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– Buenas noches, Mr. Skurleti.

– Es un gran placer volver a verle.

– El placer es mutuo. ¿Le importa que hablemos de negocios?

– ¿Aquí?

– No. Aquí sólo vamos a discutir el modo de llevar el asunto. Dadas las circunstancias, supongo que no le importará que sea yo quien determine el procedimiento.

– Estoy seguro que no me pedirá cosas absurdas.

– Ni mucho menos. Primero, tengo que decirle que estoy armado.

– ¿Viene usted armado a una reunión amistosa de negocios?

Se había retorcido en el asiento delantero para mirarme a la cara. La luz del letrero del Relais le daba un aspecto deforme.

– ¿Usted no va armado, Mr. Skurleti?

– Ciertamente que no -la sugerencia pareció irritarle-. He tenido que hacer un gran viaje, y las armas suelen ser un gran problema con las autoridades de aduanas. De todos modos, la Agencia Transmonde sólo acepta asuntos serios. Es costumbre nuestra evitar la violencia.

– Encantado de oírle eso. Lo que propongo es que se dirija a Niza. Al cabo de medio kilómetro encontraremos un sitio donde podrá detenerse. Entonces podrá examinar las credenciales de que hemos hablado. Después hablaremos. ¿De acuerdo?

Era un conductor meticuloso pero torpe; yo me alegraba de no tener que ir lejos con él. El sitio que yo había elegido para detenernos era un pequeño entrante en la falda de la colina, utilizado por las cuadrillas de mantenimiento de la carretera como depósito para dejar el cemento roto y la grava. Me había fijado en el sitio dos noches antes. Skurleti lo examinó con ademán de aprobación, y apagó las luces.

– Si algún policía curioso quisiera saber por qué nos habíamos parado aquí -dijo él-, siempre se le puede decir que fue para satisfacer una necesidad de la naturaleza. Se retirará usted detrás de ese montón de piedras. ¿De acuerdo?

– Lo tendré en cuenta -dije yo-, pero espero que no estemos mucho tiempo. El próximo paso del plan consiste en que yo le dé a usted unos documentos para que los lea.

– Eso es lo que yo espero, naturalmente.

Sacó una pesada linterna de la guantera y una pequeña lupa del bolsillo.

– Para leer estos documentos, ha de someterse a ciertas condiciones.

– ¿Condiciones?

Los labios cayeron rápidamente sobre los dientes.

– Sólo puede leerlos una vez, sin tomar notas, y devolverlos a continuación.

Se quedó pensando un momento antes de contestar.

– Eso no es enteramente aceptable. Tengo que hacer un examen detallado, como mínimo, de uno de ellos.

– ¿Para qué?

– ¿Me equivoco suponiendo que se pretende sobre estos documentos que son los que pertenecieron al coronel Arbil y están escritos por su propia mano?

– Exacto.

– ¿Y son los documentos originales?

– Ciertamente.

– Bien. Mis representados, naturalmente, estarían interesados en esto. Por lo tanto, es mi misión asegurarme de que no reciban otra cosa -levantó una mano en señal de protesta-. No dudo de su buena fe, Mr. Maas. Me parece que es usted un hombre formal. Pero usted, al fin y al cabo, no es el principal interesado. Los dos somos intermediarios que defendemos los intereses de nuestros representados. ¿No es así?

– Supongo que sí.

– Yo tengo aquí -dijo dándose un golpecito en el pecho- una muestra de la escritura del coronel Arbil. Lo que le pido, lo que insisto en pedir, me temo, es la oportunidad de hacer una comparación entre la muestra y los documentos.

Fingí pensármelo un poco antes de asentir.

– Muy bien. No es una petición descabellada.

Skurleti se sonrió.

– ¿Ve? Nuestra negociación progresa.

– Con una concesión por mi parte, si. Pero por este camino no continuará progresando.

Sus dientes volvieron a brillar.

– Es usted un chico muy interesante, Mr. Maas -dijo-; muy interesante. Es un placer trabajar con usted.

– Muy amable por su parte. Espero que nos entendamos. Puede examinar los documentos y compararlos con la muestra que obra en su poder. Y luego leerlos otra vez. Pero sin tomar notas. Me los devolverá inmediatamente que los haya leído.

– De acuerdo.

Le di el sobre y le observé mientras trabajaba. Sacó la muestra de su cartera de cocodrilo, la dejó en el asiento a su lado y encendió la linterna.

La muestra parecía una carta. Estaba escrita en papel timbrado de un hotel, pensé, aunque no podía leer el nombre del hotel. La tinta era verde como la de las páginas que yo había dado. Sacó la carpeta del sobre, echó un vistazo a lo que tenía escrito por fuera, luego la abrió con cuidado y colocó la carta frente a la primera página.

Había dejado la linterna sobre el respaldo del asiento. Ahora, al inclinarse hacia adelante, la linterna se cayó.

– Tal vez le sería más fácil si yo sostengo la linterna.

– Sí, sí. Se lo agradezco.

Me dejó la linterna y yo la enfoqué hacia abajo con el brazo apoyado en el respaldo del asiento.

Skurleti continuó su trabajo con la lupa. Durante un minuto o así, los dos guardamos silencio. La primera página pareció satisfacerle. Al ir examinando las demás, comenzó a hablar.

– Magnífico. Sí, magnífico. Con la letra árabe queda mucha menos posibilidad de error en la autentificación de documentos que cuando están en letra occidental, ¿sabe, Mr. Maas? Como dice Scheneickert, el viejo método caligráfico de comparar los rasgos externos de la letra es totalmente inseguro. Pero con la escritura árabe nunca se le ocurriría a uno emplearlo. En cada símbolo está la firma personal del que escribe. Esto ha sido indudablemente escrito por el coronel Arbil.

– Entonces, puesto que la prueba ha resultado satisfactoria, quizá pueda empezar con la lectura.

Y aparté la linterna para subrayar la afirmación.

– Ah, sí.

Metió la carta y la lupa otra vez en el bolsillo, cogió los papeles y empezó a leer.

Yo había decidido no darle más de dos minutos por página, pero no hizo el menor intento de detenerse demasiado. Le llevaría unos cinco minutos leerlo todo. Luego, volvió a poner las páginas dentro de la carpeta y la cerró.

Se quedó en silencio durante otro medio minuto aproximadamente. Estaba pensando.

Al fin yo le dije:

– ¿Y bien Mr. Skurleti?

Se giró hacia mí.

– ¿Sabe usted lo que hay en esos documentos, Mr. Maas?

– No. Sé, naturalmente, que son páginas tomadas al azar de una serie de informes escritos por el coronel Arbil. También sé, en general, de qué se tratan dichos informes. Pero nada más. No leo árabe.

– ¿Ha traducido alguien dichos informes?

– Que yo sepa, no.

– ¿Y hecho fotocopias?

– Creo que no. Como usted sabe, me imagino, esos informes fueron escritos por el coronel Arbil para entregar al Gobierno iraquí. Pero dicha entrega no llegó a realizarse. Desde la muerte del coronel, han estado en poder de Miss Bernardi, que siempre estuvo oculta. Puede asegurarle que no ha podido fotocopiar ningún documento.

– Pudo hacerlo Phillip Sanger.

– Phillip Sanger no conoce siquiera su existencia.

– ¿No se lo dijo la chica?

El tono de la pregunta parecía de incredulidad.

– Si se lo hubiera dicho, sería Phillip Sanger quien estuviera hablando con usted en este momento y no yo. Miss Bernardi tenía miedo de que los servicios de Sanger resultasen demasiado caros. Le conoce bien y no confía en él.

– Ah, comprendo.

Se cogió una de las cejas y la retorció como si estuviera manejando un interruptor eléctrico.

– Muy bien, Mr. Maas, creo que podemos continuar nuestras negociaciones.

– ¿Sí?

Volvió a meter la carpeta en el sobre y me devolvió éste.

– Le devuelvo los documentos como habíamos acordado.