Выбрать главу

– Por lo tanto -dije yo-, retrasaremos la decisión unas cuantas horas. Una vez que yo me haya reunido con el representante de los italianos esta noche, le telefonearé a usted y le informaré del estado de las negociaciones. Si usted decide entonces intervenir, podremos tener una entrevista mañana.

– ¿Qué quiere decir eso de "intervenir"?

– Incrementar su oferta, naturalmente.

– Comprendo.

Farisi estaba pensando rápidamente. Quería estar seguro de no perder el contacto conmigo.

– Muy bien -continuó-. Estoy dispuesto a incrementar nuestra oferta ahora mismo a treinta mil dinares.

– Eso es muy tentador, brigadier, pero creo que debemos mantener la palabra dada a los italianos. Al menos, escuchar lo que tienen que decirme.

– No tengo ningún inconveniente, siempre que quedemos de acuerdo en que no tomará una decisión sin consultarme.

– Estaré en contacto con usted otra vez esta noche.

– ¿A qué hora?

– A las ocho o un poco más tarde.

– ¿Cómo se llama ese agente italiano?

– No creo que sea honrado por mi parte el decírselo, brigadier.

– Muy bien -respiró profundamente otra vez-. Espero sus noticias.

– Las tendrá.

2

Informé a Lucía.

– ¿Cuánto es treinta mil dinares?

– Un dinar vale catorce francos nuevos. Treinta mil dinares hace unos…

– Cuatrocientos veinte mil.

– Sí.

Había olvidado sus facultades de cálculo.

– Yo me hubiera conformado con eso -dijo ella.

– Yo estoy seguro de que está autorizado a pagar más. Además, aunque hubiera aceptado, no podríamos concertar la entrevista para esta noche. Es demasiado tarde para lo del médico y el cine. ¿Has llamado a la clínica?

– Sí. Dicen que tiene abierto hasta las ocho y media.

– Esto nos facilita el plan de mañana. Le dije que le llamaría a las ocho de la noche. ¿Podrás estar aquí a esa hora?

– Pues claro.

– No parece que estés muy contenta.

– Me estoy poniendo nerviosa. Está demasiado cerca.

– ¿Qué es lo que está demasiado cerca? ¿La entrevista?

– No. El éxito.

– Si eso lo hubiera dicho yo, me habrías acusado de que esperaba fallar.

Lucía se echó a reír.

3

Me tomé una copa y pasé el aspirador por el suelo de la sala de estar. A las seis, llamé al Motel Cote d'Azur. Skurleti me contestó al instante.

– Seguiré su consejo -le dije-. El mismo procedimiento que anoche.

– Excelente. ¿Y a la misma hora?

– Sí, a la misma hora también. A las nueve y media.

– Todo en orden. Hasta la vista.

Al llegar Lucía, traía dos botellas de champán con las provisiones de comida y un paquete con las dos copias de los documentos.

El champán no estaba muy frío, pero abrimos una botella de todos modos.

Luego telefoneé a Farisi.

Esta vez él mismo cogió el teléfono.

– Lo que yo le dije, brigadier -le aseguré yo-. Los italianos ofrecen cuatrocientos cincuenta mil. Es decir, treinta y dos mil dinares.

– Muy bien nosotros pagaremos treinta y cinco.

– Un momento por favor -me volví a Lucía-. Ahora ofrece treinta y cinco mil dinares.

Su cara se quedó inmóvil por un momento. Luego dijo:

– Eso son cuatrocientos noventa mil francos.

– ¿Aceptamos?

– Sí.

Me dirigí al auricular otra vez.

– Nos parece bien, brigadier.

– Hay condiciones -dijo él secamente.

– ¿Sí?

– No ha de informar de esta oferta a los italianos y utilizarla para aumentar aún más el precio. Tengo que tener la seguridad de que la transacción está acordada. No habrá regateos ulteriores o sacaré la conclusión de que no es usted digno de fiar e informaré al Gobierno francés por medio de nuestro encargado de negocios en París sobre lo que está pasando. Esas son las órdenes que me han dado mis superiores.

– Comprendo, brigadier. Ha hecho usted su oferta y esta ha sido aceptada por la persona a quien represento. No habrá tratos ulteriores con los italianos ni con nadie más.

– Muy bien. También he recibido instrucciones de que no debo hacer ningún pago de ningún tipo, ni retirar el dinero del banco, hasta que me haya asegurado personalmente de que el material es auténtico.

– No hay ningún inconveniente en eso. ¿Conoce usted la letra del coronel Arbil?

– Sí.

– Puedo mostrarle unas páginas del material para que las examine.

– ¿Cuándo?

– Mañana por la noche.

– ¿Dónde y cómo? Creo que debo decirle que, tras nuestra conversación de esta tarde, he tomado las medidas necesarias para ver si efectivamente estábamos vigilados. Su sospecha en este sentido resultó correcta.

Su pomposidad resultaba contagiosa.

– El plan que le voy a proponer para la entrevista fue realizado pensando que así sería, brigadier.

– Muy bien.

Le conté lo que tenía que hacer. El médico, el cine y la farmacia no suscitaron ningún comentario por su parte; pero cuando llegamos a lo de la clínica, empezó a hacer preguntas.

– ¿Irrigación del colon? ¿Qué es eso?

– Un tratamiento, brigadier. Un tipo de tratamiento muy corriente. Una especie de enema.

La palabra no le resultaba conocida. Tuve que explicársela. Cuando la entendió, se puso furioso.

– ¿Y por qué tengo yo que someterme a ese tratamiento?

– Nadie ha dicho que tenga usted que someterse al tratamiento, brigadier. Estaba tratando de explicárselo. Lo único que tiene que hacer es pedir hora para una visita. Su intérprete le dirá lo que tiene que decir.

– Mejor que lo diga él mismo.

– Oh, no. Lo siento. La entrevista debemos celebrarla solos.

– El mayor Dawali es mi ayudante.

– Lo siento muchísimo. Tendrá que esperar en la farmacia. En realidad, nos puede prestar un buen servicio. Puede dar la impresión de estar mirando las cosas que están en venta mientras usted espera a que le despachen. A él se le podría ver perfectamente desde la calle.

– ¿Y usted estará en el patio?

– Sí, a las ocho.

Volvimos a repasar el plan mientras él tomaba notas. Después yo tuve que repetirlo por tercera vez, ahora para el mayor Dawali, el intérprete-ayudante. Finalmente, me dijo que el brigadier deseaba hablar conmigo otra vez.

– Muy bien.

El brigadier había estado pensando.

– Supongamos que quedo satisfecho de lo que vea en nuestra entrevista de mañana -me dijo-. ¿Qué planes tiene para cerrar la operación? Yo no puedo volver a esa clínica otra vez.

– No. Ya pensaremos otra cosa distinta. Eso lo decidiremos más tarde.

– Muy bien. Sólo una cosa que quiero que sepa -añadió en tono hostil-. Soy un magnífico tirador de pistola. Por favor, no lo olvide.

– Descuide, brigadier. Si nos vemos envueltos en algún tiroteo, dejaré la cuestión de los disparos para usted. Buenas noches.

Le conté a Lucía lo que me acababa de decir.

Ella se encogió de hombros.

– Un militar.

– ¿Qué aspecto tendrá?, me pregunto. Por el modo de hablar, me parece que debe ser un tipo alto y delgado, el clásico individuo con úlcera de estómago.

– Ahmed me dijo que era bajo y gordito. ¿Qué importa eso?

Se puso un poco más de champán, bebió un sorbito y suspiró.

– ¿Sigues preocupada? -le pregunté.

Ella asintió con la cabeza.

– Creo que es porque no tengo otra cosa que hacer.

– Puedes pensar en lo que vas a hacer con tanto dinero.

– Oh, eso ya lo sé.

– ¿Qué?

Me besó suavemente en la frente.

– Comprar casas, naturalmente. ¿Qué pensabas?

4

Llegué al Relais a las nueve y cuarto y aparqué en el mismo sitio que el día anterior, detrás de la gasolinera. Era una noche oscura y muy cálida. Podía haberme pasado sin el impermeable de plástico y sin el sombrero, pero creí más prudente llevarlos puestos. Sin embargo, dejé el revólver en el suelo del coche; tenía más facilidad de movimientos sin ese estorbo.