Espero que el lector se dé cuenta de que no tenía deseo alguno de hacerle daño a esta mujer, ya que nunca opto por infligir violencia sobre este sexo. Lo que sí es cierto es que albergo escasos escrúpulos a la hora de amenazar con la violencia, y dada la más delicada constitución femenina, generalmente no necesito más que amenazas.
Pero no en este caso.
– Así que tengo que ayudarle a terminar su trabajo, ¿no? -repitió con una sonrisa maliciosa-. Su trabajo es conseguir que le maten, y en eso voy a ayudarle mucho.
Fue en ese momento cuando descubrí que había infravalorado la operación de Kate Cole, porque el sonido que oía detrás de mí era el de un par de pesadas botas surgiendo de entre las sombras. En un instante supe que Kate no trabajaba sola, y que al menos algunas de las pisadas que había oído pertenecían a su socio. Este tipo de operación acostumbraba a llamarse de nalga y puntazo: una puta atraía a la víctima borracha hasta un lugar apartado y, si el vino no lograba el objetivo perseguido, el puntazo completaba la labor. Pese a ir armado, yo me encontraba en franca desventaja, puesto que no me atrevía a darle la espalda a Kate, pero debía girarme, y hacerlo deprisa, para plantarle cara a mi adversario, a quien aún no había visto.
Di un paso para subirme al cajón de madera y, agarrándome a una grieta en la pared, salté por encima de Kate, que seguía en posición supina, y me di media vuelta rápidamente, apuntando con la pistola frente a mí. Entonces vi al canalla del Barrel and Bale, que corría hacia mí blandiendo una espada. Yo estaba de espaldas contra la pared, y no tenía espacio para maniobrar. Si no hubiera tenido nada en la mano, mi primera elección habría sido la de sacar mi propia espada y retar al hombre a una competición justa, ya que me congratulaba de ser un hábil espadachín y de poder desarmar al fulano sin perder vidas. Pero no había tiempo para arrojar el arma de fuego y sacar la espada, y lamentándome de tener que tomar tan extrema medida, tiré del percutor y disparé a la silueta que se aproximaba. Se oyó un estruendo y luego se vio un fogonazo y sentí un ardor en la mano, ennegrecida ahora por la pólvora. Por un instante creí que el arma me había fallado, pero entonces vi detenerse al rufián, y una mancha oscura y homogénea que se extendía por su camisa raída. Se derrumbó de rodillas, tapándose la herida con las manos, y en cuestión de segundos se cayó hacia atrás y se golpeó la cabeza duramente contra el sucio suelo.
Metiéndome el artilugio aún caliente en el bolsillo, me agaché y agarré a Kate, que ya había comenzado a contraer los músculos para dejar escapar un chillido. Apreté mi mano contra su boca para evitar ese estallido y la sujeté para que se estuviera lo más quieta posible, ya que se revolvía con violencia contra mí.
No sentía más que furia en ese instante. Una furia negra, violenta y abrasadora que casi me incapacitaba. No sentía inclinación alguna por matar al prójimo, y odiaba a Kate por haberme obligado a disparar. Sólo había segado dos vidas con anterioridad (las dos veces cuando navegaba en una embarcación de contrabando y habíamos sido atacados por piratas franceses) y en ambas ocasiones me había quedado con una especie de ira intangible contra el hombre a quien había matado, por forzarme, como hicieron ambos, a acabar con ellos.
Con la mano apretándole la cara con fuerza, sintiendo cómo se debatía, y notando su cálida respiración sobre la palma de la mano, me faltó poco para sucumbir a la seductora urgencia de retorcerle el cuello con fuerza hasta rompérselo, de hacer que las dificultades que me había creado desaparecieran en la oscuridad de aquel callejón. Quizá el lector se escandalice de que yo escriba estas palabras. Si es así, el escándalo es que las escriba, no que sintiera aquel impulso, puesto que a todos nos guían nuestras pasiones y la tarea consiste en saber cuándo abandonarnos a ellas y cuándo resistir. En ese momento sabía que quería hacerle daño a aquella puta, pero sabía también que acababa de matar a un hombre y que corría grave peligro. Ningún peligro, sin embargo, podía excusarme de llevar a cabo el encargo para el que Sir Owen me había contratado. Tenía que calmar a Kate, obligarla a cooperar para poder terminar mi trabajo y escapar de esta desventura sin encontrarme ante el juez.
– Bien -dije, intentando mantener la voz tan tranquila como lo había estado antes-, si me prometes que no vas a gritar, te quitaré la mano de la boca. No te haré daño, tienes mi palabra de caballero. ¿Escucharás lo que tengo que decir?
Dejó de revolverse y asintió débilmente. Fui quitando la mano despacio y la miré a la cara, pálida de terror, con vetas de la pólvora con la que yo la había manchado.
– Ha matado a Jemmy -susurró, a través de unos labios paralizados por el miedo.
Dirigí una mirada fugaz a la masa sin vida junto a mí.
– No tenía elección.
– ¿Qué quiere de mí? -susurró. Una lágrima empezó a correrle por la mejilla.
Mis pasiones se disiparon algo a la vista de esta inesperada muestra de ternura.
– Ya sabes lo que quiero. Quiero las pertenencias de ese caballero. ¿Las tienes?
Sacudió la cabeza incoherentemente.
– Se lo he dicho, no sé de quién me habla -sollozó-. Tengo algunas cosas en mi cuarto: lléveselas si eso es lo que quiere.
Después de algunas preguntas más descubrí que los objetos que tenía estaban en su cuarto encima del Barrel and Bale. Me preocupó escuchar esto, ya que, con un muerto en mi haber, no tenía deseo alguno de regresar allí, pero vi que no me quedaba otra alternativa si quería recuperar la cartera de Sir Owen.
– Ahora escúchame -le dije-. Vamos a ir a tu cuarto y vamos a coger lo que estoy buscando. Si te comportas como si hubiera algún problema, si tengo la menor sospecha de que estás intentando engañarme, no vacilaré en llevarte ante el juez para contarle exactamente lo que ha sucedido. Tu amigo recibió un disparo mientras tú intentabas robarme, y te ahorcarán por ello. No deseo tomar esa medida, pero voy a conseguir esa cartera, y la conseguiré estés tú viva o muerta, libre o en prisión. Sé que me estás entendiendo.
Kate asintió rápida y bruscamente, como si la acción de conformidad fuese una tortura con la que acabar cuanto antes. Para no llamar la atención, saqué el pañuelo y enjugué con él las lágrimas de Kate, y le limpié las manchas de pólvora de la cara. Mi propio impulso hacia la amabilidad me inquietó, así que la puse en pie y, con mi mano asiéndola fuertemente por el brazo, me guió de vuelta al Barrel and Bale. Me preocupaba que nos encontrásemos con los amigos de Kate al regresar a la taberna, pero los maleantes debían de haber oído la detonación de mi pistola y huido a sus oscuras guaridas y sucias alcantarillas por el momento. Nadie quería andar por las calles cuando vinieran los guardias buscando a un pillo a quien acusar del asesinato.
Fue un paseo largo -silencioso, agitado y tenso-. A nuestro regreso, el Barrel and Bale estaba ya lo suficientemente lleno de juerguistas como para que nuestra entrada y nuestro ascenso por las escaleras pasara, hasta donde me fue posible comprobar, desapercibido. Entré con cautela en la habitación, sin querer que me engañaran de nuevo, y no vi más que un jergón basto relleno de paja, algunos muebles rotos y un alijo de objetos robados.
Encendí un par de cirios baratos y después atranqué la puerta. Kate dejó escapar un sollozo y, apenas consciente de lo que decía, murmuré otra vez que no tenía nada que temer al tiempo que, a la luz parpadeante de las velas, echaba una ojeada por la habitación en busca de cualquier cosa que pudiera pertenecer a Sir Owen.
Con mano temblorosa, Kate señaló una pila de objetos en una esquina.
– Llévese lo que busque -dijo muy queda-. Lléveselo y maldito sea.
Kate había estado muy ocupada. Había pelucas, chaquetas y hebillas de zapatos y cinturones. Había monederos -supuse que vacíos ya de oro y plata-, pañuelos, y espadas y rollos de lino. Había incluso tres volúmenes de escritos del conde de Shaftesbury, que sospeché que Kate no habría examinado. Tenía suficiente como para conseguirse una bonita fortuna, de poder venderlo. Me imaginé que aunque trabajara para Wild, no estaba muy dispuesta a entregarle la totalidad del botín robado, pero temerosa de ponerlo todo en manos de los peristas de Wild, no tenía un lugar seguro donde colocar sus despojos. Tal era el poder de Wild: los que no trabajaban para él no tenían forma de vender su mercancía y así veían mal recompensados sus esfuerzos. Kate sin duda estaba atada a una colección de bienes que, pese a ser valiosa, no le era de gran utilidad.