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Tocaron el timbre varias veces sin recibir ninguna respuesta. No tenían ninguna autoridad para entrar sin ser invitados a ello. Al cabo de un rato, uno de ellos dio una vuelta alrededor de la casa a ver lo que había por allí. Regresó, unos minutos más tarde, con un hombre de edad llamado Bazzoli. Bazzoli y su mujer, María, eran los criados del chalet y vivían en una casita a unos cincuenta metros de distancia, junto al huerto.

El viejo estaba en cama totalmente dormido y ahora temblaba, alarmado y quejumbroso. Al principio, la policía no pudo hacerle ninguna pregunta; estaba demasiado ocupado en bombardearlos con las suyas. ¿Por qué estaban apagados los grandes reflectores? Tenían que estar encendidos durante toda la noche; esas eran las órdenes de Herr Arbil. ¿Y dónde estaba el coche de Herr Arbil? ¿Por qué estaba abierta la puerta de la entrada? Debería estar cerrada con llave y con la cadena puesta, como siempre. ¿Dónde estaba la señora Arbil? ¿Qué había ocurrido?

Mientras tanto, había entrado en la casa y al instante resultó evidente que aquí había ocurrido algo muy grave y que la identidad de alguien que había huido después de un accidente pasaba a segundo plano.

En la gran sala de estar, estaban abiertos todos los cajones, todos los armarios y todos los aparadores, y su contenido volcado por el suelo. Lo mismo ocurría en el comedor. En la biblioteca, todos los libros habían sido tirados de los estantes. Incluso la cocina había sido registrada.

En el piso superior, la situación era distinta en un solo aspecto. En una de las habitaciones estaba, tendido en el suelo, el cuerpo semidesnudo de un hombre a quien Bazzoli identificó como Herr Arbil. Le habían disparado tres tiros, dos en el estómago y uno en la nuca.

En este punto, el relato de Partout se hacía más tenso, la narración correspondía ahora a un reportero de sucesos con una visión más concreta de los hechos.

Uno de los policías de tráfico telefoneó a la comisaría. Los inspectores, que llegaron poco después, echaron un rápido vistazo a la escena, interrogaron brevemente a Dietz, Bazzoli y su mujer y llegaron a la conclusión que, en aquel momento, parecía la única posible.

Arbil y su mujer habían tenido una discusión violenta durante la cual uno de ellos había registrado toda la casa buscando algo oculto (dinero, joyas, cartas de un amante, un arma). En el punto álgido de la discusión, la mujer había matado al marido y luego había escapado en el coche de él.

A las tres y cinco de la madrugada, el comisario de guardia en la jefatura de policía de Zürich dio una orden general para detener a Frau Lucía Arbil. Bazzoli había facilitado el número de matrícula del Mercedes, y ésta empezó a circular igual que la descripción de la chica. Se alertó especialmente al cercano puesto fronterizo de Koblenza.

Cuatro horas más tarde se encontró al Mercedes en el estacionamiento del aeropuerto internacional. Se examinó inmediatamente las listas de pasajeros de salida, pero en ninguna de ellas figuraba ninguna Frau Arbil. Sin embargo un empleado del mostrador de la Swissair recordaba haber vendido un billete a una joven que correspondía a su descripción. Había sido para el vuelo regular de las seis de la mañana a Bruselas. Había presentado un pasaporte francés a nombre de Mademoiselle Lucía Bernardi.

La policía estaba en un apuro ahora. El tratado de extradición entre Suiza y Bélgica exige que se presenten pruebas muy fuertes antes de que la persona acusada sea detenida y devuelta para que se la juzgue en el país donde se cometió el crimen. Antes de que Zürich pudiera pedir a Bruselas que actuase, tenían que estar seguros que Frau Arbil y Mademoiselle Bernardi eran la misma persona.

La respuesta la dio el departamento de registro de extranjeros. Contrariamente a lo que Herr Arbil había dicho a los Bazzoli, no existía ninguna Frau Arbil. Lucía Bernardi había sido su amante.

Sin embargo, hasta las diez de la mañana no se pudo asegurar esto, y a dicha hora el avión de Bruselas hacía mucho que había aterrizado y sus pasajeros se habían dispersado.

A última hora de la tarde, el Bureau Central belga llamó para informar que una mujer que correspondía a la descripción de Lucía Bernardi había alquilado un coche en el aeropuerto de Bruselas para que la llevase a Namur. Se creía que había cogido el tren para Lille.

Si esto era cierto, Zürich se enfrentaba ahora con un nuevo problema. A los franceses no nos gusta conceder la extradición a nuestros propios compatriotas. El juicio por el asesinato tendría que celebrarse en Francia.

Si es que ella había cometido el crimen, claro.

En aquellos momentos, el comisario Mülder, jefe de la policía criminal del cantón de Zürich, tenía serias reservas al respecto. Había recibido los resultados de la autopsia sobre el cuerpo de Arbil y todo el caso estaba en el aire.

Según los médicos, Arbil había sido amordazado y atado antes de los disparos. Además le habían torturado. El estado de los testículos dejaba poca duda al respecto.

Es más, las dos balas de revólver que le habían alcanzado el estómago eran de calibre diferente al de la nuca.

La única arma encontrada en el chalet era una pistola Parabellum propiedad del muerto ¡y no había sido disparada!

Dos revólveres de distinto calibre sugerían dos personas. Los técnicos del laboratorio criminal pudieron afirmar que el registro había sido efectuado por dos hombres. Uno tenía guantes de algodón, el otro los tenía de piel. Habían forzado una claraboya del techo para entrar.

¿Quiénes eran?

Evidentemente, no unos ladrones vulgares, porque no habían robado nada al parecer.

Entonces, ¿quién era Arbil?

Un tercer miembro del equipo daba la respuesta a esta pregunta. Utilizaba la frase larga y tenía un estilo suavemente sardónico. Parecía mayor que los otros dos.

El nombre completo del muerto era Ahmed Fathir Arbil y era iraquí. Era refugiado político.

Tres años antes, el entonces coronel Arbil había asistido como delegado del Irak a la conferencia internacional de jefes de policía celebrada en Ginebra. La conferencia se hallaba en pleno desarrollo cuando el gobierno de Bagdad del brigadier Abdul Karem Kassin se vio amenazado por una rebelión militar en la zona de Mosul. La rebelión fue sofocada tras encarnizada lucha, y seguida por las ejecuciones de los líderes instigadores. En vez de regresar a su patria al término de la conferencia, el coronel Arbil pidió asilo político a las autoridades suizas, alegando que si regresaba al Irak en aquel momento sería fusilado inmediatamente.

Según él, la razón de aquella súbita caída en desgracia eran sus simpatías, públicamente conocidas, hacia el movimiento nacionalista kurdo instigador de la rebelión del Mosul. En apoyo de su solicitud, enseñó una orden en la que se le pedía que regresara inmediatamente a Bagdad; dicha orden le había sido transmitida por la Legación iraquí en Berna. Aunque el tono de la misma era formal, ni su rango militar ni su título de Director de los Servicios de Seguridad figuraban en la misma. Se aceptó la significación de dichas omisiones y se le concedió el asilo que pedía, con la condición de que se abstuviera de toda actividad política mientras estaba en Suiza.

Hasta un año antes de su muerte, su residencia en Suiza había pasado relativamente inadvertida. Al contrario de muchos otros refugiados políticos, Arbil nunca había tenido escasez de dinero. Cuando adquirió Villa Consolazione y los propietarios le pidieron referencias bancarias, no tuvo ninguna dificultad en demostrar su solidez financiera. Se suponía que sus ingresos procedían de algún negocio que su familia poseía en el Irak. Nunca había desempeñado ningún tipo de empleo, pagado o no pagado, ni había mantenido ninguna actividad política. Había declarado que estaba trabajando en una historia de los kurdos; pero nadie se lo había tomado demasiado en serio. La mayoría de los refugiados políticos piensan escribir libros, o eso es lo que dicen, por lo menos. En el caso de Arbil, pronto empezó a resultar evidente que su vida social le ocupaba la mayoría del tiempo.