– ¿Cree que alguien lo verá en la oscuridad?
No esperó a que yo le contestara.
– Bien -continuó-, ahora veamos dónde puede dormir. Arriba hay un amplio dormitorio, que Adela me aconsejó que utilizase si me trasladaba aquí. Las ventanas de esta fachada no se ven directamente desde la casa de los vecinos. Y con las cortinas, nadie puede ver ninguna luz desde fuera. Pero tenemos que asegurarnos de las cortinas primero. Debí haber traído una linterna.
Yo saqué cerillas y subimos las escaleras. Le alumbré con una desde el marco de la puerta mientras ella entraba en el dormitorio y corría las cortinas. Luego encendió la luz y apareció una amplia cama de matrimonio y un amplio espacio de cretona a rayas amarillas y blancas. El estrecho vano de una puerta daba al cuarto de baño. Lucía echó un vistazo en derredor en actitud crítica. En un rincón había un armario de pino estilo siglo XIX. Se dirigió a él y empezó a sacar mantas y almohadas.
– No está mal -dijo-. Las casas de Adela son caras de alquilar, pero valen el dinero que cuestan.
– No hay ninguna posibilidad de que venga nadie a molestar, supongo.
– Como mínimo durante un mes, no. Algunas casas están alquiladas todo el año, pero la mayoría sólo lo están durante el verano, de mayo a septiembre. ¿Estará cómodo aquí?
– Seguro que sí.
– No hace mucho calor ahora, pero si sube la estufa eléctrica que hay abajo, le secará un poco las mantas. Ahora podremos tomar una copa. Usted la necesita. La cama se puede hacer más tarde.
Lucía como ama de casa era una sorpresa. Sus modales, la soltura con que se movía, cambiaron de un modo súbito pero imperceptible. En cuestión de cinco minutos reunió los elementos necesarios de la desconocida cocina como si estuviera en su casa.
Recibió con una sonrisita burlona mis compras de comida (me había olvidado, entre otras cosas, de comprar mantequilla, con lo que la tortilla quedaba descartada), pero no se preocupó demasiado. No sé cómo, pero consiguió hacer un delicioso plato a base de huevos con la ayuda de una lata de tomate frito y unas rodajas salteadas de embutido de ajo. Los cominos acompañándolos con pan y una botella de vino tinto, en una mesa baja de café situada junto al fuego.
Yo había esperado que ella tendría ganas de seguir hablando de nuestros planes cara a la semana siguiente, pero me equivoqué. La autoridad para hacer planes, al parecer, me la había dejado a mí; su misión, por lo tanto, sería la de proporcionar provisiones, apoyo táctico y cuidar de mi estado moral. Había recogido algunos datos acerca de mi vida privada de boca de Adela Sanger; ahora deseaba saber cosas de mis amigos: sus ocupaciones, edad, estado civil, dónde vivían, cuanto ganaban, qué decían, qué pensaban. Cuando mencioné a una mujer a quien yo conocía bien porque trabajaba para un semanario, su interés se hizo mayor y sus preguntas resultaron más prudentes. ¿Es ese tipo de mujeres con las que uno se acuesta?, se estaba preguntando. Al comprender que esto no era posible, su actitud se hizo más directa.
– ¿Qué pasará la semana que viene cuando todo el mundo le esté buscando? -preguntó-. ¿No estarán preocupados sus amigos por usted?
– Supongo que sí. Pero no puedo hacer nada.
– ¿Y su amiga particular?
– ¿Mi amante, quiere decir?
– Ah, no me había contado nada de ella.
– Porque no existe.
– ¿No tiene nada por el estilo?
La incredulidad de su tono hubiera resultado insultante si yo no me hubiera estado preguntando cómo podía salir airoso del atolladero.
– De momento, no.
– ¿Por propia voluntad?
– En parte, supongo.
Sus cejas se arquearon en ademán burlón.
– Ah, comprendo. Es usted uno de esos muy difíciles de contentar -se sonrió-. ¿Qué fue de la última?
Yo me tomé un trago de vino antes de contestar.
– Ya casi la he olvidado -le dije-. El hombre del hospital me dijo que la olvidaría por completo al cabo de poco tiempo.
Su sonrisa se esfumó.
– ¿Qué ocurrió? ¿Murió?
– Que yo sepa, está con más vida que nunca. En aquel hospital, el paciente era yo.
– ¿Y usted no tiene ganas de hablar sobre ella?
– Ni de pensar en ella si puedo.
– Ya comprendo. Esa mujer formaba parte de los tiempos difíciles.
– Sí.
Por fortuna, Lucía no siguió con el mismo tema. Terminó el vino que tenía en el vaso y empezó a limpiar la mesa. Yo empecé a ayudarla, pero ella me lo impidió.
– No, lo hago más rápido yo sola. Termine el vino. Haré un poco de café. Un minuto o dos más tarde la oí salir de la cocina y subir las escaleras para hacer la cama. Yo me quedé donde estaba. Me encontraba muy cansado, y la conversación sobre Madeleine me había deprimido horriblemente.
En esas ocasiones en que me hallo tan deprimido, algo raro se me nota en la cara. Lo sé. Ella lo notó en el momento en que entró con el café. Le cogí la bandeja y ella se dirigió al armario y trajo la botella de coñac que yo había abierto la noche de la entrevista.
– ¿Cree que podrá dormir bien aquí? -me preguntó-. Personalmente, por alguna extraña razón, encuentro diferencia entre una casa extraña y la habitación de un hotel. Incluso una casa como esta es algo muy personal.
– Me atrevería a decir que el coñac me ayudará.
Lucía se sentó y sirvió el café.
– Cuando Adela me acogió -dijo-, yo era presa, como se puede imaginar, de una especie de crisis de nervios. Consiguió que su médico le diera una receta y me trajo unas pastillas sedantes. Me quedan unas pocas. Ya sé que no son lo mismo que un somnífero, pero se las podría traer mañana, si quiere.
– ¿Sabe de qué tipo son?
– Luminal, creo. O algo así.
– Gracias. Me vendrán bien.
– Si me hubiera dado cuenta -dijo secamente-, las habría metido en el bolso esta noche.
Esto me hizo sonreír.
– No está usted acostumbrada a tratar con inestables psíquicos.
Lucía se ruborizó enfadada.
– Si puede sonreírse al referirse a usted mismo en esos términos, uno ha de suponer que, o bien no cree en lo que dice, o goza humillándose a sí mismo. En cualquier caso, no resulta atractivo.
– No era mi intención serlo. Trataba de describir simplemente una situación. Me sonreí porque puso usted una cara como si el olvido del Luminal fuera una cosa tan ordinaria como el de la mantequilla que me ocurrió a mí. ¿Me comprende?
Ella trató de asimilar mi frase y luego se encogió de hombros.
– Antes dijo que era usted un cobarde; ahora dice que es un inestable psíquico. Sólo se acuerda siempre de los malos ratos y sólo cuenta cosas malas de usted mismo. ¿Por qué? ¿Porque es estúpido? No me lo parece. Tal vez, sin embargo, porque piensa que cuando una persona tiene miedo de muchas cosas, esto le hace ser un cobarde. Tal vez porque, al pensar continuamente en las ofensas que ha recibido, ya cree que es un anormal definitivamente.
Había estado mirando al fuego, pero ahora levantó la cabeza y me miró directamente.
– Pero no espere que yo le siga el juego -continuó-. Para mí es usted un hombre completamente normal. Puede que no sea usted feliz, pero eso es asunto suyo. No tengo intención de comportarme con usted como si se tratara de "una especie de". No tengo intención de "comportarme" con usted como si fuera un anormal. Nunca me han gustado los seres deformes.
– Entonces supongo que no tendrá problemas en negar su existencia. Al fin y al cabo -añadí en tono más razonable-, lo nuestro es simplemente una relación de negocios.
– Exactamente -dijo, y se puso de pie-. Creo que es hora de irme. ¿Hay alguna otra cosa que deba traerle, aparte de lo que ya hemos hablado?
– Si se me ocurre algo, ya le telefonearé.
Se puso el abrigo, la peluca y el pañuelo de la cabeza. Yo apagué la luz antes de abrir la puerta de la calle. Lucía salió sin decir otra palabra.