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– Bueno…

– No preciso recordarle -continuó el abogado con afectada severidad- que, dadas las sugerencias que ya aparecieron en la prensa acerca de su relación con la joven, si usted la abandona en este momento, causará una malísima impresión. Ella es francesa. Y, al fin y al cabo, usted representa a una publicación americana.

– La Amérique perfide murmuró Bob Parsons sardónicamente-. Le sacó las declaraciones y después la tiró a los lobos.

Sus ojos tropezaron con los míos; yo no había podido engañarlo durante mucho tiempo; Parsons no tenía ninguna duda ahora de que Lucía y yo habíamos dormido juntos.

Me volví hacia el abogado Casier.

– Muy bien -dije en tono noble-; si eso es lo que ella desea, no tengo ningún inconveniente. Claro que no dispongo de coche, y si hemos de presentarnos a la policía diariamente, voy a necesitarlo.

– Puedes usar el mío -dijo Bob prontamente-. Tus maletas están en el maletero. Yo regresaré a Roma mañana: podemos arreglarlo todo con la casa antes de que yo salga.

Tenía en los labios una amplia sonrisa. Se estaba divirtiendo de lo lindo. Yo también, aunque por un motivo diferente. Si el abogado Casier no hubiera estado allí, también yo me hubiera sonreído.

2

Ya pasaba de las siete cuando conseguimos abandonar la comisaría y escapar de los fotógrafos. Los dos estábamos considerablemente desgreñados. Algunos de los fotógrafos nos siguieron en coches y motocicletas. Cuando llegamos a la Rue Carponière, ya había allí otro grupo esperándonos para tomar más fotografías. Al cabo de unos veinte minutos, sin embargo, el grupo se fue reduciendo y pude entrar con el coche.

A las nueve en punto, saqué el coche otra vez y cerré las cancelas detrás de mí. Ya sólo quedaban dos fotógrafos y un solo reportero. Mademoiselle Bernardi, les dije, estaba exhausta y se había retirado a descansar. Quedaba al cuidado de una enfermera, añadí gravemente, avisada con anterioridad. Nadie se molestó en preguntarme acerca de mis planes para aquella noche. Ahora, yo era simplemente otro competidor poco grato.

Bajé con el coche hasta la calle Vence y allí giré hacia el huerto.

Lucía me estaba esperando al fondo del bosquecillo de olivos donde habíamos aparcado dos noches antes. Volvía a llevar puesta la peluca y el pañuelo. Yo también tenía el sombrero en la cabeza. Nos habíamos tomado una botella de champán para celebrar la ocasión y Lucía estaba de un humor excelente. Tuvimos un divertido viaje a través de una serie de carreteras secundarias hasta la Sourisette.

Sanger nos recibió con la confiada afabilidad del especialista que ha estudiado las radiografías y ha llegado a la conclusión de que, al fin y al cabo, la enfermedad no es tan seria como uno había llegado a creer.

– Vaya día que habéis tenido, chicos -dijo-, vaya día. Estuve escuchando la radio.

Lucía me miró.

– Sí, ha sido un día muy interesante, ciertamente -dije yo-. Por lo tanto, puesto que ya lo ha oído todo sobre nuestra jornada, ¿Qué nos cuenta de la suya? ¿Vio a Farisi?

– Sí que lo vi.

Regresó junto a nosotros con un coñac para Luda.

– ¿Y?

– La entrevista fue breve, pero interesante. Es un hombre muy competente. Muy competente.

Esperamos mientras servía mi bebida y un Campari con soda para él. Al fin, regresó junto a nosotros.

– ¿Y?

Sanger meneó la cabeza con un ademán triste.

– Chicos, hemos calculado mal.

– ¿Te ha dado el dinero? -le preguntó Lucía.

– Sí me ha dado algo de dinero.

Sanger suspiró profundamente.

– ¿Cuánto?

– Como dije antes, hemos calculado mal -dio un sorbo a su Campari-. Debisteis haberos presentado a la policía más tarde. Al no hacerlo así, el ayudante ese… ¿cómo se llama?

– Dawali.

– Sí. Dawali. Oyó todo el asunto por la radio. Documentos secretos entregados a la policía. Súbitamente, Farisi decidió que vosotros habíais cambiado de opinión. Como resultado, no se sintió obligado en el trato que había hecho con usted. Me costó mucho tiempo convencerle de que estaba equivocado.

Yo me puse de pie.

– ¡Eso es absurdo! Farisi ya sabía que nosotros Íbamos a entregar ciertos papeles de Arbil. Yo le había hablado de eso ya. Una historia inacabada del pueblo kurdo.

Sanger se encogió de hombros.

– La radio decía documentos secretos… documentos que han sido naturalmente pasados al Deuxième bureau. Naturalmente, estaba intranquilo. Naturalmente, creía que le habíais hecho una mala pasada.

Ahora también Lucía estaba de pie y sus ojos estaban echando chispas.

– ¿Cuánto, Patrick? ¿Cuánto? -repitió levantando la voz.

Sanger suspiró.

– La mitad -dijo tranquilamente.

– ¡Mentiroso!

– La mitad. Doscientos cuarenta y cinco mil francos. Aquí los tengo.

Y se dirigió hacia la caja fuerte.

– ¡Mentiroso!

Lucía se arrancó de golpe la peluca y se la tiró a la cabeza.

Pero no le acertó y la peluca cayó sobre la alfombra con un ruido fofo.

– Bueno, bueno, chicos.

– Espece d' ordure!

– Seamos razonables.

– Merde, alors.

– Pierre, ¿quiere convencerla de que deje de gritar?

– Yo también tengo ganas de gritar -dije-. Y tengo ganas además, de llamar a Farisi para ver cuánto te pagó exactamente.

– Se fue en el avión de las cinco -se sonrió, en ademán de reproche-. Vamos, chicos. Doscientos cuarenta y cinco mil francos menos mis setenta y tres mil, os quedan limpios casi unos cuarenta mil dólares. Y todo por un fajo de papeles amarillentos que…

Me costó otros ensordecedores diez minutos reducir su comisión de setenta y tres a cuarenta y tres mil francos. Sanger no perdió la cabeza y se mostró razonable. Como casi con toda seguridad tenía la otra mitad del precio de la transacción en algún escondrijo de la casa, su actitud no resultaba en modo alguno sorprendente.

Incluso se permitió el lujo de ser franco.

– Cielo -le dijo a Lucía en un momento, lamentándose-, no seas estúpida. Por ti no hubiera regresado aquí esta noche. Si no hubiera sido por Pierre y por todas esas cosas perversas que puede publicar sobre mí, tal vez hubiera regresado directamente a Italia. En realidad, Pierre también está metido en el lío, así que no puede decir nada. De modo que todos somos amigos.

No preguntó cuál iba a ser mi comisión; supongo que no le importaba; pero cuando entregó a Lucía los doscientos dos mil francos y mientras observaba como ella los metía con un gesto ceñudo en el bolso, dedicó un comentario al tema de mi futuro.

– La proposición de Pierre sobre esa revista no es mala, sabes -dijo-, ni mucho menos. Desde el punto de vista de una inversión, quiero decir. Será una inversión muy rentable cuando la cosa marche. A mí no me importaría tener una pequeña participación en el negocio. Hay un problema, sin embargo. Si empieza otra vez, tiene que hacerlo en el marco de una sociedad limitada. Por otra parte, el riesgo personal es mínimo. Sin embargo, su posición como extranjero en Francia sería difícil. Según la ley francesa, el principal accionista de una sociedad limitada, registrada aquí, tiene que ser un ciudadano francés. Esto significa que tendría que encontrar a una persona en la que pudiera confiar.

Lucía se quedó pensando por un momento y luego se encogió de hombros.

– Eso es cosa de él.

A continuación me dirigió a mí una significativa mirada.

– No olvides, Pierre, que has dejado algunas cosas en el dormitorio.

– Oh, sí.

Sanger se dirigió hacia mí sonriendo.

– He cogido el revólver. Espero que no le importe. Es de Adela. Y las llaves del coche también.

– Naturalmente. No se moleste en acompañarme. Recuerdo el camino.