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Ella hizo un gesto despectivo.

– Oh, exagera usted. Le dije que hay que andar con cuidado. Tomando unas ciertas precauciones, ¿cómo van a saber de las reuniones?

– En su lugar, yo sabría cómo hacer.

– ¿Cómo?

– Esperar la llegada de los compradores y entonces vigilar para ver con quiénes se ponían en contacto.

– ¿Y cómo van a identificar a los compradores?

– Skurleti puede que no les sea demasiado fácil, pero al brigadier Farisi seguro que lo conocen. Creo que no basta con andarnos con cuidado al concertar esas entrevistas. Creo que debemos utilizar la inteligencia además. Y aun así, será sumamente peligroso para las dos partes. Yo no le echo en cara que utilice un mediador -concluí yo amigablemente-, pero me temo que tenga que pagarlo decentemente.

Lucía se tomó otro trago de Oporto.

– ¿Y qué considera usted decente?

– Treinta mil dólares.

Me miró con los ojos inmensamente abiertos, estupefacta.

– Treinta mil… ¡pero eso son ciento cincuenta mil francos!

– Aproximadamente, sí. Es el capital que yo necesito. Si quiere mi ayuda, es eso lo que le va a costar.

Se puso de pie rápidamente.

– ¡Está usted loco!

– Estaría loco si lo hiciese por menos. Probablemente estoy loco de todos modos, pero si puedo poner las manos sobre tal cantidad de dinero, estoy dispuesto a correr el riesgo. Una especie de acuerdo de todo-o-nada, dirá usted.

– Le daré cincuenta mil francos.

– Llame al hombre del Paris Match.

– Setenta y cinco mil.

– Ciento cincuenta mil, o no lo hago.

– Salaud!

Esperé a que me dirigiera unos cuantos insultos más. Cuando empezó a cansarse, la interrumpí:

– Lucía, tienen que ser ciento cincuenta. Ya se lo dije. Pero le prometo lo siguiente: le haré el negocio todo lo mejor que pueda. Puede que aún le quede el medio millón limpio. Si tenemos suerte y podemos utilizar el licitador turco contra los iraquíes, a lo mejor aún es más.

– Es usted peor que Patrick.

– Antes dijo que él sólo le dejaría un pellizco.

– Y eso es lo que usted me deja, ni más ni menos -repuso con amargura.

– Tonterías.

Se retorció las manos, abrumada y se volvió a sentar.

– Es usted un chantajista.

– Eso es lo que Sanger me llamó también. De todos modos le resulté muy útil.

– Antes utilizó usted la palabra capital. Usted es periodista. ¿Para qué necesita capital?

– Para lo mismo que usted: reparar un fallo. Si le he de ser sincero fue Sanger el que me calculó la cantidad total que necesitaba.

Suspiró profundamente y dijo:

– Muy bien.

– ¿Está de acuerdo? ¿Ciento cincuenta mil?

– Sí, sí, acepto. Cuénteme lo de Skurleti.

Se lo conté.

Ella quería saber todos los detalles de la conversación que yo había tenido con él. El detalle de que Skurleti me vigilara en la estación le hizo gracia. La facilidad con que pagó generosamente mis servicios le impresionó mucho.

– Le han dado carta blanca -comentó en tono de aprobación.

– En cuanto a los gastos, quizás -le dije-. ¿Cuánto espera sacar de él?

– Le pediré doscientos mil francos y espero que me dé por lo menos la mitad. Tiene que saber que hay otras personas interesadas.

– Si le va a vender sólo copias, esto no le impresionará. Podría venderle a otro los originales.

– Él no sabrá si son copias o no. Las hizo el propio Ahmed con su propia letra.

– ¿Y qué me dice del brigadier Farisi? ¿Cómo nos pondremos en contacto con él? Siempre suponiendo que sea él la persona que envíen a Niza.

– Seguro que lo será. De eso no me cabe duda. Y Ahmed dijo que no era tonto. Yo sé lo que él hará aquí para facilitarnos la tarea.

– ¿Qué hará?

– En Zürich yo me iba a poner en contacto con él en el hotel Schweizerhof. Aquí no hay ningún hotel con ese nombre, pero hay muchos con nombre suizo: el Helvétique, el Frank-Zürich, el Suiza y otros. Yo creo que elegiría uno de esos. No tiene que hacer más que telefonear. No es difícil encontrar a alguien que para en un hotel.

– Lo sé por experiencia.

Y le conté mi aventura del hotel aquella mañana.

Le encantó.

– ¿Lo ve? Será fácil encontrarlo.

– Y más fácil será encontrarme a mí. El lunes posiblemente aparecerá mi fotografía en los periódicos. Mañana por la noche tendré que abandonar el hotel.

– ¿A dónde piensa ir?

– Esperaba que usted tuviese alguna idea.

Ella se quedó pensando por un momento:

– Aquí hay una habitación -dijo al fin-, pero está la mujer de la limpieza que viene por las mañanas. Encontrará raro que me eche un amante mientras me estoy recuperando de una operación de cirugía plástica.

– ¿Y la casa de Beaulieu donde estuvimos la noche de la entrevista? ¿Aún tiene la llave?

– Sí, pero tendría que tener mucho cuidado allí. Se supone que está vacía y hay casas ocupadas en los alrededores.

– ¿Hay alguna comida allí?

– Adela dejó algunas latas de sopa por si yo tenía que trasladarme súbitamente. Pero será mejor que se compre usted algunas cosas más hoy antes de que cierren las tiendas. No hay ropa para las camas, pero hay aquí alguna que se puede llevar. Le daré también la llave del garaje para que no deje el coche a la vista.

– No, tendré que deshacerme del coche antes del lunes. Si salgo en los periódicos, el hombre del garaje que me lo alquiló podría reconocerme; entonces se preocuparía por el coche y daría parte a la policía. Sospecho que tendrá que llevarme usted allí.

– No a la luz del día, desde luego.

– Por lo que a mí respecta, cuando más tarde mejor. Eso de hacerme la comida no se me da demasiado bien.

Me interrumpí y añadí:

– Creo que es hora de que telefonee a Skurleti.

– Ah, sí. El teléfono está ahí.

Ella escuchó la conversación desde la extensión del dormitorio.

– ¿Monsieur Skurleti? Aquí Mathis en Marsella.

– ¿Ha estado en Séte?

– Sí. Todas las casas están vacías.

– ¿Todas? ¿Está usted seguro?

– Totalmente. Nadie podría vivir en ellas.

– ¿Por qué no?

– Las están reconstruyendo.

– ¿Las tres?

– Las tres. Están inhabitables.

Hubo una pausa.

– Muy bien -dijo al fin-. Le veré el lunes en el Ayuntamiento.

– Puede que me retrase, pero le veré o le llamaré al hotel. Adiós.

Y colgué.

Lucía se sonreía al volver del dormitorio.

– ¡Qué acento! -dijo-. Pero supongo que lee y habla el árabe. Por eso debe ser por lo que le han elegido.

Miró su reloj y añadió.

– Ahora será mejor que se vaya y haga las compras.

Mientras nos dirigíamos a la puerta de la salida, yo le dije:

– Hay una cosa que aún no hemos discutido. ¿Qué ocurrirá después?

– ¿Después de qué?

– Supongamos que Skurleti acepta pagar de buena gana, que llega el coronel Farisi y también accede pagar, que por casualidad evitamos que el Comité nos mate…

Ella me cortó en seco:

– No haga bromas siniestras con eso.

– No era una broma. Pero, bueno, dejaremos aparte lo del asesinato. Supongamos que todo sale según nuestros planes, y que logramos reunir el dinero… ¿después, qué? ¿Usted continuará escondiéndose?

– Sólo hasta que la gente de la operación Dagh sepa que los documentos están en Bagdad, y lo sabrán pronto. Después de esto, ya no estarán interesados en mí.

– Pero la policía si lo estará.

Ella hizo un gesto vago.

– Oh, entonces dejaré que me encuentren. Y les contaré lo que le conté a usted para la revista. Me procuraré un abogado y les entregaré el resto de los papeles de Ahmed. Haré el papel de mujer destrozada, histérica. No tienen de qué acusarme.