Sería interesante saber cómo solucionaba Sy ese problema. Muy bien podía alegar que yo era un inestable psíquico, sin desacreditar por ello ni el artículo ni el semanario. Probablemente, pensé, asumiría una actitud de franqueza noble e inocente y diría que no sabía realmente lo que había ocurrido; que esperaba encontrarme en el aeropuerto de Niza y que yo no había aparecido. Seguro que no mencionaría la nota que yo le había dejado. Diría que al descubrir que yo había abandonado Mougins apresuradamente, naturalmente supuso que había habido algún acontecimiento inesperado en el caso y que yo estaba siguiendo la pista. Ahora estaba seriamente preocupado por mí y agradecía cualquier ayuda que la policía o la prensa pudieran prestarle para encontrarme. En los archivos de la oficina había una fotografía mía para uso de las tarjetas de prensa. Les serviría. Estaba bastante bien. En Niza había mucha gente que me reconocería inmediatamente.
La edición europea del World Reporter se imprime en Francfort y se distribuye, en general, por avión. Era más que posible que algún periodista de agencia tuviese acceso a las declaraciones antes de que el semanario estuviese en la calle; posiblemente el lunes por la noche, cuando los cargadores aéreos empezasen a efectuar la distribución. En este caso, los periódicos matutinos franceses traerían el esqueleto desnudo de las declaraciones en algunas de sus ediciones, y los periódicos de la tarde tendrían tiempo para publicar amplios reportajes. El lunes por la tarde, como máximo, yo sería noticia.
Como había dicho Lucía, ahora los dos éramos fugitivos. El lunes tendría que buscarme un escondrijo tan bueno como el de ella.
Y sólo se me ocurría uno.
Capítulo 5
1
Faltaba muy poco para las diez y yo me estaba tomando mi segundo café.
Había decidido quedarme en mi habitación durante casi toda la mañana y después ir a coger el coche y comprarme un sombrero. Estaba seguro que Skurleti estaría fuera trabajando en su lista de casas; y, como yo le había dado dos direcciones en Cagnes, había una posibilidad de que su visita a dicho lugar coincidiese con mi cita con Lucía. Si por casualidad me veía pasar conduciendo, un sombrero haría que fuera más difícil de reconocerme. También podía ponerme gafas de sol, pero lo haría únicamente si, sabia decisión por mi parte, despejaba la niebla matutina y salía el sol.
Lo último que había llevado en la cabeza había sido una gorra de escolar en Inglaterra. Me preguntaba vagamente qué tipo de sombrero me compraría (fieltro o paja, bueno o barato, de color claro u oscuro) cuando sonó el teléfono.
El sonido del aparato me hizo dar un salto. La única persona que sabía que yo estaba allí era Lucía y no esperaba su llamada. Es más, Lucía ni siquiera sabía que había tenido que inscribirme con mi propio nombre. Ella hubiera preguntado por Pierre Mathis y luego comprobaría que…
Eché mano del aparato y dije:
– ¿Diga?
– ¿Monsieur Maas? -era el telefonista del hotel-. Hay una llamada para… -se interrumpió bruscamente-. Lo siento -dijo en tono de disculpa-, la persona que llamaba no esperó.
– ¿Qué persona?
– No dio el nombre.
– ¿Hombre o mujer?
– Hombre, Monsieur.
– ¿Cómo era la voz? ¿Era francés?
– Sí, sí. Un marsellés, quizás.
– ¿Pidió hablar conmigo?
– Preguntó si estaba usted en el hotel. Yo no lo sabía, y tuve que mirar la lista. Cuando vi su nombre, le dije que iba a llamar a su habitación, pero no esperó. Si vuelve a llamar…
– Sí, claro. Muchas gracias.
Evidentemente, el corresponsal de Marsella había recibido la orden de telefonear a todos los hoteles. Ahora había encontrado el que buscaban y había colgado rápidamente para no ponerme sobre aviso.
Tenía que irme, que irme rápidamente. Si todavía estaban en Mougins, tenía tiempo más que suficiente. Si ya se habían trasladado a Niza, las cosas iban a resultar muy difíciles.
No me había afeitado, ni siquiera me había lavado la boca. Me puse apresuradamente la misma ropa que me había puesto el día anterior, metí el resto de mis cosas en la maleta y bajé las escaleras. No debió llevarme más de cinco o seis minutos. Me llevó otros cinco esperar a que me hicieran la cuenta y pagar.
Era inútil esperar coger un taxi rápidamente frente al hotel. Atravesé corriendo la calle y seguí a lo largo del Quai Papacino. Me sentía horriblemente desamparado. Había un transbordador amarrado allí con un enorme letrero en la popa: "ATTENTION AUX HELICES". Me pareció una indicación muy adecuada. Cuando llegué a una callejuela lateral con una señal de dirección prohibida, me metí por ella inmediatamente. Ahora me estaba alejando del puerto y no podían utilizar el coche para seguirme por aquella calle. En la Plaza Garibaldi cogí un taxi que me llevó al primer hotel donde había estado, el que se hallaba cerca de la estación.
Afortunadamente tenían una habitación para mí. Murmuré algo ininteligible sobre un cambio de planes y un momento más tarde estaba registrado de nuevo como Pierre Mathis.
Una vez que me hube bañado y cambiado, salí de la habitación y pregunté dónde podía encontrar la tienda de caballeros más cercana. Estaba en el departamento correspondiente de unos almacenes baratos, y no había una gran selección de sombreros para escoger. Además, todos eran pequeños. Me quedé con el primero que me sirvió, uno de fieltro gris, vulgar, de ala ancha y con una cinta negra. El vendedor me dijo que tenía tono, y era el único de aquel modelo que les quedaba; era evidente que el hombre estaba ansioso de deshacerse de aquella cosa. Me daba un aspecto andrajoso y vulgar. El vendedor apenas si pudo ocultar su desprecio hacia mi locura.
De los almacenes me fui al garaje, cogí el coche y me dirigí hacia Antibes luciendo mi flamante sombrero. Me quedaba bastante tiempo que perder antes de ir a ver a Lucía, pero prefería perderlo fuera de Niza. Además, tenía que decidir cómo iba a enfocar la entrevista; tenía que meditarlo cuidadosamente, sin tener que estar mirando por encima del hombro mientras lo hacía.
Una botella de vino y una buena comida me parecieron simplificar mucho el asunto. Lucía deseaba información y yo tenía alguna para darle. Lucía deseaba utilizarme y yo no tenía inconveniente en que lo hiciera. Pero antes tenía que haber entre nosotros una conversación franca y sincera. En aquel momento, yo sabía lo suficiente como para sospechar que la mala gana con que se dejó entrevistar había sido fingida. Había engañado completamente a Adela Sanger. Y yo no tenía intención de que me tomara el pelo. Quería la verdad.
Después de comer me dirigí hacia Vence por St. Paul y entré en Cagnes por la carretera de la montaña. Al dar este rodeo, pude entrar en la Rue Caporniére sin pasar por el centro de la ciudad. Aparqué frente el número 5 como la primera vez y me fui a pie hasta el número 8.
La puerta de la entrada estaba abierta y ella me estaba esperando. Me miró el sombrero mientras yo me lo quitaba.
– ¿Por qué se ha puesto eso? Le da aspecto ridículo. Cuando bajó del coche apenas pude reconocerlo.
– Ésa es la idea.
– ¿Que yo no pueda reconocerle?
– Que no pueda hacerlo otra gente.
– ¿Por qué? ¿Qué ha ocurrido?
– Muchas cosas.