– Nada constructivo.
Sy suspiró.
– Escucha, Piet, antes me preguntaste si yo hubiera hecho venir a Bob Parsons desde Roma para seguir la pista de un soplo como este. Francamente te diré que no. Tenemos un corresponsal en Marsella y lo más probable es que le hubiera encargado que hiciese las averiguaciones oportunas. El caso es que el viejo te ha encargado a ti esta faena. Los dos sabemos por qué: porque quiere demostrar que eres un incompetente. Muy bien, pues no dejes que lo haga. Él no espera milagros de ti. Todo lo que tienes que hacer es encontrar a ese Sanger y asegurarte de que no puede conducirnos a la chica. Así, los dos estamos a salvo. ¿De acuerdo?
– ¿Y cómo sugieres que lo consiga?
– Eso está mejor, muchacho -dijo mirando su reloj-. Hay un avión para Marsella a las seis o a las siete. Dile a Antoinette que te coja un billete y te reserve una habitación para la noche en un hotel. Por la mañana, alquila un coche, dirígete a Séte y empieza a investigar.
– Mañana es domingo. La mairie estará cerrada.
– Al diablo con la mairie. Sería igual que si fueras directamente a la policía y le dijeras a lo que vas. No, empieza por los cafés y las gasolineras. No digas que eres periodista. Podría correrse la voz y algún periodista local empezaría a meter la nariz. Inventa un cuento. Di que eres inspector de seguros que busca a un testigo desaparecido. Tu francés es bastante bueno para eso. O di que tratas de encontrar a un viejo mozo del ejército. Tal vez esto les guste más.
– ¿Y si no saco nada?
– Tantea en los almacenes. No es un sitio grande, diablos. Alguien tiene que conocerlo.
– ¿Tenemos algún conocido en el Quai des Orfevres?
– ¿Por qué?
– Lo que me gustaría saber es si eso de que la policía no quiere meterse a fondo en este asunto es cierto o no.
– ¿Y eso qué importa?
– Supongamos, siempre hay la remota posibilidad, que la Bernardi estuviera realmente oculta con Sanger. Supongamos que la policía lo sabe pero que tiene órdenes de arriba de olvidarlo. No nos importan las razones ahora. Sanger disfrutaría de una especie de protección policíaca. Si lo encuentro y si logro hablar con él, me gustaría saber con quién voy a encontrarme: con un sinvergüenza a la defensiva, o con un ciudadano de apariencia virtuosa que puede mandarme al infierno.
Sy lo pensó por un momento y luego meneó la cabeza.
– No te falta razón, pero no creo que nos sirviese de mucho llamar al Quai des Orfevres. Conozco bastante bien al Director Adjunto, pero también conozco la respuesta que me daría. "Ha leído usted los periódicos mal informados, mon cher. Es cierto que ya no nos rompemos la cabeza con este asunto. La chica está reclamada por nuestros colegas suizos para interrogarla, y hemos hecho todo lo que hemos podido para complacerles. Pero ahora creemos que ha conseguido una nueva documentación y que se ha ido a Italia" -Sy meneó la cabeza de nuevo-. No, si las cosas llegan a este extremo, Piet, creo que tendrás que tocar de oído.
Siempre dice a la gente que toque de oído, y la expresión siempre me irrita. Prefiero tocar con la partitura delante.
Capítulo 2
1
Cogí el avión de Marsella aquella noche y pernocté en el Hotel L'Arbois. Por la mañana me fui a pie hasta la terminal aérea y alquilé un coche. A última hora de la tarde estaba en Séte.
A menos que sea usted policía, o tenga absurdas objeciones de conciencia ante cualquier infracción de la ley, la frase "un hombre acaudalado con una casa en el sur de Francia" suscitará en su mente una imagen bastante atractiva. Ve usted al individuo inmediatamente. Bronceado por el sol y sonriente, con una moderna camisa italiana deportiva y bebiéndose a sorbitos un Martini seco, descansa cómodamente en la terraza de un chalet en Cap d'Ail o Super Cannes. Es de edad madura, quizás, pero tiene todo su pelo, y su joven esposa le es fiel. Su fortuna acumulada ilícitamente se halla bien invertida en acciones, tiene una cuenta con número en un banco suizo y una compañía de valores registrada en Curasao a causa de los impuestos. Es la demostración palpable de que a veces, con bastante frecuencia, el crimen está bien recompensado.
Pero diga que la casa del Sur de Francia está cerca de Séte y el cuadro cambiará totalmente. Es decir, si usted conoce Séte.
Está en el golfo de León, a doscientos kilómetros de Marsella, y es, después de esta ciudad, el puerto deportivo más importante del Sur de Francia. Séte es el centro industrial de la zona vinícola de Herault productora de ese tipo de vino que suele transportarse en camiones cisterna y no en barriles, y que a menudo resulta más valioso convirtiéndolo en alcohol industrial. Hay algunas fábricas de manufacturas, una flota pesquera, unos astilleros y una refinería de petróleo. La costa es recta, el paisaje llano y casi monótono. El único relieve es Mont St. Clair, una elevada colina con un faro e instalaciones para la defensa costera, que se alza dominando el puerto. La mayor parte de la ciudad está cruzada por canales que conectan los diferentes muelles. Hay unos cuantos hoteles comerciales de poca capacidad. En la carretera de la costa, fuera de la ciudad, hay dos o tres pensiones familiares que acogen en verano a los pocos intrépidos que desafían la playa sin sombra y barrida por el viento y por las heladas corrientes del golfo. Pero la ciudad no hace ningún esfuerzo por atraer al turismo. Es un lugar de negocios, práctico pero feo, y satisfecho de seguir así.
Cuando yo llegué, llovía a cántaros y hacía mucho frío. Parecía que Séte estuviera en el Báltico y no en el Mediterráneo. Encontré un hotel con una tibia calefacción central y cené en una cervecería cercana.
No tenía intención de llevar a cabo el tipo de indagación sugerida por Sy. Si realmente existía un hombre llamado Phillip Sanger y vivía en Séte en una casa de su propiedad, había un modo más sencillo de encontrar su dirección. Montpellier, la capital administrativa del Departamento de Hérault, estaba a sólo veintinueve kilómetros de distancia. Podía ir al Ayuntamiento y examinar los títulos de propiedad de la zona de Séte. O buscarlo en la guía telefónica.
Por aquí empecé. Pero no había nadie llamado Sanger. Pregunté a información y el resultado fue el mismo. Aquella noche ya no podía hacerse más. Llamé a la oficina de París, di al operador de servicio el nombre de mi hotel junto con el número de habitación y me fui a la cama.
A la mañana siguiente me fui a Montpellier.
El archiviste del Ayuntamiento se mostró amable sin excesiva curiosidad. Al parecer era bastante corriente que alguien deseara conocer las propiedades de otra persona.
Me llevó sólo una hora aproximadamente descubrir que Phillip Sanger, asesor de inversiones, que vivía en la Rue Payot, número 16, Séte, poseía tres pequeñas propiedades en Mont St. Clair, a las que se les asignaba los números 14, 16 y 18 de la Rue Payot. Las había comprado hacía seis meses a la viuda del dueño de una tienda de ultramarinos, por siete mil francos nuevos cada una. Cada una medía aproximadamente un décimo de hectárea, lo que equivale a una quinta parte de acre poco más o menos. El archiviste me dijo, con una sonrisa tolerante, que las casas sólo eran "baraquettes", viejas cabañas militares que ya no servían para nada al ejército.
Regresé a Séte y subí a echar un vistazo a la Rue Payot.
Los primitivos fuertes y la ciudadela de Mont St. Clair, construidos por Vauban, formaban parte del sistema de fortificaciones costeras que se extendían de la frontera española a las islas d'Hyéres. Hasta finales del siglo diecinueve, toda la colina había sido una fortificación militar. A partir de entonces, al cambiar las necesidades y las técnicas de la defensa, la guarnición había disminuido en número. Parte del monte se convirtió en pueblo y las baraquettes habían sido abandonadas poco a poco. Los tenderos y arrendatarios de la localidad las habían comprado para utilizarlas como almacenes o como establos para ganado.