Bob Parsons siempre me había caído simpático. Era de San Francisco, andaba por los cuarenta y tenía una cara larga y delgada y un sereno sentido del humor. Además, era un reportero muy inteligente. Mientras nos llevaba en el coche hacia la comisaría, logró sacarnos toda la historia que habíamos preparado para la policía y, lo que es más, puso al descubierto algunas faltas que había en ella y que nosotros no habíamos notado. Entre los dos, Lucía y yo, pudimos taparlas de nuevo; pero la experiencia resultó sumamente agotadora, aunque inútil, descubriríamos más tarde, como si de remendar un vestido se tratara.
Con el consentimiento de Lucía, Bob se detuvo un poco antes de llegar frente a la Comisaría y envió delante al fotógrafo para que hiciese algunas instantáneas de nuestra llegada. En aquel momento, Lucía se quitó el pañuelo y lo metió en el bolso. Yo me deshice del sombrero.
Desde el momento de nuestra llegada, el día fue un infierno completo.
Sy mantuvo su promesa y logró reunir a tres abogados para que nos representaran y protegiesen nuestros intereses; pero pronto resulto evidente que la policía no iba a cometer ningún desaguisado de tipo legal. Los abogados fueron advertidos de que, puesto que nos habíamos presentado a la policía voluntariamente con objeto de hacer declaraciones como personas responsables, y puesto que no había existido ningún cargo contra nadie ni se pensaba presentar (de momento), nuestros intereses no requerían ningún tipo de protección legal. Puesto que no estábamos detenidos (de momento), no precisábamos ninguna representación legal. Si ellos, los abogados creían que sus clientes podían ser culpables de algún delito, que lo dijesen.
Los abogados decidieron dejar a la policía en paz, al menos de momento. Así que nos dejaron para que nos las entendiéramos por nuestra cuenta.
Lucía estuvo magnífica, y tan convincente que yo empecé a preocuparme. Un impresionable comisario adjunto, lleno de compasión, propuso que se retrasase el interrogatorio y que se llamase a un médico para que le administrase un sedante. Con un cierto apresuramiento, Lucía bajó el tono de su representación. Una matrona de rostro siniestro, perteneciente a la prisión de mujeres, fue consultada en vez del médico. La prescribió una taza de chocolate caliente.
Poco después, nos separaron. Tuve que contar toda la historia una vez más. ¿Por qué no me había puesto en contacto secretamente con la policía? "Había adoptado una actitud de total confianza respecto a Mademoiselle Bernardi" Pero si creía que los temores de ella eran irracionales, mi deber era informar a la policía ¿no? "Yo no tenía modo de saber por adelantado si sus temores eran irracionales o no" ¿No había leído los documentos de la maleta? "No" ¿Por qué no? "Porque yo no sabía leer árabe" ¿Y Mademoiselle Bernardi no me había descrito su contenido? "No" A mi parecer, ¿cuál era la base de sus temores? "Las cosas que le había dicho sobre los documentos el coronel Arbil, y el hecho de que éste hubiera sido asesinado por unos hombres que buscaban dichos documentos".
El interrogatorio continuó, interminablemente a mi parecer. Se me había parado el reloj y perdí todo el sentido del tiempo. En un momento dado trajeron comida. El interrogatorio siguió.
Yo había estado en la casa de Cagnes, ¿no? ¿No era raro que la mujer de la limpieza no hubiera notado la menor huella de mi presencia allí? "No era raro en absoluto; la mujer de la limpieza no veía bien." ¿En qué parte de la casa había dormido yo? "En el cuarto trastero." ¿En qué parte del cuarto trastero? "En los cojines de las sillas del jardín." ¿Cómo me había afeitado aquella mañana? "Mademoiselle Bernardi me había dejado una maquinilla de afeitar." ¿No había compartido quizá la cama de la chica? "Esa pregunta deberían hacérsela a la propia chica." ¿Tendría yo inconveniente en que me registraran? "Ni mucho menos." Y así una y otra vez.
Debía de ser bien entrada la noche cuando me llevaron a una especie de sala de espera y me dejaron allí solo. Al cabo de unos minutos, entró Bob Parsons. Con él estaba uno de los abogados, un hombre pequeño y regordete con aspecto de dictador.
Bob parecía muy cansado.
– Bien Piet -dijo- por lo que a la policía respecta, no hueles precisamente a rosas, pero creo que has salido del apuro. Aquí el abogado Casier dice que no te retendrán.
– ¿Y a Lucía?
– Hace una hora aproximadamente llegaron de Zürich un par de polizontes. Están ahora con ella. ¿Tiene algo más que contarles, aparte de lo que había en la entrevista?
– Ni una palabra.
– Entonces también la dejarán pronto. Pero hay un problema.
– ¿Qué?
– Nuestros colegas de la prensa. Hay unos cincuenta ahí afuera esperando.
– ¡Oh, Dios!
– He hablado con Sy. Esta ha consultado con Nueva York. El caso llega demasiado pronto para nosotros, y resulta demasiado sensacionalista. Así que lo vamos a distribuir a los servicios telegráficos dentro de una hora aproximadamente. Las fotos que hemos tomado esta mañana han salido ya hacia París en avión. También se distribuirán algunas de ellas. Nos quedaremos con unas cuantas de las mejores para nosotros.
– ¿Y qué haremos con la gente que hay ahí afuera?
– Bien, tendrás que dejarles que tomen unas cuantas fotografías tuyas con la chica; pero en cuanto a las declaraciones, la policía ha indicado con inequívoca claridad que prefieren hacer ellos mismos un comunicado, y solo una vez que esos papeles de Arbil hayan sido examinados por el Deuxième. Así que vuestros labios están sellados.
– Bien; algo es algo. ¿Cuándo podremos salir de este lugar?
– Tan pronto como terminen con Lucía, supongo. No pueden tardar mucho ya.
El abogado Casier intervino:
– Sólo hay una pequeña dificultad, Monsieur Maas. La policía ha expresado su deseo de que tanto usted como Mademoiselle Bernardi se queden en la zona y se presenten a la policía diariamente. Es una petición de los Servicios de Seguridad. Puede que quieran hacer más preguntas luego, cuando los papeles de Arbil hayan sido traducidos.
– Comprendo. Muy bien.
– Lo cual nos lleva a otro tipo de dificultad, Piet -Bob Parsons pareció titubear súbitamente-. Al menos, yo supongo que es una dificultad -y me dirigió una sonrisa afectada y con perversa intención-, porque te afecta a ti no a mí. Bien, yo he recogido tus maletas de ese hotel de la estación y te tengo reservada una habitación en el Negresco. Ahora, el abogado Casier me dice que Lucía intenta volver a esa casa de Cagnes esta noche. Dice que de todos modos el alquiler ha sido pagado por adelantado. La policía no tiene nada en contra. Pues bien, parece que la chica espera que tú vayas con ella. Se trata de algo que tú acordaste con ella anteriormente. No lo sé.
– Ella afirma -dijo el abogado Casier en tono firme y un tanto acusador- que usted, al persuadirla de que informase a la policía, le prometió firmemente permanecer junto a ella y protegerla de ulteriores intromisiones de los periodistas. Ella confió en usted basándose en esa promesa.
Me fue difícil mantener la cara inalterable. Respondí con todo el tono titubeante que pude:
– Bueno, sí supongo que le dije algo así.
– Y puesto que, de todos modos usted no puede alejarse, por si la policía desea interrogarle ulteriormente, no parece que haya ninguna razón para que falte a su promesa.
Las últimas palabras las dijo en un tono firme y resuelto; evidentemente, Lucía le había causado una profunda impresión.
Yo traté de aparecer dubitativo.