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Media hora más tarde entrábamos en el garaje de la casa de los Sanger en Mougins. La luz de la puerta principal se hallaba encendida, pero el resto del sitio estaba en la oscuridad. Eran las tres menos cuarto. Teníamos que esperar unas cinco horas antes de que María saliese para visitar a su hermana en Cannes.

El garaje era un antiguo granero acondicionado, parte del cual había sido cubierto con tarimas para ser utilizado como bodega. No había descorchador, pero encontré una botella de whisky con tapón de rosca que pudo ser abierta a mano.

Nos sentamos en el coche y bebimos whisky durante un rato. Luego, Lucía apoyó su cabeza en mi hombro y se puso a dormir.

3

Dormimos la mayor parte del día en la cama de la habitación de los huéspedes. María nos había dejado una nota indicándonos qué habitación debíamos utilizar, e informándonos que había comida en el frigorífico.

Comimos a última hora de la tarde. Una vez que se hubo despejado completamente, Lucía empezó a mirar el reloj y a preocuparse. ¿Habría entendido Farisi perfectamente lo que tenía que hacer? ¿Estaba seguro yo? Eran las cinco. ¿Habría ido al médico para que le dieran la receta con la que comprar las pastillas para dormir? Pronto saldría para el cine. ¿Sabía lo que tendría que decir cuando entrase en la clínica?

Comprobé que la mayor parte de su ansiedad se debía al hecho de que el plan de la entrevista había sido ideado fundamentalmente por ella. Ahora se sentía responsable de él. Y nuestra experiencia de la noche anterior le había hecho ver el peligro tan real y tan próximo como en Zürich.

Yo hice todo lo posible para calmarla intentando aparecer tranquilo y confiado, pero no era fácil. Traté de no pensar en la entrevista con Farisi. La ansiedad de Lucía era contagiosa.

Antes de salir, me tomé una copa, aunque una me pareció demasiado poco.

Habíamos creído prudente que yo llegase a la clínica exactamente quince minutos antes. De este modo, pensamos, no era posible que los hombres que seguían a Farisi me reconocieran; al mismo tiempo, no me exponía durante mucho tiempo a que las personas que utilizaban el patio me reconocieran accidentalmente.

Llegué allí exactamente a las ocho menos cuarto.

Había sido durante un fin de semana cuando hicimos la inspección del patio y entonces sólo había dos coches aparcados. Ahora había tres y una moto ligera. Yo conseguí meter el Citroën en el espacio que quedaba, pero me resultó muy difícil y cuando terminé estaba sudando. Encendí un cigarrillo para tranquilizarme. Deseaba aparecer tranquilo y sereno cuando me encontrase con el brigadier Farisi.

A las ocho menos cinco las cosas empezaron a ir mal. Entró en el patio un coche y se detuvo frente a mí con las luces largas encendidas y enfocadas hacia mi cara.

Del coche se bajó un hombre de cara ancha y colorada, con una gorra y una corbata de lazo. Se dirigió hacia mí agitando los brazos.

– ¿Qué hace usted aquí? -me preguntó enfadado-. Éste es mi sitio.

Yo encendí también mis luces largas para que le resultara más difícil verme la cara y le dije que ya me iba ahora mismo.

Pero no me hizo caso y continuó gritando.

– Tres veces esta semana -vociferó-. Es demasiado. Éste es un sitio privado -apuntó con el dedo a la señal del aparcamiento-. ¿No sabe leer?

Yo encendí el motor y le grité de nuevo que ya me iba.

– Se lo diré al conserje.

Y echó a andar hacia la portería.

Su coche me bloqueaba la salida. Sólo se me ocurrió hacer una cosa. Arranqué para interceptarle el camino. Al mismo tiempo, eché la cabeza por la ventanilla y le gruñí:

– Soy médico. Me llamaron aquí para un caso urgente y tengo que volver al hospital inmediatamente.

El otro titubeó.

– Así que -continué yo en tono acusador-, si fuera tan amable de apartar su coche, los dos podríamos dedicarnos a lo nuestro.

El hombre me estaba mirando directamente a la cara. Yo rogaba a Dios que no hubiese leído con mucha atención los periódicos, o que no tuviese una vista muy buena. Era lo único que podía hacer.

De pronto, levantó las manos en un gesto de váyase-al-diablo, hizo un ruido gutural de disgusto y volvió a subir al coche.

Al dar marcha atrás hacia la calle, pasé por delante de él y sus luces delanteras me enfocaron a la cara otra vez. Yo salí a la calle y giré por la primera bocacalle a la derecha antes de detenerme. Allí esperé durante un minuto o dos para asegurarme de que no me había reconocido en el último momento e intentaba seguirme. Luego encontré un sitio para aparcar frente a una tienda que ya había cerrado. Me bajé del coche y volví a pie. No tenía sentido darme prisa; no me hacía gracia llegar al patio antes de que el individuo terminase de aparcar su coche.

En cualquier caso, mis piernas no se hallaban muy dispuestas a correr, como no fuera en la dirección opuesta.

Eran en aquel momento las ocho en punto.

Entré en el patio con la cabeza inclinada y el estómago revuelto, y me dirigí directamente a la puerta de la clínica. Allí no había nadie todavía; así que esperé, preguntándome que haría si alguien salía a mi encuentro, si debería fingir que era un empleado de la clínica, y preguntándome también que haría con el brigadier Farisi cuando llegase, si llegaba. ¿Debería llevarlo conmigo al coche, o sería mejor celebrar la entrevista a la luz de la linterna en el patio?

De pronto se abrió la puerta de la clínica. El sonido me hizo dar un brinco al corazón. Un hombre alto, viejo y demacrado salió por ella, pasó junto a mí pidiéndome disculpas y se alejó con paso rápido y largo a través del patio.

El hombre me había asustado, pero su partida me había dado una idea. Al abrirse la puerta de la clínica yo había visto una escalera bien iluminada, con un diminuto vestíbulo al pie de la misma. Si el brigadier accedía a no levantar la voz, podríamos celebrar allí nuestra conferencia. Al menos, podría leer con facilidad las páginas de la muestra; los pacientes que saliesen no mostrarían mucha curiosidad y procurarían desaparecer rápidamente; el lugar incluso tenía un cierto aspecto de intimidad.

Abrí la puerta una pulgada o dos más para echar otro vistazo al vestíbulo y oí que alguien bajaba las escaleras. La abrí un poco más aún y levanté la vista.

Lucía me había dicho que Farisi era bajo y gordo; el hombre que bajaba las escaleras era bajo y fornido, pero yo estaba casi seguro que se trababa del brigadier. Tenía el típico aspecto rígido del militar no acostumbrado a vestir ropas de paisano. El traje era bueno, confeccionado en Roma seguramente, pero tenía todos los botones abrochados y la corbata era demasiado brillante. Tenía una piel lisa y aceitunada, cabello corto, nariz arrogante y un bigotito negro con algunas manchas grises. Sus ojos eran oscuros y vivos.

Al verme, hizo una pausa en las escaleras.

– ¿Brigadier Farisi? -pregunté yo.

El entonces continuó bajando.

– ¿Mr. Maas?

– Sí. Brigadier, ha surgido una dificultad y no tengo espacio en el patio para el coche.

Sus ojos negros me midieron de arriba abajo.

– ¿Entonces a dónde sugiere que vayamos? Tengo que decirle que me siguen implacablemente.

– ¿Le importaría que nos quedáramos aquí?

Se lo pensó un momento y sus ojos se desviaron hacia las escaleras.

– Pueden interrumpirnos.

– Si hablamos en voz baja, creo que será bastante seguro este sitio.

– Muy bien.

Le di las páginas del informe.

Farisi se puso unas gafas para leer y durante dos minutos hubo un silencio total.

Luego oímos voces arriba. Otro paciente que se iba. En lo alto de las escaleras se oía una respiración estertórea y alguien bajaba lentamente.

El brigadier me dirigió una mirada interrogante.

– Quizá podríamos esperar fuera un momento -le dije.

Farisi asintió con la cabeza y dobló la hoja. Salimos al patio.