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Me retiré deprisa; demasiado deprisa, ya que apenas oí un par de palabras de su conversación, pero no me atrevía a permanecer donde pudieran pillarme espiando tan atrevidamente a mi propio pariente.

De modo que salí y esperé en la calle, caminando arriba y abajo durante casi una hora hasta que vi a Sarmento y a Mendes abandonar juntos la casa. Quizá deba decir que la abandonaron simultáneamente, porque la forma en que estos hombres se comportaban el uno con el otro no daba en absoluto la impresión de que colaboraran, ni siquiera de que congeniaran. Simplemente se fueron del mismo sitio a la misma hora.

Me adelanté antes de que tuvieran tiempo de partir, sin embargo.

– Caramba, caballeros -dije con fingida alegría-. Qué alegría verles a los dos. Especialmente a usted, señor Mendes, saliendo tan inesperadamente de casa de mi tío.

– ¿Qué quiere, Weaver? -preguntó Sarmento con acidez.

– Y usted -continué, llevado ahora sólo por la fanfarronería-. Usted, mi buen amigo el señor Sarmento. Creo que no le he visto desde, ¿cuándo sería? Ah, sí. Fue después del baile de máscaras cuando usted se escondió entre la multitud justo después de un intento fallido de asesinato sobre mi persona. ¿Cómo está, señor?

Sarmento chasqueó la lengua con desagrado, como si acabara de hacer un comentario obsceno ante compañía elegante.

– Ni le entiendo ni tengo ganas de entenderle -dijo- ni voy a seguir por más tiempo hablando con alguien que no dice más que tonterías -se dio la vuelta deprisa y fingió marcharse con dignidad, pero giró la cabeza repetidas veces para ver si le estaba siguiendo, y no dejó de estirar el cuello hasta que dobló la esquina y desapareció de mi vista.

Pensé en perseguirle, pero Mendes no se iba a ningún sitio, como si me estuviera desafiando a que le preguntase por sus negocios. No tenía duda de que sería capaz de hacer confesar a Sarmento en el momento que quisiera, pero con Mendes la cosa era muy distinta.

– Me alegra encontrarle de tan buen humor, señor -me dijo-. Espero que su investigación le trate bien.

– Sí -respondí, aunque mi entusiasmo ya se había disipado-. En este momento investigo un asunto de lo más curioso. Investigo su presencia en casa de mi tío.

– Nada hay más simple -me respondió-. Tenía que resolver un asunto de negocios.

– Pero los detalles, señor Mendes, los detalles. ¿Qué tipo de negocio era ése?

– Sólo unas telas elegantes que cayeron en manos del señor Lienzo y de las que un gobierno que a veces puede ser excesivamente celoso no le deja deshacerse muy fácilmente. Me confió esta mercancía hace unos meses, y tras haber encontrado un comprador sólo quería pagarle a su tío lo que se le debe.

– ¿Y el papel de Sarmento en todo esto?

– Es el factótum de su tío. Eso usted lo sabe. Estaba con su tío cuando llegué yo. ¿No estará sospechando que su tío anda metido en algo feo? -añadió con una sonrisa-. Odiaría verle romper con él como rompió con su padre.

Me puse tenso ante estas palabras, que yo sabía que él pronunciaba con intención de provocar.

– Yo que usted tendría cuidado, señor. ¿En serio quiere usted ver si soy o no un oponente adecuado para usted?

– No pretendía desafiarle -añadió, con un tono aceitoso de falsa reconciliación-. Sólo se lo digo porque estoy preocupado por usted. Verá, yo, que he vivido en este barrio muchos años, vi el dolor que sentía su padre porque la plaga del orgullo le hubiera arrebatado a su hijo. El orgullo de ambos, padre e hijo, según creo.

Abrí la boca para responder, pero no se me ocurría nada que decir, y él continuó hablando.

– ¿Quiere que le cuente una historia de su padre, señor? Creo que la encontrará de lo más interesante.

Guardé silencio, incapaz de adivinar qué iba a decirme.

– No más de dos o tres días antes del accidente que le costó la vida, me vino a ver a mi casa y me ofreció una bonita suma de dinero para hacerle un recado.

Él deseaba que yo preguntase, así que lo hice.

– ¿Qué recado?

– Uno que me pareció extraño, se lo prometo. Quería que entregase un mensaje.

– Un mensaje -repetí. Apenas podía ocultar mi confusión.

– Sí. Me pareció de lo más incomprensible, e intentando con todas mis fuerzas evitar parecer que me las daba de algo que no soy, le dije al señor Lienzo que me parecía que la entrega de mensajes estaba por debajo de mi posición. Él pareció avergonzado, y me explicó que temía que alguien le quisiera mal. Creyó que un hombre de mi planta sería capaz de entregar el mensaje con seguridad además de con discreción.

Esta historia me dolía mucho más de lo que hubiera esperado. Mendes había sido contratado por mi padre para realizar una tarea que yo podía haber hecho, en caso de seguir hablándonos mi padre y yo. Mi padre había necesitado a un hombre de cuya fuerza y valor pudiera depender, y no me había llamado a mí, quizás ni siquiera se le había ocurrido llamarme a mí. Y si lo hubiera hecho, me pregunté, ¿cómo hubiera respondido yo?

– Llevé el mensaje a su destinatario -continuó Mendes-, que estaba, en aquel momento, en el Garraway's Coffeehouse en la calle de la Bolsa. El hombre abrió la nota y murmuró solamente: «Maldición, la Compañía y Lienzo en un mismo día». ¿Sabe usted quién era el destinatario?

Le miré fijamente.

– Bueno, pues era el mismo hombre por quien le preguntó usted al señor Wild. Perceval Bloathwait.

Me lamí los labios, que estaban ya bastante secos.

– ¿Envió el señor Bloathwait una respuesta? -pregunté.

Mendes asintió, extrañamente satisfecho consigo mismo.

– El señor Bloathwait me pidió que le dijera a su padre que le agradecía el honor que le había hecho compartiendo con él esa información, y que la guardase para sí hasta que él, Bloathwait, tuviera la oportunidad de reflexionar sobre ella.

– Wild negó que conociera a Bloathwait, y ahora usted me cuenta esta historia. ¿He de creer que desafía la autoridad de Wild? No, es mucho más probable que esta conversación entre judíos sea parte de su estrategia.

Mendes se limitó a sonreír.

– Hay tantos enigmas. Si hubiera prestado más atención a sus estudios de niño, ahora tendría la inteligencia suficiente para ordenar el caos. Que tenga un buen día, señor -se llevó la mano al sombrero y se marchó.

Permanecí allí de pie un momento, pensando en lo que me había dicho. Mi padre había buscado un contacto con Bloathwait, el mismo hombre a quien había visto reuniéndose en secreto con Sarmento. Ahora mi tío se reunía con Sarmento y con Mendes. ¿Qué podía significar?

No podía aguardar más tiempo para enterarme. Regresé a la casa y entré atrevidamente en el despacho de mi tío. Estaba sentado en su escritorio, revisando unos papeles, y me ofreció una sonrisa amplia cuando entré.

– Buenos días, Benjamin -dijo alegremente-. ¿Qué hay de nuevo?

– Esperaba que me lo dijera usted -comencé con una voz que apenas intenté modular-. Podemos empezar con sus negocios con el señor Mendes.

– Mendes -repitió-. Tú ya conoces mis tratos con él. Sólo quería pagarme por unas telas que vendió por mí -sus ojos atentos medían mi expresión con decisión.

– No entiendo por qué tiene negocios con un hombre semejante.

– Quizá no -respondió, con sólo un rastro de dureza en la voz-. Pero no te corresponde a ti comprender mis negocios, ¿verdad?

– No, no es verdad -repliqué-. Estoy ocupándome de una investigación que se refiere a los misteriosos negocios de su hermano. Me ha llevado a albergar ciertas sospechas del jefe de Mendes. Creo que tengo derecho a expresar mi preocupación.

Mi tío se levantó del asiento para nivelar su mirada con la mía.