– Exacto.
Lucía ni siquiera suspiró. Se había dado por vencida.
– ¿Qué sugieres tú?
– ¿Un tercio?
Lucía dejó escapar un gemido. Yo también suspiré, silenciosamente pues la comprendía. Ahora Sanger iba a saber el precio que yo había acordado con Farisi. Hice lo que pude para negociar.
– El quince por ciento -dije yo.
– Pero si ya tengo el diez por ciento -protestó Sanger-. Estoy seguro que no esperará usted…
– El quince por ciento de cuatrocientos noventa mil francos -dije yo-. Eso es lo que Farisi accedió a pagar.
Tuve la pequeña satisfacción de ver hinchársele la mejilla por un instante; luego se recobró.
– Tiens! -dijo en voz suave.
– Y el quince por ciento es… -dije yo comenzando a calcular.
– ¡Setenta y tres mil quinientos francos! -era Lucía, claro-. ¡Setenta y tres mil… simplemente por alquilar una habitación en un hotel!
– Y por tener una idea, y correr una serie de riesgos.
– ¿Riesgos? ¿Después de lo que Pierre ha hecho? ¡Eso es un insulto!
– Entonces retiro la oferta -dijo Sanger animadamente-. Que coja Pierre la habitación del hotel.
– Espece de chameau!
– ¿Hacemos el trato o no?
Lucía me miró; yo asentí con la cabeza.
– Sí, lo hacemos -dije yo.
Cinco minutos más tarde, tras discutir los detalles, telefoneé a Farisi y le conté el plan propuesto. El brigadier lo aprobó cordialmente. Se me ocurrió pensar que la visita a la clínica no le había hecho más gracia que a mí. Sólo hizo una pregunta.
– Y cuando se presente ese hombre. ¿Cómo sabré que no es una trampa? ¿Cómo sabré que es la persona indicada? Debe haber un código. Sería mejor que me diera una contraseña.
– Sí, se la dará. La contraseña será "Ethos". Tuve que deletreárselo, pero valía la pena. Sin embargo, sólo a Sanger le hizo gracia.
Diez minutos más tarde, tras otra discusión, llamé a Sy Logan a su departamento de París.
Cogió el teléfono su mujer; evidentemente estaban en la cama. Oí que ella le decía a su marido:
– Es esa rata de Maas.
Pasaron varios segundos antes de que Sy se pusiera al aparato. Supongo que estuvo conectando un magnetófono.
– Bien, Piet -dijo con tono afable-, cuánto tiempo sin vernos.
Al parecer, se iba a ahorrar las recriminaciones… al menos, de momento.
– Creo que el trabajo ha gustado -dije-. Espero que las repercusiones no hayan resultado demasiado embarazosas.
– No han sido precisamente divertidas. ¿Desde dónde hablas?
– Del Sur. Pensé que os gustaría completar el artículo del otro día con más detalles.
– Puede.
No pareció mostrar mucho interés.
– Si lo tomas así, se lo daré al Paris Match.
Esto le hizo saltar.
– No lo harás, Piet. No lo harás, si no quieres verte en los tribunales. Todavía estás sometido a contrato con nosotros. ¿Recuerdas? Te seguimos pagando tu salario, y lo seguiremos haciendo hasta que expire el contrato. Estas son las órdenes que tenemos de Nueva York.
No pude aguantar la risa.
– Oh, ya veo. Sería de mal gusto que me despidierais ahora, ¿no es eso?
– Eso es cosa nuestra. Lo importante es que, legalmente, sigues trabajando para nosotros. Bien. ¿Qué detalles son esos de que me hablabas?
– ¿Bob Parsons sigue por aquí?
– Sí. ¿Por qué?
– He convencido a Miss Bernardi para que se presente a la policía y entregue los papeles que cogió del chalet de Arbil.
– Escucha, hijo-de-puta, si tratas de hacernos otra…
– No trato de hacer nada. Si Bob Parsons y nadie más, me espera con un coche en el sitio que yo le diga a las nueve de la mañana, podrá llevarnos él mismo a la Comisaría de Niza y obtener el material de primera mano.
– ¿Hablas en serio?
– Naturalmente. Estuve trabajando en esto todo el tiempo. Ella no me habría recibido sabiendo que tú y la policía andabais detrás.
– ¿Y ahora querrá cooperar?
– Ahora que yo la convencí, sí. Naturalmente, estará nerviosa.
– Has citado a Bob Parsons. ¿Y un fotógrafo?
– De acuerdo, un fotógrafo. Pero nadie más.
– ¿Para qué se necesita a nadie más? ¿Dónde es el sitio?
Ahora estaba excitado.
– En Cagnes-sur-Mer. Pero será mucho mejor que me dejes hablar con Bob Parsons sobre el particular para que no haya lugar a equívocos. ¿Dónde se hospeda?
– En el Negresco. Ahora lo llamaré. ¿Quieres que te llame?
– Yo lo llamaré a él. Por si no consigo hablarle, el sitio será al lado norte de la plaza de Bas-de-Cagnes. ¿Lo has anotado? Otra cosa. Sería una buena idea que avisara a un abogado y lo tuviera a mano en la comisaría. Tengo una explicación bastante lógica de lo que ha ocurrido, pero puede que la policía se ponga terca. Y Miss Bernardi también puede necesitar cierta protección. Su estado nervioso sigue siendo bastante deplorable. Todo este asunto ha sido para ella una pesadilla. Supongo que lo entenderás.
Logré poner en mis palabras una nota de emoción.
Sy respondió maravillosamente.
– No te preocupes, Piet. Tendremos allí a los Marines, y todo un plantel de abogados con ellos para que resuelvan todos los problemas. Tú preséntate simplemente.
– La entrevista la entregué, ¿no?
– Sí, Piet. Pero no nos hagas otra mala pasada ¿eh?
– Veré a Bob Parsons por la mañana. Buenas noches.
Esta vez mi conversación había gustado a los dos miembros del auditorio.
– ¿Enviarán abogados? -preguntó Lucía con incredulidad-. ¿Abogados para ayudarnos con la policía?
– Sí, eso harán.
– ¿Y crees que es necesario?
– No quiero pasar la noche de mañana en la cárcel. Además, tenemos una cita aquí con nuestro amigo, mañana por la noche, para recoger cierta cantidad de dinero.
Sanger se sonrió hacia Lucía.
– ¿Lo ves? Es lo que yo dije. Posee un talento natural para estas cosas. Seréis muy felices juntos.
Capítulo 9
1
Al día siguiente por la mañana, Sanger nos llevó en el Lancia con la maleta de Arbil hasta un kilómetro de distancia de Bas-de-Cagnes. Se mostró reacio a llevarnos hasta cerca de la plaza, y se irritó cuando le sugerimos que debía hacerlo.
– Tengo que realizar un trabajo para vosotros en Niza hoy -nos recordó con intención-. Si los periodistas amigos de Pierre deciden dar una prueba de su buena fe a la policía notificándoles por adelantado vuestra decisión de entregaros, podemos tener bastantes problemas todos nosotros.
Así pues, nos bajamos del coche e hicimos a pie el resto del camino. En la carretera, pasamos junto a varias personas, pero nadie se fijó en nosotros. Éramos simplemente un hombre y una mujer con una pesada maleta entre ellos. Lucía llevaba puesta su peluca, y yo el sombrero. Pasamos a bastante distancia de la casa de la Rue Carponière y de los hombres que la vigilaban, pero no tenía sentido correr riesgos innecesarios.
Bob Parsons estaba de pie junto a su coche en el lugar indicado mirando aquí y allá y el fotógrafo tenía su cámara colgada del cuello lista para la acción. Ninguno de los dos nos reconoció hasta que nos hallamos a unos metros de ellos; era increíble.
El fotógrafo fue el primero en reconocernos e inmediatamente se puso a trabajar. Bob salió corriendo hacia nosotros.
Yo le presenté a Lucía. Ella consiguió dar la impresión de estar ausente, patética y un poco chiflada al mismo tiempo. Se negó a sacarse la peluca para el fotógrafo, insistiendo en que cada momento que pasaba allí de pie corría más peligro. Había sido idea mía lo de entregarse a la policía, decía ella; quizá me había equivocado. Vi que Bob Parsons empezaba a preocuparse. Cuando le sugerí en voz baja que retirase al fotógrafo, aceptó inmediatamente.