Me di por vencido.
– Oh, bien, de acuerdo -miré el reloj-. Tendré que telefonear a mi mujer. A ella no le hará ninguna gracia. Se pensará que me quedo aquí con otra.
– No cuando le cuente lo de los quinientos francos.
– Si se lo cuento, se querrá comprar un vestido nuevo.
Y así terminó la negociación, con esta nota agradable, familiar. Me anotó el nombre de su hotel y el número de teléfono en otra de sus tarjetas, y me la entregó.
Al ponerme de pie, sin embargo, me cogió por un brazo para detenerme.
– Otra cosa.
– ¿Sí?
Sus ojos se detuvieron fijamente en los míos por un momento antes de continuar:
– Ya le dije que se trata de un asunto muy urgente y muy importante. Estoy seguro, por lo tanto, que procurará esmerarse. Nada de descuidos ni chapuzas.
– Por supuesto.
Intenté poner cara de indignación ante la sugerencia.
– Ni indiscreciones tampoco, espero. Sus pesquisas no pueden poner alerta a los interesados.
– No solemos poner alerta a las personas cuyos créditos estamos investigando -dije ofendido.
– Bien, bien. No quería molestarle. Espero su llamada mañana por la noche, pues.
– De acuerdo.
Regresé al hotel preguntándome si debía llamar a Lucía y decirle lo que había pasado. Finalmente decidí no hacerlo. Quería estar en una posición ventajosa para negociar con ella cuando la viera al día siguiente. Si ella quería que yo diera satisfacción a su curiosidad sobre Skurleti, primero tendría ella que satisfacer la mía respecto a sí misma.
Por otra parte, tendría que ausentarme del hotel durante cuarenta y ocho horas. Aunque Skurleti pareció creerse totalmente mis palabras, evidentemente no era tonto. Desde su punto de vista, aquel había sido un día excepcionalmente bueno. Ahora que tenía tiempo para meditar en lo que había pasado, quizá podría empezar a preguntarse si no sería demasiado bueno para ser enteramente cierto. Podía empezar a hacer comprobaciones acerca de mí. Me había avisado que procurase esmerarme. Sería una buena idea, pensé, si tomaba en serio su consejo.
Busqué el hotel en la lista de Michelín y telefoneé a Lucía.
Esta reconoció mi voz en seguida.
– ¿Le ha visto? -preguntó inmediatamente.
– Sí.
– ¿Y?
– Mañana le contaré. La llamaba para decirle simplemente que me traslado de hotel.
– ¿Porqué?
– Se lo contaré mañana también.
– ¿Algún problema?
– No. Una simple precaución. ¿Tiene el número siguiente?
– Sí. ¿Le ha…?
– Ahora tengo que irme. La veré mañana.
Hice las maletas y bajé a recepción. Mientras pagaba la cuenta expliqué que me iba a Lyon a ver a mi familia y que regresaría el lunes por la noche. Les dije que se lo comunicasen a todo el que preguntase por mí, y pregunté si podría tener la misma habitación cuando regresase. Me contestaron que no había ningún inconveniente. Abandoné el hotel, dejé el coche en un parking cercano y me fui a pie, con las maletas en la mano, hasta la estación. Tenía que esperar una hora aproximadamente hasta que llegara mi tren. Dejé las maletas en consigna, saqué un billete de ida y vuelta para Cannes y me fui a comer algo.
Estaba reclamando las maletas en consigna cuando vi a Skurleti. Estaba de pie junto al kiosco de los periódicos, observando el andén por donde iba a entrar el tren azul. No hacía ningún esfuerzo para ocultarse. Miraba en derredor como si estuviese esperando a un amigo.
Supongo que debía haberme complacido el hecho de haber previsto la posibilidad de que me controlase y el haber tomado las precauciones adecuadas para ello. Pero en realidad no fue así. Al contrario, una desagradable sensación invadió mi estómago y empecé a dudar de si las precauciones eran realmente adecuadas. Estaba en mi bolsillo el condenado billete de ida y vuelta a Cannes, por ejemplo. ¿Y si Skurleti le echaba un vistazo por casualidad? ¿Y si me pedía el número de teléfono de mi casa de Lyon? ¿Qué iba a hacer yo entonces? ¿Darle el primer número que se me ocurriese y esperar lo mejor, o darme simplemente media vuelta y echar a correr? De pronto me sentí espantosamente incompetente y un cierto temblor invadió mis rodillas. Estaba a punto de cometer el fatal error para mi personalidad de decir a un mozo que me llevara las maletas cuando Skurleti me vio.
Se me acercó inmediatamente.
– Ah, me estaba temiendo que fuese a perder el tren -me dijo casi en un susurro-. Se espera dentro de un momento.
– Lo sé.
– Quería decirle una última cosa y en su hotel me dijeron que se había ido.
Control a toda prueba.
– Me fui a cenar. Los precios que cargan en el tren…
– Lo comprendo. Era por si yo no estaba en el hotel en el preciso momento en que usted telefonee desde Marsella mañana. He llegado a un acuerdo con la telefonista del hotel, una mujer encantadora, para que coja con todo cuidado un largo mensaje que usted le dictará lentamente.
Los dientes centellearon bajo los focos de la estación.
– Sí, por supuesto.
Mi estómago empezó a ponerse normal de nuevo. Si esta era la mejor excusa que podía tener para explicar su presencia en la estación, yo le había supervalorado.
– Que se divierta -me dijo.
Estaba entrando el tren en aquel preciso momento.
– Siempre lo intento.
– Es hermoso ser joven. Mañana hablaremos.
– Por la noche.
Eché a correr con pasos cortos y rápidos a lo largo del andén, buscando ostensiblemente la parte del tren con destino a "Marsella únicamente".
Skurleti no esperó a que el tren arrancase, por lo menos en el andén; pero yo debía suponer que podía estar esperando fuera, así que continué con mi plan original. Cuando el tren se detuvo en Cannes, me apeé y cogí el primer tranvía que iba a Niza.
El hotel en el que iba a estar aquellos dos días se hallaba cerca del puerto y daba la impresión de estar destinado especialmente a los transeúntes que utilizan los paquebots de Córcega. El portero nocturno era un tipo puntilloso, de labios delgados y ojos suspicaces. Me hizo sacar mi carnet de identidad y así tuve que firmar la ficha de policía con mi propio nombre. No me hizo ninguna gracia, pero no me quedó otro remedio. Hubiera sido muy capaz de llamar a la policía e informar del incidente si, en aquel momento, yo hubiera decidido cambiar de opinión y no quedarme allí.
Eran entonces las diez y media de la noche, cuatro y media de la tarde en Nueva York. A Sy y a Parsons les quedaban todavía seis horas y media antes de que se les acabase el plazo. Me pregunté qué estarían haciendo en aquel momento. Uno de ellos, probablemente Bob Parsons, seguiría intentando encontrarme y buscando pistas. El corresponsal de Marsella le estaría ayudando. En aquel momento, Sy tendría línea permanente con la oficina de París. Me preguntaba si ya habría contado a Nueva York lo de mi defección, o si, confiando en la suerte, sólo había informado que había perdido el contacto conmigo. Lo más probable, pensé, era que les hubiera contado la verdad. Al fin y al cabo, había sido Mr. Cust quien me había elegido para la misión, no él; a Sy nadie podía echarle la culpa. Si se nombra a un amateur psicópata para una misión que requiere un profesional con experiencia, le podría decir, es de esperar que ocurran algunas sorpresas. En cualquier caso, tenían lo esencial del caso, la parte realmente interesante; y tenían la cinta para demostrarlo. Podría ser un pequeño inconveniente que yo no hubiera aparecido, o que no me hubieran localizado, en el momento en que el caso estallase, pero ya sabrían cómo enfrentarse a la situación cuando se presentase, si es que se presentaba. Habían dado el golpe en la competición y cuanto más ruido, mejor.
Pero no para mí.
Hay casos en que un periódico o un semanario pueden negarse a revelar sus fuentes de información alegando los privilegios de la prensa; pero este no era uno de esos casos. En esta ocasión, el World Reporter estaría dispuesto y gustoso a colaborar con otros medios de información y con las autoridades. Tendrían que hacerlo así, no sólo con objeto de refutar la inevitable sugerencia de que el artículo era un bulo, sino también para explicar por qué no podían presentar al hombre que había entrevistado a Lucía Bernardi para que la policía pudiese interrogarlo.