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– ¿Tiene la lista?

– Sí.

Sacó un sobre del bolsillo y me lo puso delante sobre la mesa.

– Mil quinientos francos -dijo.

– Dos mil quinientos fue el precio acordado -repuse yo.

– Por la lista completa, una vez terminada la investigación y si lo hace rápidamente.

– No puede estar completa hasta el lunes por la tarde.

– ¿Por qué no mañana?

– La oficina del registro cierra los sábados y domingos. ¿No leyó usted el cartelito?

Una mueca de contrariedad atravesó su rostro.

– Bueno, bueno, está bien. Y ahora déme la lista, por favor.

Yo conté los billetes del sobre descuidadamente y luego le di la lista. Constaba de quince direcciones, entre ellas las de Séte.

Al llegar aquí, Skurleti arrugó el entrecejo y levantó la vista hacia mí.

– ¿Séte?

– En el Departamento de Hérault, al otro lado de Marsella. Le hubiera costado mucho tiempo encontrar esas -le dije en tono de complacencia.

– ¿Y qué me dice de los otros Departamentos a lo largo de la costa: Bouches du Rhône, Var?

– Ya los he mirado. Nada.

Yo comprendía su desaliento ante la perspectiva de perder un día visitando Séte. Comprobar todas las casas de la lista le costaría como mínimo tres días. Pensé que era un buen momento para mostrarme servicial.

– Como puede ver -le dije-, he puesto una marca junto a esta casa de Mougins, La Sourisette. Es la casa de Sanger.

– Todas son casas de Sanger, supongo.

– Quiero decir que es la casa donde él vive cuando está en Francia.

– ¿De verdad?

Sus labios se separaron para dar paso a una exhibición de dientes.

– Pero me enteré que no está aquí en este momento. Hay una criada que me dijo que estaba fuera. No sabe cuándo volverán los señores.

– ¿Los señores?

– El señor y la señora Sanger.

– ¡Ah! -otra exhibición de dientes-. ¿Hay una señora Sanger?

– Naturalmente. Está casado.

– ¿Ha visto usted a la señora Sanger?

– No. Pero en el informe del crédito figura el dato de que está casado.

Skurleti golpeó la mesa pensativo con la lista.

– Dígame una cosa -dijo-. ¿Cómo sabe usted que los Sanger están fuera? ¿También usted ha intentado entrar en contacto con él?

– ¿Con él? ¿Para qué? -me sonreí tontamente-. Era la criada la que me interesaba. A veces los criados saben más de qué va la cosa que los datos formales que figuran en el informe. ¿Bebe mucho, juega, tiene amante? Los criados lo saben.

Su mirada se hizo más viva.

– ¿Y qué averiguó en este caso?

Yo titubeé.

– ¿Sobre él? No mucho. Está continuamente fuera, en viajes de negocios. Se preocupa mucho por su salud. No se divierte mucho cuando está en casa, y cuando lo hace es sólo con parejas de la localidad. Juega al bridge. Un tipo serio. Por otra parte…

Titubeé de nuevo y luego me encogí de hombros.

– ¿Por otra parte?

Se sonrió para animarme.

– Simples habladurías. No le interesan.

– Todo me interesa, Monsieur Mathis. Soy como una esponja. Lo absorbo todo.

Sus dientes estaban en plena exhibición ahora.

– Oh, bueno… Fue de la mujer de quien supe más cosas.

– ¿Sabe usted que es ella la que corre con el alquiler de las casas, no es el marido?

– No, no lo sabía. Eso es muy interesante. ¿Qué más?

– Parece que en una de las casas tiene una amistad, una amistad especial de la que su marido no está enterado.

Skurleti pareció desilusionado y dio un resoplido despectivo.

– Es natural -dijo-. Si el marido no está nunca en casa, tenía que haber algo: un joven musculoso de la playa, un gigoló de uno de los grandes hoteles. Era de esperar.

Yo negué con la cabeza y le miré de soslayo con ademán convincente, creo.

– No, es algo diferente. No es un joven. La criada les oyó hablar por teléfono. ¡Es otra mujer!

Skurleti se quedó súbitamente quieto, casi rígido. Fue un momento difícil. No apartó los ojos de los míos. Tuve que dejar que mi sonrisa expectante se fuese deteriorando hasta convertirse en la expresión avergonzada de alguien que comprende que su chiste no ha hecho ninguna gracia.

Al fin, Skurleti asintió con la cabeza y dijo:

– ¿Sí?

– Eso es lo que me dijo la criada.

Yo vacié de un trago mi copa.

Skurleti me seguía observando cuidadosamente.

– ¿Cómo se enteró la criada de que era una mujer? ¿Cómo sabe que no se trata de un hombre?

– Por el nombre: Lucille, Lucy o algo así era.

– ¿Lucía, quizás? -preguntó bajando la voz.

– Quizás. De todos modos, era una mujer.

Hubo otro silencio embarazador.

– ¿Y el marido, Sanger, no lo sabe? -preguntó al fin.

– ¿Es que los maridos suelen enterarse en esos casos?

Me eché a reír tontamente e hice un gran revuelo llamando al camarero para que nos trajera otras copas. Aunque había preparado el cebo con cierto cuidado, todo lo que había esperado era un mordisco cauto, posiblemente sugerente. Lo que no me esperaba era que él se tragase anzuelo, plomo y sedal. Resultaba enervante.

Afortunadamente, había dejado de mirarme fijamente. Su cara había adquirido una curiosa expresión demacrada; su mirada estaba fija en el aire, pensando. Tenía en la mano su copa vacía y no se dio cuenta de que el camarero estaba esperando para llevársela. Al fin dejó que el camarero la cogiese y miró de nuevo la lista de las direcciones.

– ¿Dónde vive usted, Monsieur Mathis? -preguntó de pronto.

– Aquí en Niza.

Y le di el nombre del hotel.

– ¿Es su residencia permanente?

– Ah, no. Mi residencia es en Lyon, aunque sólo voy los fines de semana. En mi profesión necesito viajar mucho.

– Comprendo. ¿Está usted casado?

– Sí. Dos pequeños, niño y niña.

– Es una pena.

– ¿Qué?

Nueva exhibición de dientes, esta vez con encías incluidas.

– Esperaba poder persuadirle para que renunciara a unas cuantas horas de vida familiar durante este fin de semana -dijo afablemente-. A cambio de una cierta cantidad de dinero, se entiende.

Yo puse cara de circunstancias.

– Bueno, no sé. Mi mujer me espera esta noche.

– ¿Hace el trayecto en coche?

– No, cojo el tren azul. Es más rápido y puedo descabezar un sueño si quiero.

– El tren azul tiene parada en Marsella, ¿verdad?

– Sí. ¿Por qué?

– Y Séte esté cerca de Marsella.

– No mucho. Está a casi doscientos kilómetros.

– De todos modos, podría estar allí esta noche si quisiera.

– Supongo que sí.

– Y después de estar unas cuantas horas en Séte, ¿podría estar en su casa de nuevo mañana por la noche?

– Bueno, evidentemente sí -dije con expresión titubeante.

– ¿Lo haría usted por quinientos francos quizás?

– ¿Qué quiere que haga? ¿Que mire a ver si Sanger está en alguna de esas casas?

– No exactamente. Me interesa Sanger, por supuesto, ya se lo dije. Pero lo que yo quiero saber ahora es quién vive en cada una de sus casas. Número de personas, si son hombres o mujeres, edad, nombre.

– Averiguar eso lleva más de unas pocas horas.

– ¿A un hombre con su experiencia? Seguro que no. Los dueños de los cafés y los empleados de los garajes siempre saben esas cosas.

Parecía que fuese Sy el que hablaba. Continué mostrándome reacio.

– Habrá gastos -dije-: hotel, comidas, taxis, billetes suplementarios de tren.

– Cien francos extra para gastos. Puede coger el tren azul mañana por la noche en Marsella. Desde allí puede telefonearme a mi hotel con la información. Yo le estaré esperando. ¿De acuerdo?