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Me llevó menos de cinco minutos amarrar las placas de la matrícula TT, de tal modo que taparan los números de la matrícula normal. Hecho esto, me senté en el coche y me fumé un cigarrillo. Con cierta sorpresa, me di cuenta de que no me sentía excesivamente nervioso. Me pregunté por qué. Podía ser, pensé, que la ansiedad de Lucía hubiera conjurado la mía. Quizás me estaba acostumbrando al ambiente de conspiración y entrevistas clandestinas. ¿O era, quizá, que había aceptado totalmente a Mr. Skurleti en su papel de padre digno de toda confianza? Tras una breve reflexión, tuve que admitir que la tercera era la explicación más plausible.

Skurleti llegó puntual, igual que la noche anterior, y se detuvo en el mismo sitio. Esta noche se hallaba al lado de un camión italiano de muebles procedente de Génova. Tan pronto como apagó las luces, yo me dirigí hacia su coche aproximándome por detrás como lo había hecho la otra noche.

La misma cabeza se volvió desde el mismo ángulo; los mismos dientes brillaron en la oscuridad; las mismas gafas despidieron los mismos destellos procedentes del letrero del Relais. No había nadie agazapado en la parte trasera del coche esperando para darme una cuchillada cuando abrí la puerta.

– Buenas noches -dijimos los dos casi al mismo tiempo.

– Un pequeño cambio de plan esta noche, Mr. Skurleti -continué yo-. Mi coche está ahí detrás de la gasolinera. ¿Quiere acompañarme?

– Naturalmente.

Nada de titubeos. Cogió una cartera que tenía en el asiento a su lado y salió del coche.

Volvimos al Citroën. Skurleti ni siquiera se fijó en las placas de la matrícula turística; estaba demasiado ansioso en llegar al coche antes que yo para abrirme la puerta del conductor.

– Oh, no, por favor -yo le empujé hacia el asiento delantero junto al del conductor.

Al verme entrar en el asiento trasero, se giró en redondo hacia mí.

– Oh, comprendo. Vamos a hacer aquí nuestro negocio.

Su tono era de decepción.

– ¿Cree que no es seguro?

– Oh, sí, es bastante seguro, ya lo creo. Pero había pensado que puesto que esta será nuestra última entrevista y los dos confiamos el uno en el otro, tal vez hubiera decidido llevarme a la casa donde ha estado viviendo -los dientes aparecieron otra vez-. Al fin y al cabo, Beaulieu sólo está un poco más abajo en la carretera y Cagnes está en el camino de Antibes; me hubiera gustado conocer a Miss Bernardi.

– Creo que podremos arreglarnos aquí.

Pero debió notarme que estaba desconcertado.

Se rió en voz baja.

– ¿Supongo, Mr. Maas, que no pensará usted que estuve perdiendo el tiempo el lunes? Tan pronto comprobé quien era realmente usted, examiné de nuevo la lista de direcciones que usted me había vendido tan solícitamente y comprobé que no estaba tan completa como debiera. Así que volví al Ayuntamiento y la completé.

– Comprendo.

– En aquel momento, me sentí un poco molesto, naturalmente. Tanto correr de un lado para otro llamando a tantas puertas todo el sábado y el domingo había resultado realmente agotador.

– Lo siento.

– Oh, no se lo reprocho -dijo rápidamente-; de verdad que no. Tengo en alta estima su inteligencia. Yo hubiera hecho lo mismo en su lugar. Bien, ¿Hablamos de negocios ahora?

Abrió la cartera, sacó de ella un voluminoso sobre y me lo mostró.

– Cien mil francos, Mr. Maas.

– ¿Cien mil?

– Tengo aquí otro sobre del mismo tamaño. Mientras usted cuenta el contenido de éste, quizá yo pueda examinar el paquete que veo en su mano. Creo que es un arreglo equitativo.

– Muy bien.

Me entregó el sobre y yo le di el paquete. Sacó de la cartera la lupa y la linterna y se puso a trabajar.

Contar el dinero fue fácil. Estaba en fajos de diez billetes de quinientos francos, algunos casi nuevos, otros viejos, sujetos por una esquina según la costumbre de las bancos franceses. Había veinte fajos.

Metí el sobre en uno de los bolsillos interiores y esperé mientras él seguía examinando los informes. Le llevó mucho tiempo.

Cuando terminó, apagó la linterna y se recostó contra la puerta. Me miró pensativo.

– ¿Satisfecho, Mr. Skurleti?

– ¿Con los documentos? Oh, sí.

– Entonces…

– Estoy un poco preocupado por otra cosa -continuó lentamente-. O mejor, digamos que lo están mis clientes. Les informé que a mí me parece usted una persona digna de toda confianza y que usted me había dicho que esta era la única copia existente de los informes del coronel Arbil… la única copia que usted conocía, quiero decir.

– Sí.

Yo me alegraba de que hubiera demasiada oscuridad y no pudiera verme la cara.

Skurleti carraspeó.

– Pues bien, he de explicarle algo de tipo confidencial. Sé que puedo confiar en su discreción. ¿Por qué? Porque no podría contar en un periódico lo que le voy a decir, sin revelar la existencia de esta pequeña transacción.

Dio un golpecito con la punta de los dedos en el paquete de informes, y los dientes hicieron otra de sus exhibiciones.

– Yo no creo que esto sea de su agrado -concluyó.

– Pues no.

– Entonces permítame que le diga que mis clientes pueden decidir, una vez que hayan considerado la información de estos documentos, pueden decidir, repito, dejar que la operación Dagh siga adelante. Es posible que favorezca sus intereses el hacerlo así, usted ya me entiende. En realidad puedo decirle que, como consecuencia de nuestra entrevista de ayer y como resultado de lo que pude informarles, recibí instrucciones de ponerme en contacto con los miembros del Comité que se hallan en Niza en este momento y darles ciertas seguridades.

Empecé a sentir náuseas. Conseguí sobreponerme y le dije con tono razonablemente indiferente:

– ¿Ah, sí?

– Por eso comprenderá -continuó él en tono amistoso- que la certeza de que ésta es la única copia de los informes, y que no hay ninguna posibilidad de que algún otro ejemplar o fotocopia pueda ser entregada al brigadier Farisi o a cualquier otro representante del gobierno iraquí, es una cuestión de vital importancia para mis clientes.

– Lo comprendo perfectamente. Pero como le dije…

– Sí, sí, Mr. Maas. Como usted dijo, y yo informé, todo parece estar en regla. Pero mientras mis clientes parecen estar dispuestos a creer que tal vez usted sea sincero en lo que dice, no por eso están totalmente convencidos. Está Miss Bernardi, ¿comprende? ¿Supongamos que no está usted enterado de todo lo que se trae entre manos?

– Yo creo que sí.

– Naturalmente que lo cree -ahora se sonreía ampliamente; era un hombre de mundo-. Pero con las mujeres nunca se puede estar seguro de nada, Mr. Maas.

Dio unos golpecitos en el respaldo del asiento y añadió:

– Ahora los dados están echados.

– ¿Qué quiere decir?

La sonrisa se transformó en una mueca.

– Si éste es el original y único ejemplar de los documentos -dijo-, entonces, una vez cerrado nuestro trato aquí, usted y Miss Bernardi ya no tendrán motivos para seguir escondidos en secreto. ¿De acuerdo?

– Yo diría que sí.

– ¿Y bien?

– Nuestra intención era ir a la policía.

– Y contarle ¿qué?

– Que yo había persuadido a Miss Bernardi de que sus temores por su propia vida eran infundados e histéricos, y que los documentos que obraban en su posesión debían ser entregados a la policía.