– Más tarde no querrá comprar -dijo ella con impaciencia-. Ya se habrá marchado de aquí. Se supondrá que se lo hemos vendido a los italianos por un precio más alto y se largará.
– Siempre nos podremos poner en contacto con él.
– Entonces pensará que no pudimos vendérselo a los italianos y nos ofrecerá una miseria. O peor, le dirá al Encargado de Negocios iraquí que presente una queja al Quai d'Orsay por tener en nuestras manos ilegalmente una posesión perteneciente a un ciudadano iraquí. La única razón por la que no lo hace ahora es porque tiene miedo que le vendamos los informes a otros.
– Muy bien. Esto nos lleva a la segunda posibilidad. Ponemos este dinero en lugar seguro por el momento, vamos a la policía por la mañana y enviamos la segunda copia por correo a Farisi como regalo gratuito.
Hubo un tenso silencio. Yo no le miraba a la cara, pero sentía que ella me examinaba con todo cuidado.
– ¿Es eso lo que deseas hacer, amigo mío? -dijo al fin.
Yo levanté la vista. Lucía tenía los puños agresivamente clavados en las caderas. En cualquier momento, uno de ellos iba a salir disparado hacia mí, pensé.
– Eso depende.
– ¿De qué?
Me di cuenta, al preparar la respuesta, que me iba a obligar a mí mismo a actuar de un modo que me aterrorizaba. En cierto sentido, fue como en el momento en que me tomé los barbitúricos. El acto de tragar las pastillas, ayudándolas con coñac y agua, había sido casi automático, como si las manos y la garganta hubiesen actuado independientemente del cuerpo al que pertenecían con la finalidad de ejecutar una sentencia.
– Depende de cuánto dinero de Skurleti vayas a darme. Yo necesito ciento cincuenta mil. Si a ti te parece bien, entonces podemos acostarnos temprano y levantarnos con el canto del gallo para presentarnos a la policía.
Me contestó algo tan ingeniosamente indecente que me hizo sonreír.
– Muy bien -le dije-, consideremos, pues, la tercera posibilidad. Significa lo siguiente. De algún modo, tenemos que sacarnos de encima a esa gente, a Skurleti, a los agentes que utiliza, los hombres del Comité, y acudir a la cita con Farisi mañana a la clínica. Luego, si todavía estamos vivos, tenemos que vivir lo suficiente para recoger el dinero. ¿Qué te parece eso?
Sus puños se distendieron un poco, pero todavía no estaba muy segura de mí.
– Lo que yo deseo saber es lo que te parece a ti.
– Si con eso quieres decir si me asusta la perspectiva, mi respuesta es: "sí, me asusta". Pero si me estás preguntando qué es lo que yo pienso que debemos hacer, creo que ya te lo he dicho.
Lucía arrugó el ceño.
– No te entiendo.
– Dejé el coche en la carretera, al pie de la colina. Trepé hasta aquí a gatas prácticamente. No lo hice para divertirme. Lo hice para que el hombre que vigilaba la casa no se enterase de que yo había vuelto, y no supiese tampoco, si nosotros no queremos, que habíamos decidido marcharnos.
– ¡Ah!
Se acercó y se sentó a mi lado.
– No deberías gastar esas bromas tan pesadas.
– No eran bromas. Si fuéramos sensatos, nos olvidaríamos de Farisi y nos conformaríamos con lo que tenemos. Pero me parece que somos demasiado locos y demasiado avaros para eso.
Lucía se sonrió y me dio un golpecito en la rodilla.
– Locos y avaros quizá, chéri, pero también inteligentes y encantadores.
– El encanto no nos servirá de mucho en este momento. Tenemos que desaparecer durante veinticuatro horas como mínimo.
– Seamos inteligentes, pues.
– Intentémoslo, por lo menos. Tenemos que suponer que la casa de Cagnes está vigilada también. De todos modos, tenemos que entrar en ella, y ha de ser esta noche.
– ¿Pero para qué? Yo me puedo quedar aquí. Pasado mañana, la mujer de la limpieza…
– Te olvidas de una cosa. Una vez que se den cuenta de que les hemos dado esquinazo y que no vamos mañana a la policía, nos buscarán por todas partes. Si nos encuentran, nos matarán. Tendremos que escondernos. ¿Y qué haremos con los documentos que tendremos que llevar a la policía cuando nos presentemos a ella? ¿Dónde están?
Lucía se dio un golpe en la frente con la palma de la mano.
– ¡Qué imbécil soy!
– Están en la casa, ¿verdad?
Ella asintió con la cabeza:
– En un cuarto trastero que hay bajo la terraza. Allí está la maleta.
– Tendremos que recogerlos esta noche, o ya no tendremos oportunidad de recogerlos nunca más. ¿Hay algún modo de acercarse a la casa sin ser visto desde la calle?
Ella se quedó pensando por un momento.
– Hay un sendero por la parte de atrás, junto a una vieja cisterna de piedra. Adela dice que debe de ser de la época de los romanos. Hay una fuente. El hortelano dueño de los olivos tiene unas cabras. El agua de la fuente se ha hecho salina ahora, pero cae dentro de la cisterna todavía y las cabras la beben.
– ¿Si pudiéramos entrar en el bosquecillo de olivos, conseguiríamos penetrar en la casa?
– Hay una empalizada para que las cabras no se escapen, pero tiene una cancela. Adela le paga al hombre de las cabras para que le riegue las plantas.
– ¿Tú sabes cómo llegar al bosquecillo de olivos?
– No, pero tiene que haber un camino. Lo encontraremos.
– Primero tenemos que pensar a dónde iremos después.
– Tenemos el apartamento de Roquebrune.
– ¿Qué apartamento es ese?
– Adela me dio las llaves de tres sitios -me explicó Lucía-: la casa de Cagnes, ésta y un apartamento en Roquebrune. Todos están alquilados para el verano, pero hasta mayo no serán ocupados. Las de aquí y las del apartamento de Roquebrune me las dio por si tenía que salir apresuradamente de Cagnes, y porque no hay ninguna mujer de la limpieza que se ocupe de estos dos sitios de momento.
– ¿Cuántas casas tienen los Sanger?
– Unas treinta, creo.
– ¿Y cuántas están ocupadas en esta época del año?
– Tres o cuatro.
– Bien, puedes estar segura que Skurleti conoce el apartamento de Roquebrune. Le costaría poco tiempo encontrarnos.
– Le llevó dos días verificar la lista que tú le vendiste.
– Ahora tiene ayuda -dije yo.
Nos quedamos sentados durante un momento en un silencio aterrador. Súbitamente, Lucía se enderezó.
– Hay un sitio donde no pensarían en buscarnos. ¡La casa de Patrick en Mougins!
– Hay una criada allí.
– Se puede ir a Cannes a pasar unos días con su hermana. Adela puede darle unas vacaciones.
– ¿Y sabes dónde están los Sanger ahora?
– Naturalmente. Están en la costa, en Italia, cerca de San Remo. Puedo telefonearles.
– No creo qué estén especialmente dispuestos a ayudarnos en este momento.
– ¿Por qué no? Pronto iremos a la policía. Sería muy molesto para Patrick si no fuéramos discretos acerca de cómo me ayudó antes. ¿Les telefoneo ahora mismo?
Me lo pensé un segundo. Era muy poco probable que Sy siguiese vigilando La Sourisette; y Skurleti seguramente la habría tachado de su lista por estar ocupada. Si conseguíamos que los Sanger enviasen fuera a la criada de la que él había dicho que estaba acostumbrada a "ser discreta" en su ausencia, la cosa podía resultar.
Asentí con la cabeza.
– Muy bien. Vale la pena intentarlo.
Lucía tuvo que pedirle el número al operador de la telefónica. Era una fonda.
– Tienen negocios allí -me explicó mientras esperaba-; una planta embotelladora de bebidas dulces. La gente del pueblo los conoce y es lógico que se hayan ido allí en este momento. Están instalando maquinaria nueva.