Por un momento tuve miedo de que insistiese en venir conmigo, pero Lucía arregló la situación derramando su coñac por el suelo.
– Lo siento -le oí decir en tono áspero mientras yo subía las escaleras-, pero no es extraño que esté nerviosa. Cuando una ha creído que trataba con un amigo y descubre que no hay verdadera amistad sino únicamente interés egoísta, es lógico que le tiemblen a una las manos un poco.
Encontré los dos sobres con el dinero de Skurleti en el sitio donde los había dejado, escondidos bajo la alfombra en la habitación de los huéspedes. Los metí en el bolsillo, hice la maleta y bajé con ella.
Sanger nos despidió con su habitual campechanería igual que nos había recibido.
– Que lo paséis bien, hijos míos -dijo-, que lo paséis bien. Le daré a Adela vuestros recuerdos.
3
Ya habíamos salido de Mougins y estábamos en la carretera de Vence cuando Lucía mencionó el dinero de Skurleti.
– ¿Estaba allí, chéri? -preguntó.
– Sí que estaba.
Y di un golpecito en uno de mis bolsillos.
Hubo otro largo silencio.
Luego, ella dijo:
– ¿Es cierto lo que dijo acerca de las sociedades limitadas en Francia, que el principal accionista tiene que ser un ciudadano francés?
– No lo sé, pero podemos preguntarlo.
Al cabo de unos segundos, yo saqué los sobres del bolsillo, uno a uno, y se los di.
Ella se inclinó hacia mí y me besó en la mejilla.
– Cuatrocientos mil -dijo pensativamente mientras seguíamos avanzando por la carretera de Vence.
– Cuatrocientos dos mil -le corregí yo.
– No. Está el asunto de los ojos de la mujer de la limpieza. Prometí pagarle la operación.
– Eso es cierto.
Vi que se sonreía y sentí su mano sobre mi rodilla.
– Yo nunca olvido una promesa, chéri -dijo-. Ese jurista, el abogado Casier, se mostró muy comprensivo esta tarde -añadió reflexivamente-. Tal vez deberíamos consultarle.
Eric Ambler