremos todo esto una vez transcrito. ¿Y cómo hacemos con los detalles de ambiente? Supongo que la Adela mencionada en la cinta es la intermediaria. ¿Cómo entró en contacto con ella nuestro hombre de Mougins? Tienes que contarme todo eso.

– No tengo pensado hacerlo. Ya te lo dije, hice un trato.

– Bien, ahora olvídalo. Venga. Lo grabaremos.

– Lo siento.

Su tono se hizo más agudo.

– Oye, Piet, piensa un poco con la cabeza. Has llevado a cabo una dura tarea, has hecho un gran trabajo. Ahora tenemos que presentarlo con todo su valor. Venga.

Hubo una pausa. Luego Sy continuó:

– Dos cosas, Piet. Primero, no tienes autoridad para hacer ningún trato sin consultar conmigo antes. Segundo, has conseguido estas declaraciones porque te han dado una pista tremendamente buena. Si crees que el jefe va a dejar pasar esta ocasión sin un relato detallado de cómo hemos ganado a Paris Match en su propio terreno, estás loco.

Yo pensaba con toda la rapidez posible.

– Me dijiste que me asegurase la posibilidad de poder entrar en contacto con la chica de nuevo -le repliqué-. Si no mantengo la palabra dada a la intermediaria, no habrá más contactos.

Sy dejó escapar una breve carcajada.

– Pero piensa un poco, muchacho. La intermediaria no sabrá nada hasta que lea el semanario. Esto nos da cuatro días para mantener ulteriores contactos y completar el asunto. Después de esto, el caso será del conocimiento de todo el mundo y nos importa un rábano si ella piensa que eres un hijoputa o no, porque ya no la necesitaremos más. Ahora deja de cabalgar y desembucha.

– Me pensaré lo que acabas de decir.

Después de esto hubo una larga pausa. Sy había puesto la mano sobre el micrófono del teléfono y yo no podía oír lo que decía. Pero me lo imaginaba. Cuando habló de nuevo, su tono era cuidadosamente cordial.

– Muy bien, Piet, piénsatelo. Aún disponemos de unas cuantas horas y podemos avisar a Nueva York de que estamos haciendo el artículo. Mientras tanto, apostaría a que te iría bien un sueñecito, ¿eh?

– Sí.

– Bien, te diré lo que vamos a hacer. Necesitaremos mucho material para completar esto, así que creo que debemos poner manos a la obra y ayudarte. Me voy a dar una vuelta por ahí abajo en uno de los vuelos de la prensa que salgan de Orly. Tú duerme dos o tres horas y vete a esperarme al aeropuerto de Niza a eso de las siete. ¿De acuerdo?

– Bien.

– Oh, y consígueme una habitación en tu hotel, ¿quieres? No, espera. Dos habitaciones. Probablemente haré venir a Bob Parsons de Roma también. Llegará casi tan pronto como yo. Mientras tanto, puedes ir haciéndote a la idea de esa bonificación extra que vas a percibir. ¿Correcto?

– Oh, sí, naturalmente.

– Te veré a las siete.

Y colgó.

En una cosa tenía razón: yo estaba cansado. Sin embargo, no tenía intención de irme a dormir.

Hice las maletas y bajé a buscar al conserje de noche.

– Lo siento -le dije-, pero tengo que salir para París inmediatamente dentro de una hora. Entérese de lo que cuesta esta llamada telefónica e inclúyala en la cuenta. Ahora voy a volver a salir, estaré de vuelta dentro de media hora. Quisiera tener la cuenta lista cuando regrese.

El conserje protestó diciendo que la única persona que podía hacerme la cuenta ya estaba en cama. Sin embargo, un billete de veinticinco francos le persuadió de que era un asunto de extrema urgencia que requería medidas de emergencia. Le dejé accionando una clavija en la centralita telefónica y me fui a La Sourisette.

Me hubiera gustado telefonear antes, pero tuve miedo de que el conserje se acordara del número.

La casa estaba a oscuras, sólo estaban encendidos los dos focos de la entrada. Sin embargo, el perro había oído el coche y empezó a ladrar antes de que yo tocase el timbre. Al cabo de un rato apareció la criada, que abrió la puerta pero sólo el espacio que daba la cadena.