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Momentos más tarde se abrió la puerta y salió un hombre de anchos hombros, robusto, respirando penosamente y apoyándose al andar en un bastón con un taco de goma en la punta. Al alejarse, dejó tras él un olor a orina rancia.

El brigadier y yo volvimos al vestíbulo.

Nadie volvió a interrumpirnos. Cuando terminó la lectura, el brigadier asintió con la cabeza.

– De momento, muy bien -dijo-. ¿Cuándo me puede entregar todos los documentos?

– Mañana, brigadier.

– ¿Dónde?

– Le telefonearé más tarde, esta misma noche.

– ¿No puede decírmelo ahora?

– Más tarde.

– Tenemos que extremar las precauciones.

Sus ojos negros volvieron a sopesarme otra vez. ¿Debía confiar en mí realmente?

– No debe tener miedo por eso -dije yo con firmeza-. ¿El dinero estará en francos franceses?

– Sí. ¿Supongo que cuando tenga el dinero usted y esa mujer se irán del país?

– No. Ella se entregará a la policía.

– ¿Con una explicación razonable?

– Exacto. Naturalmente, no aludirá para nada a este asunto. Entregará los papeles personales del coronel Arbil.

– ¿Qué papeles?

– Tengo entendido que consisten, sobre todo, en una historia inacabada del pueblo kurdo.

La explicación pareció satisfacerle.

– Es hora de irme -dijo-. Estaré esperando en el hotel.

Con una reverencia, se dio la vuelta y volvió a subir las escaleras.

Yo esperé hasta que se perdió de vista y entonces salí al patio de nuevo. Todo parecía como antes. Comencé a andar hacia la puerta cochera. Incluso empezaba a sentirme aliviado. Pero de pronto, me detuve.

De pie, al lado de su motocicleta, justo en la parte interior de las grandes hojas de la puerta cochera, estaba el hombre del casco. Yo le vi en el momento en que trataba de levantar la máquina hacia atrás para dejarla sobre el soporte. Luego la dejó y comenzó a andar hacia adentro del patio mirando en torno a él. Era evidente lo que había ocurrido. El brigadier se les había perdido de vista durante demasiado tiempo y habían enviado a alguien para que examinase la parte trasera del edificio.

Yo estaba en la oscuridad. Por un momento pensé en la posibilidad de dar la vuelta en torno a los coches aparcados y luego echar una carrerilla, pero comprendí que sería inútil. Aun cuando pudiera llegar a la calle antes que él, todavía me faltaba un trecho hasta el coche; y él tenía un arma así como una moto. Mi única posibilidad era retroceder hacia dentro de la clínica antes de que él se hubiera adentrado bastante en el patio y notase la luz que saldría por la puerta cuando yo la abriese.

Tan pronto como estuve en el vestíbulo de nuevo, eché un vistazo a la cerradura de la puerta. Era del tipo Yale con una palanca para impedir que la puerta se cerrase sola. También había un cerrojo, pero yo no me molesté con esto. Levanté la palanca y la puerta quedó cerrada. Los pacientes podían salir igual, pero el hombre del casco no podía entrar si quería.

Sin embargo, esta era una ventaja a corto plazo. Yo sabía que no podía seguir allí mucho tiempo. No sólo porque pronto bajarían los últimos pacientes, sino porque además ya eran las ocho y media y pronto se iría el personal también. No tenía ninguna razón válida para quedarme allí al pie de aquella escalera particular: nadie en su sano juicio podía tener ninguna razón válida para ello. Si me veían allí, con toda seguridad que me harían una serie de preguntas y, con toda seguridad también, me reconocerían. No podía quedarme allí parado.

Y sólo había un camino que seguir: escaleras arriba.

En lo alto de las escaleras había un pasaje corto y estrecho que llevaba a un corredor. Un hombre con una bata blanca, un médico o un practicante pasó junto a mí en este corredor mientras yo titubeaba tratando de hacerme una idea de la distribución del edificio.

Tenía que seguir andando. Apreté los dientes, avancé apresuradamente hacia el corredor y giré a la izquierda.

Mis deducciones habían sido correctas: por aquí se iba a las escaleras que bajaban a la farmacia. Cerca del mostrador de recepción había dos salas de espera con tabiques de cristal opaco, y una puerta que, evidentemente, era la de la entrada. Desgraciadamente, la recepcionista también estaba allí: una mujer alta y delgada con una bata blanca. En aquel momento estaba pulverizando enérgicamente en el aire un desinfectante.

El suelo del corredor era de caucho. La recepcionista no notó mi presencia hasta que llegué casi a su lado. Pasé a través de una nube de desinfectante y me dirigí resueltamente hacia la puerta murmurando un casual "buenas noches".

Ya tenía la mano en el manubrio cuando oí que ella me llamaba:

– Ah non, Monsieur, la porte est encore fermeé. Il faut…

Lo demás ya no lo oí. Era cierto que la puerta se hallaba cerrada con llave, pero ésta aún estaba allí y no me llevó ni un segundo darle la vuelta. Cuando la puerta se hubo cerrado detrás de mí, crucé el descansillo y corrí escaleras abajo. Por suerte, la puerta del fondo que daba a la farmacia no tenía cerradura sino un simple cierre neumático.

A través del pequeño círculo de cristal en el que se hallaba escrito el nombre de la clínica, se podía ver parte de la tienda, incluida la puerta de la calle. Junto al mostrador aún había varios clientes.

Los tres minutos transcurridos desde que yo había abandonado el patio no me parecieron horas, pero sí que me parecieron diez o quince minutos. Había supuesto, sin pensar en ello realmente, que el brigadier Farisi ya debía haber abandonado la farmacia hacía rato, llevándose con él a sus seguidores.

Entré en la tienda y me dirigí a la calle. Estaba a diez pasos de la puerta cuando vi que el brigadier Farisi todavía estaba allí.

Se hallaba de pie junto al mostrador esperando todavía a que le despacharan las pastillas de dormir que deseaba comprar ostensiblemente. Junto a él había un hombre cadavérico, con un traje marrón, el labio superior caído y ojos de sabueso desconcertado; se trataba, sin duda, de su ayudante, el mayor Dawali.

Tuve un momento de fuerte terror, y luego hice lo primero que vino a mi mente: me separé de la puerta alejándome hacia el otro lado de la tienda y me hice el despistado detrás del primer escaparate que me ocultaría de los que vigilaban desde la calle.

Desgraciadamente, en aquel escaparate anunciaban una oferta de papel higiénico. No podía quedarme allí mirando indefinidamente sin llamar la atención, así que exploré las alternativas furtivamente. El mostrador de la perfumería estaba cerca, pero allí había una vendedora. Avancé de lado hacia otro escaparate en el que había un letrero que decía OCASIONES, con bandejas llenas de platos de plástico, cepillos de dientes, patos de juguete y gorros de baño. Una mujer estaba escogiendo entre los platos; yo traté de dar la impresión de que estaba con ella y me aburría. Luego, cuando ella terminó su elección, me giré y miré con atención a través de una urna de cristal llena de vendas y medias elásticas "pour les varices".

Desde allí pude ver a Farisi. Ya le habían despachado las píldoras y las estaba pagando con la ayuda del mayor Dawali.

Las luces de la tienda eran brillantes. Todo parecía brillante y blanco allí, incluso el suelo. El sudor me corría por la cara. Estaba seguro de que, en cualquier momento, alguien iba a mirarme a la cara, apartar la vista, luego mirar de nuevo y me señalaría con el dedo llamando la atención de otra persona. Mientras Farisi no se fuera, no tenía modo de escapar, a no ser volviendo a la clínica, cuya puerta de entrada estaba seguro que había sido cerrada con llave otra vez.

Ahora, Farisi había terminado ya en el mostrador y se dirigía a la puerta acompañado de Dawali. De todos modos, no corría. Se esforzaba en hacer una buena comedia para complacer a sus seguidores. Se detuvo un momento ante un escaparate de pastillas de vitaminas e hizo alguna broma sobre ellas a Dawali. Luego, echó un vistazo al mostrador de los jabones. Finalmente, se fue, mostrando ostensiblemente la bolsita de papel en la que llevaba las pastillas para dormir.