Entré y la puerta se cerró detrás de mí.
– ¿Le vio alguien en la calle frente a la casa?
– No lo creo. ¿Qué importa que me hayan visto? Los vecinos deben saber que aquí vive alguien.
– Creen que soy una suiza de lengua alemana y que me estoy recobrando de un accidente como consecuencia del cual he tenido que hacerme la cirugía plástica en la cara. Se supone que no deseo ver a nadie. Un hombre entrando en la casa puede despertar su curiosidad.
Se puso en camino hacia la parte trasera de la casa.
– ¿Y la gente de las tiendas? -pregunté yo.
– Oh, hay una mujer que viene a limpiar. Está enferma de cataratas y no puede ver mucho. Es ella la que me hace la compra diaria. Le prometí pagarle la operación cuando los médicos digan que ha llegado la hora de operar.
– Es usted muy generosa.
Lucía se encogió de hombros.
– Fue idea de Adela. Creyó que esto ayudaría a la mujer a creer lo que se le decía.
Se volvió hacia mí y me dijo:
– Ahora cuénteme lo que ha pasado.
Me llevó a una habitación cuya existencia no era de esperar dada la apariencia de la fachada del edificio. En principio, debió haber sido una terraza. Ahora se hallaba cerrada por gruesas paredes con ventanas de alféizar abovedado. En un rincón, le habían puesto una soberbia chimenea de piedra. En una de las paredes había un nicho con una Virgen y el Niño de tamaño casi natural. Otra sección de pared había sido revestida con cerámica española componiendo un gran cuadro, de colores vivos, que representaba el martirio de San Sebastián. Un crucifijo, también de cerámica, adornaba la pared que estaba en frente de la chimenea. Los muebles eran modernos sin ser extravagantes. En la chimenea ardía un gran fuego. El efecto total era desconcertante y deprimente; parecía como si uno hubiese entrado por equivocación en una capilla privada.
Lucía, con unos pantalones verdes y una chaqueta de ante, se había acostumbrado al decorado evidentemente. Sus labios se pusieron rígidos al ver que yo echaba un vistazo en derredor.
– Sí, sí, todo es muy extraño. Adela aún no ha podido hacer los cambios deseados. Y ahora, por favor, quisiera saber lo que ha pasado.
Le conté lo de Skurleti.
Ella me escuchó con intención, luego me mandó que le describiera su aspecto físico con detalle.
Yo se lo dije.
– ¿Tiene usted su tarjeta?
– Sí.
Se la entregué.
Lucía la examinó, por delante y por detrás.
– ¿Y sólo estaba interesado en Patrick?
– ¿En Phillip Sanger quiere usted decir? Sí.
– No mencionó ningún otro nombre.
– No, pero tampoco yo lo hice cuando trataba de encontrarla a usted. Puede ser una coincidencia, supongo, pero no acabo de creerlo. ¿Usted sí?
– No -miró la tarjeta de nuevo-. Pueden ser los italianos -dijo pensativa.
– ¿Qué italianos?
No hizo caso de mi pregunta y súbitamente reasumió su actitud inquisitorial.
– ¿Y qué hacía usted en el Ayuntamiento? -me preguntó con intención.
– Buscaba esta dirección, en primer lugar. Y buscaba además otras direcciones de casas de Sanger.
– ¿Porqué?
– Adela Sanger me dijo que tal vez usted se trasladara a otra casa. Quería tener la posibilidad de encontrarla rápidamente si lo hacía.
– Ya le dije que se lo haría saber si me trasladaba -dijo como defendiéndose-. Además, ya le concedí la entrevista que deseaba.
– Me concedió una entrevista, sí. ¿Pero no esperará que yo me haya creído todo lo que me dijo?
Se me quedó mirando por un momento, luego se sonrió.
– Muchas gracias por la cortesía.
– Oh, estoy seguro de que tiene usted excelentes razones para cuidar mucho lo que dice.
Volvió a sonreírse. Su cara era deliciosa cuando lo hacía.
– Sí -dijo-; sobre todo a usted.
Una expresión burlona apareció en sus ojos, burlona y calculadora; luego dejó escapar una risita burlona.
– Incluso Patrick se lo creyó, sabe.
– ¿Se creyó, qué?
– El cuento de que por guardar la promesa hecha a Adela había mandado usted al diablo a su revista.
– No los he mandado al diablo. Me he apartado de ellos simplemente.
– Es lo mismo. Ha sido un gesto noble por su parte -apartó los ojos hacia la Virgen y puso la mano sobre el corazón-. El periodista fiel.
– Sospecho que usted no cree en esos gestos.
Yo traté de no dar muestras de mi irritación.
– Sí, claro, por supuesto.
Ahora su sonrisa era insolente.
– Pues resulta que es la verdad. ¿Para qué iba a inventar un cuento así?
Lucía fingió tomarse en serio la pregunta.
– Bien, veamos. Adela me contó algunas cosas sobre usted. Me dijo que era usted un tipo rubio y elegante, y muy inteligente, pero también serio y un poco triste porque le habían ocurrido cosas, algunas cosas malas. Lo que no me dijo es que fuera usted imbécil.
– Ha sido una gran amabilidad por parte de ella.
– Y sobre todo no me dijo que fuera usted un imbécil sentimental.
– Lo cual, por supuesto, podría ser cierto.
Lucía continuó hablando como si yo no hubiera dicho nada, subrayando los puntos como si estuviese contando por los dedos.
– Un hombre sincero -me dijo- e íntegro. Cuando Patrick le ofreció una gran suma de dinero para protegerse, usted la rehusó. Entonces no quiso traicionar a su periódico. ¡Es curioso!
– Es diferente.
– Naturalmente. Aquello fue de día y usted sólo traiciona su revista por la noche.
La sonrisa desapareció de sus labios y su mirada se hizo más dura.
– Usted vino aquí a buscar material para un artículo y estaba decidido a conseguirlo. Incluso dijo a Patrick el plazo que tenía para ello: antes de las once de la noche del viernes, hora de Nueva York. Hoy es viernes. Aún le quedan unas doce horas, ¿no es eso?
Estúpidamente, le dije:
– Oh, no había pensado en eso.
Mi respuesta debió haberle parecido torpe y deshonesta al mismo tiempo. Se rió enfadada.
– Yo no soy imbécil, Monsieur.
– Nunca he pensado que lo fuera. Lo siento, pero, aunque parezca muy estúpido, no preví que sería muy lógico y razonable que usted desconfiara de mí. Usted cree que yo fingí ayudar a los Sanger simplemente para ganarme su confianza y conseguir que me contara más cosas pensando en el semanario. ¿Estoy en lo cierto?
– ¿Qué otra cosa puedo pensar?
– Phillip Sanger me hizo la misma pregunta, aunque de un modo diferente.
– ¿Y qué le respondió usted?
– No le respondí nada, porque él mismo lo hizo.
Lucía me seguía mirando cautamente, pero yo había despertado su curiosidad.
– ¿Y bien?
– ¿Le importa que me siente?
Me señaló una silla, pero ella no se sentó; pensaba mejor estando de pie; esto ya lo había notado yo en la primera entrevista.
– ¿Y bien? -repitió.
– Sanger no creía que yo estuviera haciendo una comedia -le dije-. Quería saber qué es lo que me ocurría. "¿Qué le pasa, Maas?" me preguntó. "¿Sigue teniendo deseos de autodestrucción, o es un nuevo tipo de angustia?" ¿Sabe usted por qué se refería a la autodestrucción?
– No.
– Una de esas cosas malas que Adela le mencionó fue que una vez intenté suicidarme tomando un montón de pastillas para dormir.
Ahora tenía todo su interés. Se acercó y bajó los ojos hacia mí.
– ¿Quiere decir que falló, o fue un accidente? -preguntó.
Esto me dijo mucho sobre ella. La mayoría de la gente sólo desean saber por qué. "¿Por qué la vida es tan intolerable que quiere deshacerse de ella?" Algunos, los que han leído los libros de texto, hacen agudas preguntas sobre el autodesprecio. Hay pocos que conozcan personalmente el nadir de la desolación. Éstos son los que no necesitan hacer preguntas abriendo desmesuradamente los ojos; sólo hacen la pregunta esenciaclass="underline" "¿Lo intentó realmente?"