Sospechando una broma, el World Reporter se mostró cauto, pero dio instrucciones al reportero de que investigase más. El jueves por la noche, en una casa cerca de Niza, nuestro enviado grabó una entrevista con una mujer que decía llamarse Lucía Bernardi, pero que se negó a dejarse fotografiar o a que un testigo imparcial estuviese presente. Esta es la entrevista.
A continuación venía la versión de la entrevista, resumida con la habitual maestría del World Reporter para que sólo ocupara dos columnas. También había una foto de Lucía con su bikini. El pie decía: LUCIA BERNARDI. ¿Es ella o no?
El trabajo concluía con una nota juguetona:
Si la Dama de la Entrevista es realmente Lucía Bernardi, la policía suiza ya tiene material para analizar; si no lo es, entonces Francia tiene un nuevo escritor de relatos de misterio.
En otras palabras, el World Reporter había sido frívolo y discreto aconsejado sin duda por las circunstancias.
Nice Soir citaba ampliamente el reportaje y subrayaba especialmente aquellas partes que la policía suiza había apuntado como circunstanciales. Aparecía la esperada fotografía mía. Y con un pie redactado en estos términos: "MAINTENANT C'EST: CHERCHEZ L'HOMME".
No me molesté en leer lo que decían sobre mí.
Lucía había vuelto de la cocina y se sirvió algo de beber.
– ¿Lo ha leído? -le pregunté.
Ella afirmó con la cabeza.
– Me detuve en la Corniche y lo hice a la luz de un farol. Lo siento pero no podía esperar, me interesaba saber lo que decían sobre los documentos.
– Creo que han dicho bastante al respecto.
– Oh, sí. Farisi comprenderá.
– Y el Comité.
– Sí, el Comité también.
Me dirigí al cajón en el que había guardado el revólver y lo cogí.
– Supongo que es conveniente que lleve esto conmigo esta noche.
– Si usted cree, sí. Pero antes me dijo que Skurleti se había ido a Niza. El Comité no le habrá encontrado tan pronto.
– No pensaba en el Comité. Pensaba en el propio Skurleti que puede que haya pensado en que hay un modo más barato de obtener lo que desea. Yo estaré solo. ¿Quién puede evitar que envíe una banda de matones por delante? Hay montones de lugares tranquilos en que pueden atacarme. Pronto me ablandarían.
Lucía me miraba de un modo curioso ahora.
– ¿Cree usted realmente que puede ocurrir una cosa así?
– Si lo pienso fríamente, no. No creo que ese sea el modo de hacer las cosas de Skurleti. Tiene demasiado aspecto de hombre de relaciones públicas, de negociador.
– Pues entonces…
– Puedo equivocarme. Sus ideas de lo razonable pueden ser diferentes a las mías.
Intenté poner el revólver en el bolsillo de atrás del pantalón, pero abultaba demasiado.
Lucía se rió. Sin saber por qué, yo también me reí, aunque no tenía ganas ni mucho menos. Lucía se dirigió a su abrigo, sacó de él un sobre grande doblado en dos y me lo dio.
– Esto le hará entrar en razón -me dijo.
Yo dejé el arma y abrí el sobre.
Dentro había dos carpetas archivadoras de tamaño legal, de papel manila, cada una con unas cuantas hojas de papel dentro. Por fuera de cada una de las carpetas había tres líneas en árabe. Parecían idénticas.
Las hojas que había dentro estaban completamente escritas en árabe también, con letra muy pequeña y muy clara, y con tinta verde. En las esquinas había varios números a lápiz. Era lo único que yo podía leer. Le pregunté qué significaban aquellos números.
– Son los números de la hoja y de la sección a donde pertenece la página -me dijo.
– ¿Sabe lo que dice el texto?
– No pero Skurleti sí que lo sabrá, y lo que lea le gustará. Las páginas fueron escogidas cuidadosamente para suscitar su interés. Son los dos ejemplares de que le hablé.
– Comprendo.
Dejé una carpeta en un cajón y metí la otra en el sobre.
Lucía dio un sorbito a su bebida y me observó.
Aunque había dejado el revólver, seguía pendiente de él. Había sido limpiado cuidadosamente antes de envolverlo en el trapo, y el aceite de máquinas utilizado dejaba un olor agrio, penetrante, parecido al de un desinfectante. Mi mano derecha olía también. Volví a cogerlo y lo puse en uno de los bolsillos de mi impermeable de plástico. El sobre lo metí en el otro bolsillo. Después, me fui a lavar las manos.
Cuando volví, Lucía estaba en la cocina revolviendo una olla de sopa.
– Mi padre decía -comentó ella- que, en la guerra, algunos tenían mucha hambre cuando estaban nerviosos o asustados, en cambio otros no tenían ninguna. Yo soy del tipo de los que no la tienen. Sólo voy a tomar una taza de sopa. ¿Y usted?
– Lo mismo, por favor.
Lucía me dirigió una significativa mirada.
– También decía que se podía adivinar quiénes serían los primeros en escapar cuando las cosas se ponían feas. Los que no comían absolutamente nada.
4
Salí de casa a las nueve en punto. El Relais Fleuri estaba sólo a unos cuantos minutos en coche, pero yo quería estar allí bastante antes de la hora de la entrevista, por si Skurleti llegaba temprano.
Lucía me había explicado dónde podía dejar el coche; había un espacio detrás de la gasolinera que no se veía desde el aparcamiento del Relais. Allí es donde ella había dejado el coche la noche de la entrevista.
La luna estaba en cuarto menguante, pero proyectaba grandes sombras; no me sentía inseguro allí. Me sentía solo. Oía voces y los ocasionales estallidos de risa procedentes del Relais. También había un individuo con una tos tremenda; pero el sitio resultaba cálido y agradable. Mientras esperaba, tuve ganas de entrar y pedir un café, y que me lo sirviera la misma amable camarera que me había atendido hacía cinco noches.
En el Relais había más gente que cuando yo había estado la otra noche, supongo que debido a ser comienzos de la semana. Había tres enormes camiones con remolque aparcados delante. Uno, el que veía mejor desde donde estaba, tenía la palabra "RHONE" pintada en los lados con letras enormes. Los otros dos no tenían nada. Empecé a preguntarme qué serían. Podían ser los caballos de Troya, grandes espacios llenos de hombres que saldrían de las puertas traseras en el momento en que yo asomase la cabeza.
A las nueve y veinte, cuatro hombres salieron del Relais y se dijeron buenas noches por encima del hombro. Se subieron a las cabinas de los dos camiones. Zumbido de motores, silbido de los frenos de aire, y los caballos de Troya se fueron.
Cuatro minutos más tarde, un camión cisterna de la Esso entró en el aparcamiento. Esto me intranquilizó un poco. No creía que las compañías petrolíferas hiciesen servicios de llenado por la noche, pero no estaba seguro. Si las luces de la gasolinera se encendían, yo tendría que salir corriendo. Sólo cuando el conductor hubo bajado, se estiró, bostezó y se dirigió hacia el Relais, vi que, mientras había estado pendiente del camión cisterna, había llegado el Taunus. Ya había apagado las luces.
Esperé unos segundos y escuché para asegurarme que no se acercaban otros coches por la carretera; luego, me bajé del Citroën, cerré la puerta sin hacer ruido y atravesé el patio de la gasolinera en dirección al Taunus. Me pareció que estaba muy lejos y no aparté la mano del bolsillo del impermeable donde tenía el revólver, pero me contuve y no corrí.
Me acerqué al Taunus por detrás para asegurarme de que el conductor era Skurleti y que no tenía a nadie con él. Skurleti oyó mis pasos y volvió la cabeza. Yo abrí la puerta de atrás y entré en el asiento trasero.
Skurleti me obsequió con una de sus sonrisas y me dijo:
– Buenas noches.