– Pero a mí sí -le recordé-. El no prestarse a dar información acerca de una persona buscada para interrogarla, puede ser un delito si deciden meterse conmigo.
– Ah, sí.
Se quedó pensativa por un momento, luego su cara se iluminó.
– Claro. Me llevará usted a la policía. Será usted la persona que me persuadió para que me entregara. Usted será el que lleve los otros papeles de Ahmed.
– Pero que no dice nada de la venta de los informes sobre la operación Dagh, por supuesto.
– Oh, no. Eso no les gustaría nada, creo.
– ¿Se da usted cuenta de que, sin la información que consta en esos documentos, la policía suiza no tiene la menor posibilidad de capturar a los hombres que torturaron y asesinaron a su amigo?
Ella se encogió de hombros.
– De todos modos, no tienen ninguna posibilidad. Además, a Ahmed no le hubiera interesado. Enviar a esos hombres a prisión no le devolvería a él la vida. Para él lo importante sería que los documentos fuesen a dónde él quería que llegasen. Además, su voluntad era que el dinero fuera para mí.
– Sí, claro.
Lucía creyó percibir una nota de crítica en mis palabras. Sus labios se pusieron rígidos.
– He llorado muchas veces por Ahmed -dijo serenamente-; pero ahora eso ya pasó, y no voy a fingir cosas que ya no siento. Sobre todo, no voy a fingirlas con usted. Puesto que somos compañeros de negocios, podemos actuar sin hipocresía ni fingimientos. Dije que me caía simpático, pero no me gusta cuando se pone encopetado.
Quería decir cuando me ponía pedante.
Yo me sonreí.
– Discúlpeme. Podemos tirar el copete al instante.
– Bien. ¿A qué hora aproximadamente, cree? Puedo trasladar mis maletas y las provisiones de comida a su coche. Luego volveré a coger el Renault y lo devolveré a la casa que me lo alquiló. Usted me recogerá en Niza más tarde, una vez que haya anochecido.
Ella aprobó el proyecto.
Me puse el sombrero y me fui. Ahora no tenía que preocuparme porque Skurleti pudiera estar en Cagnes, así que me dirigí directamente a Niza por la autopista. En la calle Gambetta hay una tienda de ultramarinos perteneciente a una cadena de grandes almacenes. Compré huevos, sardinas en aceite, latas de verduras y frutas y artículos de charcutería de los que menos se estropean. Y unas cuantas botellas de vino. Tuve que hacer dos viajes para meterlo todo en el coche. Desde allí me dirigí al garaje cercano a la estación y aparqué el coche. El cielo amenazaba lluvia, así que me acerqué al hotel para coger un impermeable.
Estaba pensando que si me iba a encerrar en solitario en la casa de Beaulieu durante varios días, debía pasar por una librería y posiblemente adquirir un aparato de radio pequeño. Al traspasar la puerta giratoria hacía el vestíbulo, estaba añadiendo cigarrillos a mi lista de compras para la hora siguiente.
Vi a Bob Parsons antes de que él me viera a mí. Estaba junto al mostrador del conserje mostrándole una fotografía. El conserje levantó la vista automáticamente al oír el ruido de la puerta. Por un instante, el sombrero evitó que me reconociera; pero sólo por un instante. Dejó escapar una exclamación y Bob Parsons volvió la cabeza.
Yo me di la vuelta y me precipité a través de la puerta otra vez. A mis espaldas oí la voz de Bob Parsons que me gritaba:
– ¡Piet! ¡Oye, no seas loco! ¡Espera un minuto!
Pero yo ya estaba en la calle de nuevo. Hubo un chirrido de frenos y llantas contra el suelo al pasar corriendo frente a un coche. El conductor me gritó no sé qué. Oí de nuevo la voz de Bob Parsons que me llamaba a lo lejos.
Ni siquiera volví la vista. Seguí corriendo simplemente.
Afortunadamente, la lluvia que antes amenazaba se había convertido ahora en una fina llovizna. Un hombre corriendo por una calle seca llama la atención y puede interesar a la policía; pero un hombre corriendo con el cuello de la chaqueta subido para mejor protegerse de la lluvia resulta totalmente comprensible. Corrí hasta que estuve exhausto.
Hay un gran café al final de la Rue Rossini. Entré en él y llamé a Lucía. Afortunadamente había anotado su número de teléfono al dorso de mi permiso de prensa, que siempre llevaba en el bolsillo.
Le conté lo que me había pasado. Ella no me hizo preguntas estúpidas ni perdió el tiempo en lamentar la situación.
– ¿Dónde está ahora?
Le di la dirección del café y esperé a que la anotase. Luego continué:
– El coche, con la comida dentro, está en un parking cerca del hotel. Creo que no debo regresar allí a pie. Pienso que lo mejor sería que esperase usted un rato, hasta que anochezca, y luego venga a recogerme para llevarme al garaje. Tan pronto como pueda deshacerme del coche alquilado, tengo que irme a Beaulieu.
– ¿Y cómo va a hacer con la ropa?
– Puedo utilizar la próxima hora para comprarme lo que necesito para salir del apuro.
– Muy bien. Pero yo no puedo entrar en el café. Habrá demasiada luz. Tendrá que estar pendiente de la llegada de mi coche.
– ¿El Citroën? Muy bien. ¿Dentro de una hora?
– Sí.
Primero fui a la farmacia y me compré lo esenciaclass="underline" maquinilla de afeitar, cepillo de dientes, etc. También intenté comprar algún somnífero, pero la dependiente no me los quiso vender sin receta. Después logré dar con los almacenes donde me habían vendido el sombrero. Estaban a punto de cerrar, me compré unos pares de calcetines y ropa interior, tres camisas de nylon, un impermeable de plástico y una maletita también de plástico. Al salir, añadí un horrible radio reloj a la colección. No tuve tiempo de encontrar una librería. De vuelta al café, mientras esperaba a Lucía, me compré cigarrillos.
A aquella hora llovía copiosamente y pronto resultó imposible ver nada a través de las vidrieras que cerraban la terraza del café. Abandoné el local y me metí en el portal de un edificio de oficinas que había al lado. Lucía llegó un minuto o dos después de la hora prevista. Yo tiré la maleta en el asiento trasero y me senté a su lado.
– ¿Dónde está el garaje? -me preguntó.
Se lo dije.
– ¿No sería mejor dejar el coche allí? -preguntó-. Yo conozco un supermercado que está abierto hasta muy tarde. Podría comprar otras provisiones allí.
– No. Yo no pienso así. Quiero devolver el coche a los dueños. Está alquilado a nombre de Mathis, y Bob Parsons sabe que ese soy yo. Podría crearme problemas con la policía si alguien denuncia su desaparición. Prefiero devolverlo mientras puedo.
– Sí, me parece bien.
Le indiqué la dirección del garaje y ella se detuvo frente a la entrada del mismo. Yo saqué el Renault y ella vino detrás. Poco antes de llegar al garaje de la casa propietaria, me detuve y trasladamos los paquetes de comida al Citroën. Ella me esperó a que devolviese el coche y recobrase mi depósito. Minutos más tarde estábamos en la Moyenne Corniche en dirección al Este.
Casi no hablamos. Yo le pregunté si el teléfono de la casa de Beaulieu estaba conectado y ella me dijo que sí. Aparentemente, Adela Sanger siempre lo dejaba todo listo para uso inmediato en sus casas; había descubierto que era más práctico hacerlo así.
Lucía había llevado ropa de cama, toallas, y un poco de pan. Tan pronto como abrió la puerta de la casa, yo empecé a llevar las cosas que había en el coche. La lluvia, la oscuridad y los escalones me hacían ir lento. Cuando terminé, ella ya tenía un fuego encendido en la chimenea.
– En un momento -me dijo-, prepararé algo de comer, una tortilla quizá.
Mi sorpresa fue demasiado evidente y no le pasó desapercibida. Ella arqueó las cejas.
– ¿Creía que le iba a dejar en medio de todo este lío y largarme directamente a Cagnes?
Eso era precisamente lo que yo había pensado que haría.
– Pensaba si alguien se fijaría en el coche que está afuera -dije.