– Se podía entrar en coche. Había una puerta cochera.
– ¿Hasta qué hora estaba abierta la clínica? ¿Se acuerda?
– No, pero la farmacia está abierta hasta las ocho y media. Supongo que la clínica también. Es bastante tarde.
Me quedé pensando un momento.
– Puede valer para la primera entrevista -dije al fin-. Si puedo aparcar en el patio, él podría entrar por la farmacia, bajar hasta el coche y luego volver por el mismo camino. Si es que no han cambiado las cosas.
– Podríamos darnos una vuelta por allí esta noche y verlo. No estará abierto, pero tal vez pueda hacerse usted una idea.
– Sí, será lo mejor que podemos hacer.
Me quedé pensando otra vez.
– Sólo hay una cosa que no me gusta mucho. Un iraquí llega a Niza. Y lo primero que hace es visitar una clínica que da irrigaciones de colon y trata a los viejos con problemas de próstata. ¿No le parecerá sospechoso?
– ¿Sospechoso que Farisi entre en una farmacia? Es una gran tienda que tiene droguería además de farmacia. ¿Y cuánto tarda en salir? Diez minutos como máximo.
– Puede que tenga razón. Pero la segunda entrevista tendremos que pensar en otra cosa.
De pronto arrugó el ceño.
– Me acabo de acordar de una cosa.
– ¿Qué cosa?
– Ahmed me dijo que el brigadier Farisi no habla francés. Unas cuantas palabras, todo lo más.
– ¿Y el inglés?
– Oh, sí. Es la segunda lengua del Irak.
– Bien yo también lo hablo.
– Estaba pensando en cuando entrara en la clínica. Tendrá que decir algo, concertar una visita para el día siguiente posiblemente.
– Yo puedo apuntarle lo que ha de decir, supongo.
– O quizá lleve con él alguien que hable francés.
– Yo no quiero tratar más que con un hombre. Por lo menos, uno cada vez. Sobre todo en la segunda entrevista. Pueden optar por hacerse con los documentos sin entregar el dinero a cambio.
– ¿Tiene revólver?
– No.
– Bien en el coche hay uno que yo uso. Es de Adela. Puede usarlo.
Llevar un revólver cargado en el coche es una vieja costumbre francesa. Siempre creí que era una costumbre absurda, pero no me pareció el momento más oportuno para mencionar esta opinión mía.
– Muy bien -le dije-, pero sigo pensando que es más prudente negociar con un solo hombre cada vez. No es sólo por cobardía -añadí con intención-. Es también por avaricia y sentido común.
Lucía se rió burlonamente; no reparaba en hablar de cobardía cuando podía adornarlo con una broma graciosa. Me puso un poco más de vino; volvía a encontrarse a gusto conmigo otra vez.
– Hay otra cosa de la que no hemos hablado -continué yo-; los documentos en sí. ¿Dónde están, y cómo vamos a elegir las muestras?
– Ah, sí. Tengo que hablarle de eso. No habrá dificultades. Ahmed había elegido ya ciertas páginas para enseñárselas a las personas que quisieran hacer compra. Pero dijo que era necesario ser cauto. Pueden ver y leer esas páginas una vez y sólo una vez. Y no deben tomar notas. Lo que pueden coger de memoria en una sola lectura no puede ser mucho, decía Ahmed.
– ¿Cuántas páginas son?
– Seis. Mañana por la noche las traeré.
– ¿Y el resto de los documentos? Supongo que aún están en la maleta.
– Sí.
Su cara se puso rígida y yo me sonreí tímidamente.
– Es horrible, ¿no, Lucía? Si todo sale de acuerdo con nuestros planes, el momento decisivo pronto llegará y entonces tendrá que dejarlo todo en mis manos: los documentos y el dinero.
Se ruborizó ligeramente y se puso en pie.
– Creo que será mejor que cenemos en la mesa, como dos señores -dijo, y se dirigió hacia la cocina.
Al pasar junto al sofá, se detuvo. Tenía el bolso allí. Lo cogió y sacó de él un tubito de pastillas que dejó con innecesaria firmeza sobre la mesita del café.
Me dirigió una mirada fugaz.
– El Luminal -dijo.
2
La clínica estaba en un barrio de la ciudad cruzada por calles con nombres de compositores: Gounod, Verdi, Berlioz, Glazounov. Estaba muy alejada de las zonas donde se hallaban los grandes hoteles del turismo. La farmacia era, tal como había dicho Lucía, un gran establecimiento. Es más, sus grandes escaparates estaban completamente llenos de anuncios o cubiertos con papel de plata y resultaba casi imposible ver el interior desde la calle.
Lucía dio la vuelta a la esquina y detuvo el coche justamente en la parte trasera de la entrada del bloque de pisos. Yo me bajé del coche y penetré en el patio a través de la puerta cochera. En las habitaciones del portero se veían los destellos de un aparato de televisión. Nadie me vio entrar.
En el patio había dos coches aparcados y espacio para otros dos con un letrero que decía que el sitio era privado. No tuve que buscar mucho por la puerta trasera de la clínica; estaba en el rincón de la izquierda. Pegada a la pared, junto a ella, una pequeña placa grabada con el nombre de la clínica y la información de que aquella entrada era únicamente para uso del personal profesional.
Regresé al coche y me senté junto a Lucía.
– Parece que todavía funciona -le dije-. Sólo hay una cosa que me preocupa. Ninguno de los hoteles en los que, según su idea, puede alojarse Farisi está cerca de aquí. ¿Por qué había de venir hasta aquí para encontrar una farmacia? Habría varias cerca de su hotel. ¿Para qué necesita venir a este barrio?
Lucía se quedó pensando por un momento.
– ¿Para ir a un cine?
– ¿Hay alguno cerca de aquí?
– Ahora se lo enseñaré.
Dio la vuelta al coche y pasó por delante de la farmacia otra vez hacia la calle principal, la Avenida Respighi. En la esquina había un cine.
Yo tomé nota de la dirección.
– Estuve pensando -dijo ella cuando volvíamos a Beaulieu- que sería mejor si tuviera una receta médica para presentar en la farmacia. Por si está realmente vigilado.
– ¿Qué quiere decir?
– Como señaló usted, este caballero iraquí llega del oriente medio. Muy bien. La hora es diferente. Quiere dormir. Pide un médico en el hotel que le dará una receta para que se compre unas pastillas. Si la vigilancia es eficiente, se enterarán de esto. Una vez que tenga la receta todo irá bien. Decide ir a un cine a pasar una hora o dos antes de cenar. Al salir del cine, se acuerda de la receta. La lleva a la farmacia más cercana y espera. A nadie le sorprenderá si espera veinte minutos o más. Nadie se preguntará qué hace dentro tanto tiempo. Es normal que tarde. ¿Qué le parece?
– Me parece que es usted mucho mejor que yo planeando estas cosas.
Ella sospechó ironía o sarcasmo en mis palabras y se enfadó.
– ¿Por qué es usted tan malo? Hablo en serio.
– Yo también. Creo que es una idea muy buena. La primera entrevista será la más importante, porque decidirá el precio. Cuanto más fácil y relajada sea, mejor.
Hubo un corto silencio. Luego Lucía dijo:
– Estuve pensando en mañana.
– Yo también.
– ¿En lo de la prensa y la radio?
– Sí. ¿Cómo consigue los periódicos?
– La mujer me trae el Nice Matin y, a veces, si se acuerda, uno de los periódicos de París.
– ¿De la tarde nada?
– No. Se va a mediodía. Tendremos que estar pendientes de las noticias de la radio y esperar a que se haga de noche por los periódicos. Me pararé en la estación al venir hacia aquí. No hay mucha luz en ella. De todos modos, es preciso correr el riesgo.
Bajó la vista hacia el panel del cuentakilómetros.
– Hay una cosa que debemos hacer esta noche.
– ¿Qué?
– Llenar el depósito del coche. Adela me dejó dos bidones para una emergencia, pero es mejor guardarlos. Esta noche no corre usted ningún peligro entrando en un garaje. Hay uno en el depósito de la Michelin en la calle Arson.