– ¿Y qué hizo?
– Naturalmente, se unió a los conspiradores.
– ¿Naturalmente? Creí que no estaría de acuerdo con ellos.
– Claro que no. ¿Pero qué otro modo tenía de hacerse valer? Estaba "en el ajo", como dicen. Durante dos meses aproximadamente asistió a todas las reuniones secretas del Dagh, escuchó lo que decían e investigó todo lo que pudo: nombres, sitios, cadenas de mandos, medios financieros, comunicaciones, todo.
– ¿Eran esas las reuniones de las que me habló el otro día, las celebradas en el chalet?
– Sí, pero hubo otras, en Lausana y en Basilea. Eso fue antes de que le avisaran, claro; me refiero al aviso de que se le consideraba sospechoso. Después del aviso, no asistió a más reuniones. Hubiera sido demasiado peligroso.
– Entonces la gente del plan Dagh se habrá dado cuenta de que le habían avisado.
– No inmediatamente. Les dijo que había sido interrogado por la policía federal Suiza y que creía que podía estar vigilado. Esto le daba cierta base al hecho de alejarse de ellos, y ellos de él. Pero Ahmed sabía que la situación no podía durar. Más pronto o más tarde se darían cuenta de lo que había pasado y tratarían de matarlo. Pero creía que no serían capaces.
– ¿Usted no sabe realmente quién le avisó?
– No. Pero el aviso vino de Bagdad. Alguien allí había hablado demasiado. Habían cometido un descuido.
Yo empezaba a no ver nada claro:
– ¿Habían, en plural?
– Sus viejos amigos del gobierno de Bagdad. Naturalmente, por aquel entonces estaba en contacto con ellos otra vez. Ya les había informado algo sobre el plan Dagh y sobre sus actividades al respecto.
Lucía se sonrió con aire picaresco.
Ahora empezaba a comprender yo.
– Oh, ya veo. Quiere decir que Arbil pensaba utilizar el asunto Dagh para comprar su regreso al favor de los dirigentes, ¿no?
– ¿Comprar, dice? -puso cara de ofendida ante la sugerencia-. Nada de eso. Iba a vender.
– Pero evidentemente…
– ¿Qué sentido tendría ofrecer a Bagdad la información a cambio de nada? -preguntó ella-. Obteniéndola gratis, resultaría inmediatamente sospechosa. En Bagdad sabían que Ahmed vivía muy cómodamente en Suiza, que no tenía que volver. Se hubieran preguntado inmediatamente: "¿Por qué? ¿Por qué este Kurdo se ha vuelto súbitamente tan amable con nosotros? ¿A qué juega ahora?" Pero si tenían que pagar una fuerte suma de dinero, su punto de vista sería diferente. Los motivos de Ahmed serían comprensibles. Así es como piensa esta gente.
– ¿Y accedieron a pagar?
– Sí. Ya estaba todo arreglado. Vendría un hombre de Bagdad a examinar los documentos que Ahmed había preparado y para negociar la compra. Ahmed sólo ponía una condición: que el hombre que viniera fuera una persona en la que él pudiera confiar. Le iban a mandar a un antiguo compañero de armas en el ejército, el brigadier Farisi. Debería llegar a Zürich al día siguiente de la muerte de Ahmed. Yo iba a ser el intermediario.
Me dirigió una mirada expectante. Yo me serví otro coñac e hice el comentario de rigor:
– Supongo que el brigadier Farisi es el comprador a quien espera usted, ¿no?
Lucía asintió:
– Uno de ellos. Tan pronto como lea mis declaraciones en su revista comprenderá que yo deseo entrar en contacto con él.
– ¿Para quién trabaja Skurleti?
– Para el consorcio italiano, creo. En realidad, estoy casi segura.
Encendió un cigarrillo con cierta dificultad y luego continuó:
– Ahmed pensó de este modo: Bagdad ha sido advertido de la operación Dagh. Él estaba dispuesto a venderles información confidencial y otros documentos que obraban en su poder referentes a dicho plan. Al hacerlo así, se comportaba como una persona responsable y como un patriota.
Hizo una pausa para dejar que la frase reposara.
– Por otra parte… -adelanté yo.
– Sí. Por otra parte, podía ser que la gente de Bagdad no fuesen los únicos interesados en echar un vistazo a los documentos.
– Venderlos dos veces, en realidad.
– No perjudicaba a nadie con ello. Ahmed descubrió durante una de las reuniones del plan Dagh que un nuevo consorcio italiano del petróleo estaba sumamente interesado en cualquier posibilidad de un cambio político en la zona de Mosul-Kirkuk. Quizá podría llevar a una anulación de las actuales concesiones petrolíferas al cincuenta-cincuenta y la consecución de nuevas concesiones en el plan de setenta y cinco-veinticinco. Una compañía italiana hizo ya un trato semejante en el Irán. Ahora, los demás países petrolíferos desean adoptar también este plan. Las concesiones americanas y británicas están seguras en el Irak mientras la situación política del país sea estable. Pero si se hace inestable, este consorcio italiano pretende estar allí el primero. Por eso también a ellos les gustaría conocer por adelantado la operación Dagh: qué posibilidades tiene, quienes serían los nuevos dirigentes con los que tendrían que tratar.
– Si Skurleti está trabajando ya, supongo que es porque el coronel Arbil había dado a entender al consorcio que estaba dispuesto a negociar.
– Oh, sí. Lo sabían.
– Así que hay dos compradores en el mercado. ¿Y qué me dice de la gente que mató a su amigo? Si saben leer, también andarán por el medio, me imagino.
La expresión de su cara se hizo más dura.
– Sí, se presentarán aquí. La operación Dagh está claramente en peligro, por eso ahora tendrán que procurar ponerse a salvo, ellos personalmente y también la organización, si pueden. Esto significa destruir los documentos. Ahora tal vez tengan otros que les ayuden, los rusos, quizás. Por eso es por lo que tengo que tener tanto cuidado. Al principio, pensé en ponerme en contacto con Farisi a través de la embajada iraquí en París, pero sé que a Ahmed no le hubiera parecido prudente correr ese riesgo. Bagdad había sido indiscreto una vez. Podían volver a serlo. ¿Lo entiende? Estaba aterrorizada, pero tenía que andarme con cuidado.
– Sí lo comprendo.
Y era cierto. Había estado aterrorizada; pero no demasiado pues había mantenido firme la cabeza para esconderse y esperar y, en último término, encontrar el modo de obtener su capital de la inversión de Arbil. Hasta entonces, me había sentido fascinado por ella. Aún no había llegado al punto de que me gustara; pero sí al momento en que empezaba a respetarla.
– Y tenemos que andar con cuidado -añadió-. Es decir, si quiere ayudarme.
Me dirigió una mirada de ansiedad, dispuesta a persuadirme; pero yo ya estaba decidido.
– Muy bien -le dije-. Pero creo que será mejor que deje ahora claramente sentado ante usted que padezco una profunda neurosis moral y que soy un cobarde absoluto.
Lucía lanzó una carcajada.
– Usted mandó al diablo a su jefe.
– Soy muy valiente sobre el papel.
– Es usted un hombre gracioso -me miró como si me estuviera tasando-. Creo que me cae usted bien.
– Tal vez cambie de parecer. Aún no hemos hablado de mis honorarios.
– Oh, eso…
Se quedó pensando por un momento, luego hizo un gesto como si hubiera adoptado una decisión valiente.
– Bueno, realmente -dijo-, sólo es cuestión de unas cuantas llamadas telefónicas. Creo que con el cinco por ciento la cosa sería satisfactoria.
– No para mí.
– ¡Veinticinco mil francos nuevos! -exclamó indignada-. ¡Es una fortuna!
– A cambio de unas cuantas llamadas telefónicas, posiblemente. Pero no a cambio de lo que yo tendría que hacer, Lucía. Los documentos han de ser verificados. Esto significa dos encuentros. Luego, el resto de los documentos han de ser entregados a cambio del dinero. Cuatro reuniones en total. Cuatro ocasiones de ser asesinado por el Comité.