– ¿Existen tales documentos?
– Sí. Son informes que el coronel Arbil se llevó de los archivos de Seguridad cuando huyó de Bagdad antes de pedir asilo político en Suiza. Creo que se refieren a altos funcionarios del gobierno iraquí y podrían ser molestos para ellos si se hicieran públicos. El coronel Arbil tenía parientes en el Irak. Se llevó los documentos como una forma de asegurarse contra las represalias.
– Ah, claro. Comprendo.
Se quedó pensando por un segundo.
Yo también pensaba. Tenía que estar preparado para lo que iba a venir a continuación.
– Parece una explicación satisfactoria -dijo Skurleti lentamente-. ¿Cuándo se piensan presentar a la policía?
– Mañana por la mañana, creo.
– ¿Por qué no esta noche?
– Miss Bernardi quiere dejar este dinero en el banco primero.
Skurleti volvió a pensar.
– Sí, comprendo que sería embarazoso tener que explicar su existencia a la policía. Eso es razonable. Pues bien -su voz se hizo más dura- tengo que darle a conocer algunos hechos desagradables para usted.
– ¿Sí?
– Primero, el brigadier Farisi acaba de llegar a Niza y se halla estrechamente vigilado por los agentes del Comité. Será anotado todo contacto que haga. También tengo que decirle que si Miss Bernardi no se presenta a la policía mañana, tal como usted dice que pretende, también ustedes recibirán las atenciones del Comité. Si usted llega a intentar establecer contacto con el brigadier Farisi, esto será interpretado como prueba de su mala fe y de su hostilidad hacia el Comité. Las consecuencias para usted serán de lo más desagradable.
Yo hice lo que pude.
– Mr. Skurleti, una vez que usted me haya dado ese segundo sobre que ha mencionado, ya no tendremos razón para entrar en contacto con Farisi ni con nadie relacionado con él.
– Me alegra oírle decir eso.
Cogió el segundo sobre de la cartera.
– Ha sido un gran placer conocerle, Mr. Maas. Es usted un chico amable e inteligente. Le preveo un gran futuro. Me desagrada profundamente la idea de verle envuelto con esa gente del Comité.
Me entregó el sobre y sus ojos se detuvieron en los míos.
– Porque si tropieza con ellos, entonces no tendrá futuro.
Yo hice como si estuviera concentrado contando el dinero.
– En mi profesión -continuó Skurleti como si estuviera rumiando-, uno se encuentra con muchas personas a quien desearía ver tras unas rejas: las de la celda de una cárcel o las de la jaula de un circo. Si uno tiene mentalidad antigua, los considera la encarnación del demonio. Ahora la palabra suele ser "neurótico". A mí no me hace gracia. Loco o malo… cuando me encuentro con un hombre de esos se me pone la carne de gallina. Pero le diré una cosa: raras veces he sentido una sensación tan desagradable como al tratar con esta gente del Comité kurdo. Son gente lista, pero peligrosos y desagradables como animales.
Hizo una pausa y luego preguntó:
– ¿Está bien?
La pregunta se refería al dinero del sobre; se había dado cuenta que yo había parado de contar. En realidad, estaba tratando con todas mis fuerzas de no vomitar.
– Sí, perfectamente -le respondí.
Skurleti cerró la cartera.
– Bien. He de regresar. Ha sido un gran placer, Mr. Maas -concluyó alargándome la mano.
Yo conseguí apretar sus dedos.
A continuación, se bajó del coche y se alejó.
Capítulo 8
1
Metí apresuradamente el resto del dinero en el bolsillo y esperé a que hubiera desaparecido. Entonces, encendí un cigarrillo.
Al cabo de un rato mis manos dejaron de temblar y mi cabeza ya podía pensar. Tras meditar un rato la situación, salí del coche, desaté las placas TT -una pequeña desilusión para mí- y las dejé detrás de un barril vacío de gasoil. Luego, regresé despacito hacia la casa de Beaulieu.
Un poco antes de coger la pista por donde se bajaba a la casa, vi un coche aparcado cerca de la entrada de un pequeño chalet. Sus luces estaban apagadas, pero había un hombre al volante, se veía el destello de su cigarrillo. Podía estar esperando a alguien del pequeño chalet, pero yo estaba casi totalmente seguro de que no. Yo pasé de largo sin desviarme y me detuve quinientos metros más adelante. La carretera tenía una fuerte pendiente en aquel lugar. Me detuve junto a un alto muro de contención y bajé del coche.
Poniéndome de pie sobre el techo del coche podía mirar por encima del muro y veía, en la falda de la colina un poco más arriba, el techo de la casa donde Lucía me estaba esperando y las luces de las casas vecinas. En medio, había un triángulo de terreno muy pendiente y abrupto que, tiempo ha, había sido arreglado en bancales para el cultivo de la vid. Lo conocía porque se veía parte de él desde la ventana de la habitación. En uno de los lados había una pequeña chabola cuadrada de cemento con un letrero rojo que ponía "peligro" en la puerta de metal; era algo relacionado con la electricidad. Como sabía que se hallaba inmediatamente debajo del patio de la casa, podía usarla como punto de referencia cuando perdiera de vista la casa propiamente dicha.
Trepar por el muro no era difícil, en la estructura había agujeros bastante grandes para meter los pies y la altura del otro era inferior a un metro. Pero subir por la colina me había parecido más fácil de lo que realmente era. La lluvia había hecho profundos barrancos en las viejas terrazas cubiertas de matorrales y de piedras sueltas. No me atreví a utilizar la linterna y la luna no me servía de mucho. Tuve que avanzar en zigzag dando tropezones a lo largo de la terraza y luego trepar a la siguiente. Cuando llegué al muro de ladrillo que marcaba el terreno perteneciente a la casa, me hallaba exhausto. Afortunadamente, el muro era bajo pues había sido edificado para evitar que las lluvias del invierno se llevasen la tierra del jardín sin quitar la vista desde el patio. Sobre él había una fila de macetas. Aparté tres de ellas y trepé.
Lucía había oído mis pasos y había apagado la luz y abierto la puerta antes de que yo llegara junto a la casa.
– ¿Estás bien? -me dijo-. No oí el coche.
– Está abajo, en la carretera.
Ahora ya estábamos dentro de la casa, la luz estaba encendida otra vez y ella había visto por mi cara que me encontraba apurado. Puesto que además jadeaba, no se le ocurrió pensar otra cosa que había estado escapando de alguien.
Se me quedó mirando sin decir palabra.
– Todo ha ido bien -dije yo-. Aquí está el dinero.
Saqué del bolsillo los dos sobres y se los di.
– Estoy así porque he subido por la colina.
– ¿Por qué? ¿Qué ha pasado?
– Ya te lo contaré cuando haya recobrado el aliento.
Ella miró dentro de los sobres y me dijo:
– ¿Te lo han querido quitar?
Yo negué con la cabeza y me senté. Sobre la mesita del café estaba la segunda botella de champán en un cubo de hielo y a su lado había dos copas. Yo abrí el champán y llené las copas. Lucía se sentó a mi lado; pero tan pronto empecé a contarle lo ocurrido se puso de pie y empezó a pasearse por la habitación.
– ¿Están vigilando esta casa ahora? -me preguntó cuando terminé-. ¿Estás seguro?
– Segurísimo. Y también de que están vigilando tu casa de Cagnes. Es lo lógico desde su punto de vista. A partir de ahora y hasta que vayamos a la policía, vigilarán todos nuestros pasos.
Lucía se detuvo frente a mí.
– ¿Qué crees que debemos hacer?
– Hay tres posibilidades. Podemos ir a la policía mañana por la mañana, como yo les dije. Podemos meter este dinero en el banco, como he dicho que haríamos, aunque no me parece muy recomendable. Casi con toda seguridad que en el banco nos reconocerían y entonces tendríamos problemas de otro tipo. Creo que si vamos a ir directamente a la policía, debemos esconder primero este dinero, aquí o en Cagnes. Después podremos decidir lo que haremos con el segundo ejemplar de los informes: entregárselo a la policía, o esconderlo e intentar vendérselos más tarde a Farisi.