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Se detuvo cerca de la intersección de la calle Bonaparte y la calle Arson y bajó del coche. Yo entré en el garaje y llené el depósito mientras ella se dirigía con paso rápido al cruce de carreteras que hay al pie de la colina que sube hacia la Corniche. Yo la recogí cinco minutos más tarde y regresamos a casa.

Al bajarme del coche, ella se colocó en el asiento del conductor y cogió de la guantera algo que parecía un trapo viejo para limpiar.

– Será mejor que se lleve esto ahora -me dijo.

– ¿Qué es?

– El revólver.

Yo lo cogí con el trapo grasiento en que estaba envuelto y cerré la puerta del coche.

– A dormir bien, Pierre -me dijo sonriendo.

– ¿Me telefoneará si hay algo en el Nice Matin?

– Por supuesto. Tan pronto como se vaya la mujer.

Observé cómo daba la vuelta a la calle, esperé hasta que el ruido del motor desapareció y entonces me dirigí a la casa vacía. El fuego casi se había apagado. Puse otro leño y utilicé el fuelle hasta que empezó a arder. A continuación, desenvolví el revólver. Estaba totalmente cargado.

Yo había hecho el servicio militar en Holanda. Como era licenciado universitario, me pasé la mayoría del tiempo enseñando idiomas en una unidad educativa. Durante la instrucción, me habían iniciado en los misterios de desmontar, limpiar y disparar el rifle Armalite A.R.10; pero allí terminaba mi conocimiento de las armas de fuego. Personalmente, tenía la idea de que las pistolas y los revólveres era cosa de los oficiales del ejército, policías y criminales.

Examiné el arma con curiosidad, buscando el seguro. Pero no lo tenía. Al cabo de un rato conseguí dar con el cerrojo que sujetaba el cilindro y lo descargué. Esto me permitió hacer sin peligro para mí y para los muebles, el importante descubrimiento de que, al apretar el gatillo, el cilindro daba vueltas y el percutor subía y bajaba.

Ahora, el fuego ardía animadamente otra vez; pero, cosa rara, yo seguía teniendo frío. Dejé de jugar con el revólver y lo metí, cargado, en un cajón. Había empezado a pensar en mañana.

El Luminal estaba donde Lucía lo había dejado, sobre la mesita del café. Había seis pastillas de 15 mg. en el tubito. Me tomé tres y me acosté.

3

Me desperté poco después del amanecer. Desde la ventana de la habitación podía verse la Pointe St. Hospice en Cap Ferrat. Soplaba una fuerte brisa del sur y la oscura superficie del mar de allende la bahía estaba salpicada de blanco. No había la típica niebla de madrugada; el cielo estaba ya brillante claro. Allá abajo, por una pequeña curva de la carretera de la costa que yo podía ver, pasaba una camioneta blanca de reparto. Casi podía leer las letras que llevaba en el costado. De pronto, tuve un absurdo sentimiento de incomodidad. Con un día así, pensé, no se podía ocultar nada. Si el cielo estuviera encapotado, también hubiera sido presa de ansiedad, por supuesto. Lloviera o hiciera sol, iba a ser un mal día de todos modos.

Bajé las escaleras, me hice café y puse la radio. Radio Mónaco estaba recomendando un agua mineraclass="underline" "L'eau qui fait Pfshit!… Pfshit!… Pfshit!" Intenté, sin éxito, encontrar una emisora que estuviera dando un programa de noticias y al fin volví a Mónaco, que era la que se oía mejor.

Tosté lo que quedaba del pan que Lucía había traído la noche anterior y me lo tomé con el café. Después me bañé, me afeité y me vestí.

Las noticias las dieron a las nueve en punto. En la sesión de apertura de la conferencia internacional sobre tarifas, se esperaba que el delegado francés se opusiera a la elección de un presidente permanente. Se informaba que un avión de línea belga con sesenta personas a bordo llegaría con retraso a Brazzaville. Otro satélite de comunicaciones iba a ser lanzado aquella mañana desde cabo Kennedy. En el barrio St. Georges de Marsella había tenido lugar el segundo asesinato con hacha en el espacio de una semana. Según las averiguaciones de una comisión de seguros que había estado investigando las causas de los accidentes de tráfico, la carretera nacional 7 era la más peligrosa de las carreteras europeas. En Lyon iba a comenzar el proceso de un hombre y una mujer acusados de desfalco en el capital de su hija que ellos custodiaban.

El locutor continuó: Nos ha llegado también eco del misterioso caso Arbil. Los oyentes recordarán que una bella muchacha de Niza, Mademoiselle Lucía Bernardi, estaba buscada por la policía para interrogarla acerca del asesinato de su amante en Zürich. Hasta ahora, la policía no había podido descubrir su paradero. Pues bien, esta mañana una noticia de agencia procedente de los Estados Unidos informa que la semana pasada un periodista americano logró encontrar y entrevistar a Mademoiselle Bernardi en una casa situada en los alrededores de Niza. Se dice que ha dado una versión íntegra de las circunstancias que rodearon el asesinato. De momento, no se conocen más detalles, pero un funcionario de la policía perteneciente a la Comisaría Central ha declarado hace una hora que tienen el reportaje, que lo están investigando y que a última hora de la mañana tal vez hagan alguna declaración. Esperamos contar con dicha declaración en nuestro espacio de noticias del mediodía.

Y continuó dando los resultados deportivos del fin de semana.

Era más o menos lo que yo había esperado, con la excepción de la información de agencia. Había olvidado que había quioscos en Nueva York donde se podía comprar el World Reporter el domingo por la noche. Las alusiones a la policía no me hicieron ninguna gracia. La imagen de un periodista americano que tiene éxito donde había fracasado la policía francesa no iba a favorecer en nada al "americano" ante los ojos de los funcionarios de la Comisaría Central. Bueno, cuando llegaran los "futuros detalles" se aclararía la situación. Me preguntaba dónde estaría Sy Logan y cuánto tardaría la policía y los periodistas suizos y franceses en empezar a hacerle preguntas. Si había regresado a París, posiblemente habrían empezado ya.

Intenté localizar de nuevo otra emisión de noticias; pero sin éxito otra vez. No había nada que hacer sino esperar. Examiné los libros de la sala de estar. Había el típico surtido que era de esperar en una casa amueblada de cualquier parte del mundo: una enciclopedia vieja, incompleta, libros de reminiscencias coloniales, algunas novelas francesas e italianas ilegibles, los catorce volúmenes de una edición de Víctor Hugo, encuadernada en piel, y un curioso manual pensado para ayudar a los padres a elegir el nombre de sus hijos: Un nom pour le Bebé. Busqué en él el nombre de Lucía.

Me enteré que era, o bien el derivado femenino del latín Luctus que significa luz, o bien el diminutivo de Lucrecia. Este último, admitía cándidamente el manual, se usaba poco ahora, debido a "desafortunadas asociaciones históricas".

Durante un rato, para pasar el tiempo, estuve contando mis polluelos antes de incubarlos. Empecé por organizar la resurrección de Ethos como revista mensual. Como le había dicho a Lucía, había sido la concepción quincenal, demasiado ambiciosa, el origen de todos los males. Estando como estaban los gastos de producción, no había ni para empezar. Por otra parte, una publicación mensual sería económicamente viable. Sólo necesitaría una tercera parte del personal. Y el nuevo formato que tenía en la mente ofrecía las perspectivas más halagüeñas para unos considerables ingresos por propaganda. Y esta vez me aseguraría un contrato de distribución más efectivo y provechoso.

Tras diez minutos de esta especie de sueño despierto, comprobé que el retorno a la realidad sería más penoso si continuaba por el mismo camino. Encendí la radio de nuevo y escuché un programa de música ligera mezclada con anuncios comerciales.

El mediodía llegó a su debido tiempo, y pronto empecé a desear que ojalá no hubiera llegado.

El locutor empezó con un comunicado sobre la conferencia tarifaria de Ginebra y luego continuó: