Cuando concertaron la llamada, Lucía preguntó por " la Signora Chase ".
– ¿Adela? Soy Lucía… sí, muy bien… ¿Has leído los periódicos?… pero hay ciertas dificultades… es cuestión de dos días más solamente… no, no más, es simplemente que necesitábamos otro sitio a donde irnos… ¿me comprendes?… Sí María pudiera irse dos días con su hermana… no, no, Adela… querida, escucha… sería lo mejor para todos… nada de escándalos, nada de publicidad… Adela, escucha… sí, sí, claro… él lo comprenderá.
Lucía se sonrió hacia mí.
– Va a consultar con Patrick.
Pasó medio minuto, luego oí la voz de Sanger en el auricular.
Lucía dijo.
– ¿Cómo estás, Patrick? Sí, yo bien. Sí, está aquí. Un momento.
Me pasó el teléfono diciendo:
– Quiere hablar contigo.
Sanger no perdió el tiempo en preguntarme por mi salud, sino que fue directamente al grano.
– ¿Es realmente necesario lo que pide Lucía?
– Muy necesario.
– ¿Entonces aún no han hecho el trato?
– ¿Qué trato?
– Oh, vamos -dijo irritado-; le diré dos cosas. Que me haya hecho el tonto la otra noche, no quiere decir que lo sea. Nunca he dejado de preguntarme por qué rechazó los treinta mil dólares. En lo único en que no pensé es en que tenía entre manos un pez mayor para freír.
– Entonces, tampoco yo lo pensé.
– Pero ahora sí, ¿eh?
– En cierto modo.
– ¿De qué tamaño es?
– El doble del suyo.
Sanger dejó escapar un silbido.
– ¿Y necesitan cuarenta y ocho horas para atraparlo? ¿No es eso?
– Eso es.
– ¿Y para mí, cuánto?
– La inmunidad.
– Esta vez tendrá que pensar algo mejor. Está en un apuro.
– Espere un minuto.
Lucía había estado intentando seguir la conversación y lo había logrado sólo en parte.
– ¿Qué quiere? -me preguntó.
– Ha olido que hay dinero por medio. Quiere su parte.
– ¡Ah! -levantó las manos en señal de disgusto-. ¿Ves cómo es?
– Cree que se trata de unos sesenta mil dólares. ¿Qué le digo? ¿El diez por cien?
– ¡Seis mil dólares!
– Vale la pena en estas circunstancias. Al fin y al cabo, te quedará medio millón limpio… un poco más en realidad. Tenemos que irnos a alguna parte, Lucía.
– Es un chantaje.
Y se encogió de hombros desalentada.
– La inmunidad más el diez por cien -dije hacia el teléfono.
Sanger se rió burlonamente.
– Eso está mejor. ¿Cuándo tendrá lugar la transacción?
– Pasado mañana.
– Le diré a María que deje las llaves en una de las macetas que hay frente a la puerta de la entrada. Cogerá el autobús de Cannes a las ocho de la mañana. Podrán entrar cuando quieran después de esa hora.
– ¿No podría ser un poco más temprano? A esa hora ya es día claro.
– Y sería un problema, ¿no? Bueno. Le diré a María que deje abiertas las puertas del garaje. Entren con el coche y quédense allí hasta que ella se haya ido. Pueden fiarse de ella. Fingirá que no sabe que están ustedes allí. Pero será mejor para todos que no le reconozca a usted. Cuanto menos sepa, mejor. ¿De acuerdo?
– De acuerdo.
– Ya nos veremos.
2
Metimos el dinero de Skurleti y el segundo ejemplar de los informes en mi maleta, junto a las cosas que yo tenía. Después, deshicimos la cama y limpiamos un poco para borrar en todo lo posible las huellas de mi estancia. Aunque Lucía estaba muy enfadada con Sanger por su chantaje, no quería traicionar a su mujer. Si Adela no debía verse comprometida, nuestras explicaciones a la policía debían incluir la versión de los hechos entretejida por ellas cuando Adela se prestó a esconderla. Lucía me lo contó apresuradamente mientras trabajábamos.
Ella diría que nunca había visto a Adela Sanger y que había alquilado la casa de Cagnes por carta, a nombre de la señora Berg, desde Suiza, antes de la muerte de Arbil. Ella y Arbil, diría, esperaban pasar los meses de primavera allí y habían pagado la renta por adelantado y en metálico.
Adela Sanger, si la interrogaban, diría que Madame Berg había llegado inesperadamente diez días antes y le había telefoneado contándole una triste historia sobre una operación de cirugía plástica y pidiéndole que le adelantara la fecha del alquiler. Madame Sanger no había visto ningún inconveniente en acceder, puesto que la casa estaba vacía en aquel momento y la renta ya estaba pagada. Así pues, dio órdenes a la mujer que cuidaba de la casa que permitiese a la pobre Madame Berg trasladarse inmediatamente. Madame Sanger nunca había puesto los ojos sobre Madame Berg.
– Todo esto está muy bien -objeté yo-, pero ¿cómo explicaremos que la mujer de la limpieza no me haya visto cuando se supone que yo estuve viviendo allí contigo? Ya sé que tiene mala vista, pero aun así…
– Sólo viene por las mañanas. Y por las mañanas, tú te encerrabas en el cuarto trastero.
– La policía no lo creerá.
– Pues tendrán que creerlo. No podrán probar otra cosa. ¿Estamos listos ya?
Pasaba la medianoche.
Apagamos las luces y salimos de la casa sigilosamente. Lucía llevaba pantalones flojos y no tuvo problemas para saltar la cerca. Yo volví a poner las macetas en su sitio y empezamos a bajar la colina.
Yo iba delante, pero la maleta me estorbaba y no podía hacer mucho para ayudar a Lucía. A mitad del camino, se cayó en un hoyo y la peluca se le fue. Tuvimos que detenernos para buscarla. Luego, yo me torcí un tobillo; no mucho, pero lo suficiente como para que el resto del descenso resultara aún más difícil. Cuando llegamos al muro de contención del fondo, tuvimos que detenernos a descansar antes de intentar bajarlo. Mientras lo hacíamos, descubrí que los dos agujeros que yo había utilizado para subir no eran claramente visibles desde arriba. Así que no tuvimos más remedio que usar la linterna. Afortunadamente no pasaban coches mientras bajamos, pero fue un minuto de gran tensión nerviosa.
Metí la maleta en el coche, subí al asiento del conductor y encendí las luces, pero no arranqué inmediatamente.
Lucía me miró.
– ¿Qué pasa?
– Me estaba preguntando qué camino coger.
Esto era cierto sólo en parte. Lo que realmente me estaba preguntando era si la entrevista con Skurleti, que indudablemente me acobardó, no me había asustado tanto que empezaba a ver imaginaciones, que había empezado a ver hombres del Comité hasta debajo de la cama. Sin duda, el esfuerzo de subir y bajar la colina y el dolor del tobillo, demasiado real, habían influido en mí; pero la verdad es que sentí de pronto la necesidad de ver si el hombre del coche me seguía esperando o no. Si no estaba, es que yo hacía el payaso y estaba logrando que Lucía también lo hiciese.
– A través de Beaulieu -me dijo-, por el Pont St. Jean.
– Sería más rápido si volvemos a Corniche.
– ¿Y el tipo que está vigilando la casa?
– Siempre que pasemos de largo, no se dará cuenta. Además, será una buena idea si le echamos un vistazo.
Lucía me hizo una mueca cómica.
– ¿Quieres ver si todo eso que hicimos fue por nada?
No tenía sentido negarlo.
– Pues sí, eso es.
– Muy bien.
Puse el coche en marcha, di la vuelta y doblé la curva a toda velocidad.
Estábamos a unos cincuenta metros de la pista que baja a la casa y ya se veía el extremo del muro medio derruido que la marcaba cuando las luces largas del otro coche se encendieron.
Por un momento me deslumbraron. Noté que Luda había levantado las manos para taparse la cara. Luego ya habíamos pasado las luces y ya estábamos en la espeluznante curva de la cima. Yo apreté el acelerador a fondo. Cuando pasamos junto al coche, vi a un segundo hombre que estaba sentado a caballo de una motocicleta con un bocadillo en la mano y la boca abierta. Por el retrovisor le vi tirar el bocadillo y accionar con el pie el pedal de encendido.