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Lucía esperó a que yo continuase. Como no lo hice, se encogió de hombros y se dirigió a la habitación de la terraza. Yo la seguí.

– Ha estado muy misterioso por teléfono -me dijo-. ¿Qué ha descubierto acerca de ese Skurleti? ¿Qué quiere?

– Verla a usted.

– ¿Cómo lo sabe? ¿Se lo dijo claramente?

Yo me senté antes de contestar y encendí un cigarrillo.

Lucía se me quedó mirando con impaciencia.

– ¿Y bien?

– ¿Le importa que le llame Lucía? Esto haría más fácil la conversación.

– Como quiera. Es mi nombre.

– Pues bien, Lucía, antes de que le cuente nada, tendrá que contarme usted a mí algunas cosas. Ese fue nuestro trato de ayer, ¿se acuerda?

– Quizá. Se dijeron muchas cosas ayer.

– Ayer hizo usted una alusión a "los italianos". Creo que trataba de hacerme creer que se le había escapado accidentalmente. Pero yo no creo que fuera un accidente. Más bien pienso que intentaba sugerirme algunas ideas, para que fueran germinando en mi cabeza.

Ella puso cara de guasa.

– ¿Qué ideas?

– Que no estaba usted tan asustada y desamparada como Adela Sanger me había hecho creer. Que no estaba usted a merced de una situación, sino que la dominaba.

– ¿Y por qué iba a querer sugerirle eso?

– Por que es un modo de despertar mi curiosidad para darme luego nuevas noticias.

– No le comprendo.

Ahora ya no parecía divertida.

– ¿Qué noticias? -preguntó.

– Que la entrevista que usted me concedió es realmente un anuncio escrito cuidadosamente para dar a conocer algo que usted tiene que vender.

– Eso lo dice usted, no yo.

– Pero es cierto, ¿o no? Usted tiene algo para vender: una maleta llena de documentos, quizá. Pero antes tiene que hacer saber a los posibles compradores que está en venta. Al mismo tiempo, tiene que tener mucho cuidado en no darles a conocer demasiadas cosas, de lo contrario, puede que intentaran cogerla sin pagar, como hicieron aquellos dos en Suiza. Así, usted esperó a que la encontrara alguien que pudiera publicar que la venta estaba en marcha. Y ese alguien resulté ser yo. El lunes, la noticia estará en el World Reporter. El martes se reunirán en Niza y alrededores los futuros compradores. Lo que necesita usted ahora es un recadero, alguien que se preste a establecer comunicación con los compradores, que acepte las ofertas y cierre el trato. Creo que ese alguien también resulta que soy yo, ¿no?

Se quedó mirando al aire por un momento, luego se dejó caer hacia atrás en una silla y estalló a carcajadas. Al fin se puso de pie otra vez, sin dejar de reír ahogadamente, y se fue hacia un mueble bar.

– Bueno, esta vez -dijo- creo que necesita usted un trago. ¿Cómo quiere que le llame, Pierre o Piet?

– Pierre está bien. Sí, me tomaré algo. Es decir, si usted deja de jugar al escondite y habla razonablemente. Si no lo hace, me voy y tendrá que buscarse a otro para tratar con Monsieur Skurleti.

Lucía alargó las manos hacia mí, con los ojos muy abiertos.

– Pues claro que hablaré en serio. Lo que pasaba era que tenía miedo de que si le hablaba con demasiada franqueza, no aceptaría usted la situación, se sentiría ofendido y quizá volviera junto a su editor, o incluso a la policía.

– Bien -le dije secamente-, ahora puede hablar con toda franqueza. ¿Qué hubiera hecho si yo no me hubiera presentado aquí?

Me trajo una botella de coñac y una copa.

– No lo sé exactamente. La espera me ponía cada vez más nerviosa. Trataba de pensar en otro modo de arreglar el asunto, sin utilizar la prensa, pero esos modos serían demasiado peligrosos. Tengo que tener mucho cuidado, ¿comprende? Si no hubiera venido usted, creo que hubiera telefoneado al corresponsal en Niza del Paris Match -hizo una pausa-. Nunca pensé en una publicación americana. Fue una estupidez por mi parte.

– Podía haber recurrido a Sanger.

– ¿A Patrick? -puso una cara rara-. ¡Ah, no! Conozco a Patrick demasiado bien. Hubiera hecho las cosas a su modo. Utilizaría maniobras demasiado complicadas. Al final, yo recibiría un bocadito, mientras él se compraba algunas casas más.

Se sentó y bebió un sorbito de su vaso de Oporto.

– Es interesante lo de este Skurleti -continuó Lucía-; interesante que trate de encontrarme a través de Patrick como hizo usted. ¿Qué ocurrió cuando usted habló con él?

– Se lo contaré después -le dije-. Antes quiero que me cuente usted a mí algunas cosas.

Ella titubeó.

– Todavía no me ha dicho si me ayudará.

– Y usted tampoco me ha dicho qué quiere que haga yo.

– Pero usted lo sabe. Lo adivinó.

– Con la ayuda de unas fuertes sugerencias suyas, sí, lo hice. Pero si me está pidiendo que corra los riesgos necesarios para hacer ese trato por usted, quiero saber más cosas.

Ella se mordió el labio.

– Yo no he dicho que hubiera riesgos.

– Si no hubiera riesgos, no necesitaría un intermediario, Lucía. Haría usted misma el trato.

– Una mujer no puede negociar con hombres como esos. Sólo escucharán a otro hombre.

– ¿Igual que escucharon al coronel Arbil?

– No me entiende.

Se había sonrojado un poco.

– No, no, claro. Por eso, mientras no me diga exactamente en dónde me voy a meter, no puedo decidir si la ayudaré o no.

– ¿Y cómo sé yo que habla usted en serio, que no trata de satisfacer simplemente su curiosidad?

– Tiene que correr el albur en esto, creo. O llamar al individuo de París Match. Tal vez él sea más dúctil.

Me miró fríamente por un segundo, luego se encogió de hombros.

– Eso está mejor -dije yo-. Bien. ¿Qué hay en la maleta?

– Ya se lo he dicho. Los papeles de Ahmed.

– ¿Qué tipo de papeles?

– Documentos sobre las actividades secretas del Comité.

– El otro día me dijo que cuando usted los cogió y se marchó del chalet, hacía lo que el coronel Arbil hubiera deseado que hiciese. ¿Era deseo de Arbil que usted los vendiese?

Lucía tenía la vista fija en su vaso. Por un momento pensé que iba a empezar a mentir otra vez; sin embargo, cuando al fin respondió, comprendí que no era una mentira lo que trataba de expresar, sino la explicación de una relación.

– Tiene que comprender usted lo de Ahmed y yo -dijo en tono cauteloso-. A mí me gustaba mucho de verdad. A una mujer le resulta difícil no sentirse atraída por un hombre agraciado, rico e inteligente, en su edad madura; un hombre que la adora y que, sin embargo, no pierde su buen sentido y su dignidad insistiendo en que ella debe adorarlo a él en contrapartida. ¿Me comprende?

– Sanger me dijo que estaba usted chiflada por él.

Hizo un ademán despectivo con impaciencia.

– Sí, sí, eso fue lo que yo le dije a Patrick. Esto me evitaba discusiones. Si yo estaba enamorada, esto significa para él que emocionalmente ya no podía confiar en mí y que, por lo tanto, ya no le era útil.

– Comprendo.

Yo me preguntaba si había sido el respeto de Sanger por la rapidez de su cálculo mental lo que no le había dejado apreciar su habilidad para calcular en otros aspectos.

– Por eso -continuó Lucía-, yo era feliz con Ahmed. Me divertía, me hacía sentirme mujer, y era generoso. No había malentendidos entre nosotros. Se suponía que un día él había de volver junto a los suyos, a ocupar un alto puesto en el Gobierno; tal vez, incluso, el más alto, si llegaba la ocasión. Una esposa francesa católica sería impensable, aunque hubiera cambiado de religión. Los kurdos son muy estrictos, sabe.

– Eso tengo entendido.

Se apartó el pelo de la frente y sus ojos tropezaron con los míos.

– Usted sabe muchas cosas de mí, creo.

Era una simple afirmación; no había ninguna segunda intención en el modo como lo dijo.

– Sé lo que he leído. Y lo que Sanger me dijo.