– Y lo que usted ha visto por sí mismo, además.
– Algunas cosas he aprendido, cierto.
– Entonces, quizás haya deducido ya que a mí el dinero es una cosa que me importa mucho.
– A casi todo el mundo le importa, creo, sobre todo a los franceses.
– No quiero decir que me preocupe de ahorrar. Quiero decir que me asusta mucho el no tener dinero. Cuando era niña, mi padre perdió el negocio. Fue exactamente después de la guerra. Aunque era muy pequeña, siempre me acuerdo de lo asustados que estaban él y mi madre.
– Pero su padre montó otro negocio.
– Nunca volvió a ser lo mismo. Mis padres eran hijos de familias trabajadoras los dos. Habían subido con mucho esfuerzo y esto significaba mucho para ellos. Siempre tenían miedo de dar un resbalón otra vez. Cuando me fui a vivir con mi tía en Menton, comprendí por qué. Fue ella la que me enseñó a trabajar con mis manos. Este era todo su ideal de vida: poder trabajar por unos cuantos francos la hora y, al fin casarse con un vendedor de ultramarinos -hizo una pausa-. Supongo que me creerá una esnob.
– Algunos vendedores de ultramarinos viven muy bien, supongo. Pero comprendo lo que quiere decir. Supongo que lo habrá pasado muy mal cuando se les hundió aquel negocio de Antibes.
Lucía asintió con la cabeza.
– Para mí fue una lección. Un negocio pequeño nunca va bien, a no ser que haya una gran cantidad de dinero detrás, es decir los medios para crecer. Ahmed y yo hablamos muchas veces de ello. Aunque era militar, era muy listo en cuestiones de dinero. Todos sus hermanos se dedicaban a los negocios, sabe -una mirada lejana apareció en sus ojos-. Uno de ellos es el concesionario de una gran fábrica de automóviles americana. Obtiene unos beneficios enormes. Coches, camiones, máquinas arrasadoras, tractores: recibe un porcentaje por cada venta realizada en el país.
Su cara adquirió una expresión deliciosa al decir esto, como si estuviera describiendo los exquisitos movimientos de una obra de arte. Luego sus ojos se detuvieron en los míos.
– Naturalmente, los gastos generales son enormes también.
Yo me sonreí y ella me dirigió una mirada recelosa. No estaba segura si me sonreía con ella o de ella.
– Lucía -le dije-, no creo que tenga usted miedo de no tener bastante dinero. Más bien creo que de lo que tiene miedo es de no tener mucho.
Ella hizo un gesto de impaciencia.
– Es lo mismo, Ahmed me entendía. Esto es lo que quería decirle. Me dijo que cuando volviera a su país, me dejaría cierto capital para que yo hiciera uso de él. Fue idea suya. Los dos planeamos juntos lo que podía yo hacer con él.
– ¿Cuánto capital?
La mirada lejana retornó a sus ojos.
– Oh, medio millón de francos más o menos. Tal vez más.
Su tono era casi indiferente.
Aquel fue el momento en que mis motivos empezaron a ser poco claros.
– ¿Y el dinero iba a salir de lo que hay en la maleta? -le pregunté.
– Sí.
– ¿Cómo?
– Eso es lo que le quería explicar también, pero usted no hace más que interrumpirme.
– Lo siento.
Se sirvió un poco más de Oporto y se acomodó en la silla.
– Ahmed nunca tuvo dificultades monetarias -dijo-. El otro día me lo preguntó usted. Cuando se refugió en Suiza, había un convenio con los de Bagdad. Algunos eran todavía sus amigos, naturalmente, y otros eran enemigos, pero todos conocían a Ahmed bien. Todos le respetaban mucho, incluso los enemigos. Además, había estado al frente de los servicios de espionaje. Cuando salió para la conferencia de Ginebra, sabía que habría disturbios durante su ausencia, así que se llevó ciertos documentos con él.
– Comprometedores para sus enemigos, sospecho.
– Y para sus amigos. Fue una simple precaución. Esa fue la explicación que él me dio. Ahmed siempre fue un hombre práctico. Así que no había dificultades cuando deseaba dinero en Suiza. Tanto sus hermanos como el negocio de la familia estaban protegidos, y podían enviarle dinero. Todo se podía arreglar siempre.
– ¿Dónde están esos documentos ahora?
– Oh, los tengo yo -hizo un gesto despectivo dejando esa cuestión aparte-. Pero no es eso lo importante. Lo importante es lo que ocurrió entre Ahmed y el Comité Kurdo. Ahmed era un patriota, sabe.
– Eso me dijo el otro día.
– Pero no un patriota estúpido.
– De eso estoy seguro.
– Durante mucho tiempo, mientras estaba en Zürich, trabajó con el Comité. Era un hombre de experiencia y gran reputación, un oficial de alta graduación, un militar sumamente respetado en el ejército. Era una persona consecuente, ¿comprende?
– Sí.
– Al principio, el Comité no confiaba en él totalmente. Me dijo que había algunos miembros que creían que su exilio en Suiza no era auténtico, sino una trampa del Gobierno de Bagdad para introducir un espía dentro del movimiento. Con el paso del tiempo, sin embargo, y al hacerse más influyente su papel, también estos miembros terminaron por confiar en él cada vez más. Y después, hace un año o así, ocurrieron algunas cosas que le hicieron empezar a desconfiar de ellos.
– ¿Qué tipo de cosas?
– ¿Usted sabe algo acerca del movimiento nacionalista Kurdo?
– ¿Lo del Tratado de Sevres y todo eso?
– Sí, todas las desilusiones. Ahmed decía que había habido demasiadas y que el Comité estaba cansado. Decía que cuando hombres así (exiliados con un gran sentido de la injusticia y una causa por la que luchar) tienen que esperar demasiado para satisfacer sus deseos, se opera en ellos un cambio. Algunos se desaniman y ya nada les importa; pero otros se desesperan y están decididos a utilizar cualquier medio que les lleve al poder, aun cuando esto signifique una traición a los principios por los que han luchado siempre. "Seamos prácticos", dicen. "Primero tomar el poder, y después ya reharemos nuestra política". Hombres así, decía Ahmed, o están corrompidos, o se engañan a sí mismos. En todo caso, son peligrosos y hay que detenerlos.
– Y él decidió detenerlos.
– Sí. Como usted sabe, tras el colapso de la República Kurda de Mahabad en mil novecientos cuarenta y seis, siempre ha sido política del Comité rechazar la ayuda rusa al movimiento. Los rusos les fallaron entonces, dicen, y les volverían a fallar. Además, comprendían que un estado Kurdo bajo la órbita rusa nunca sería aceptado por las potencias occidentales. Al menos lo comprendían la mayoría de ellos. Cuando Ahmed se fue introduciendo más en las intimidades del Comité, empezó a ver que había varios miembros que, mientras pretendían aceptar la política oficial, hablaban de ella en privado como si se tratase de una broma. Al principio, interpretó esto como una expresión normal de amargura y frustración. Pero se interesó por los hombres en cuestión y les dio a entender que él participaba de sus puntos de vista. Finalmente, se le acercó uno de ellos y le propuso una reunión secreta… secreta, quiero decir, respecto a los dirigentes del Comité. Se celebró en el chalet. Al final de la velada, Ahmed sabía que el Comité había sido traicionado por completo y que era utilizado simplemente como tapadera para una conspiración con los rusos.
– ¿Qué tipo de conspiración?
– Levantamientos armados simultáneos en las zonas kurdas de Turquía, Siria y el Irak. Pero preparados minuciosamente por adelantado. Iban a ser organizados grupos militantes y entrenados en el uso de armas modernas. Se iban a preparar escondrijos para depósitos de armas. Grupos especiales de terroristas se encargarían de mantener el secreto y la disciplina. Los planes eran muy amplios. En conjunto se conocían con un nombre cifrado, Dagh. Es una palabra turca que significa "montañero". A los Kurdos se les llamaba también "turcos de la montaña". Ahmed decía que el plan Dagh era inteligente y de largo alcance, y que había sido elaborado teniendo en cuenta los puntos fuertes y débiles de los Kurdos. Pensaba que tendría grandes probabilidades de triunfar.