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Se fue de la habitación corriendo; podría haberla seguido si hubiera sido capaz de formular alguna idea acerca de lo que decir. No se me ocurría ninguna razón, ninguna explicación, y me preguntaba si algún día la comprendería. No podía saber que mi próxima conversación con Miriam iba a clarificar muchas más cosas que su enfado conmigo.

Por fin llegó el jueves. La temperatura era significativamente más baja, y con el aire fresco de la mañana que olía a nieve inminente me puse en camino hacia el Kent's Coffeehouse. Llegué una hora antes de lo que indicaba el anuncio, para poder colocarme en posición antes de que llegara nadie. Hice saber a los criados quién era, y me senté con la prensa para mantenerme ocupado hasta que se me llamase, pero me encontraba demasiado distraído como para que la lectura me absorbiera por completo. Debo decir que los hechos del baile me habían vuelto aprensivo, ya que era evidente que estos villanos harían cualquier cosa por protegerse, y sin duda había algo de temerario en publicar mi desafío contra ellos en el Daily Advertiser. Sin embargo sabía que Elias tenía razón, porque si me limitaba a seguir el rastro dejado por ellos, conocerían mis pensamientos incluso antes que yo mismo. Aquí, al menos, tenían algo que no habían previsto.

Cada pocos minutos levantaba la mirada para ver si alguien me buscaba, y en una de esas ocasiones me percaté de un caballero de aspecto severo sentado en otra mesa. Sujetaba un periódico, pero era obvio que no lo estaba leyendo. Aunque el hombre iba bien vestido, había algo en la forma en que se había colocado la peluca, en el modo en que le colgaba el abrigo de los hombros y, de forma más llamativa, en el hecho de que llevara gruesos guantes de cuero dentro del café, que lo hacían notorio y extraño. Estaba seguro de que si le quitaba la peluca y le miraba directamente a la cara, vería a alguien a quien ya había visto antes.

Sintiéndome atrevido, y tal vez en exceso animado por una dosis elevada de café del señor Kent, me acerqué a su mesa y me senté y, al hacerlo, reconocí al hombre de inmediato. Reconocí la mirada dura, cruel y estúpida, además del ojo izquierdo que reposaba inútil en un mar de putrefacción amarilla. Él, por su parte, no supo cómo responder a mi asalto directo y fingió seguir leyendo.

– ¿Cómo está su mano, señor Arnold? -le pregunté.

Ya no parecía el mismo rufián de quien con tanta violencia había arrancado las cartas de amor de Sir Owen. Se había aseado considerablemente, pero la marca de la vileza aún le manchaba profundamente. Estaba seguro de que no me tenía poco miedo, y su temor tenía razón de ser. Los dos sabíamos que no iba a vacilar en repetir la misma violencia que ya le infligiera una vez.

Intenté recordar si le había apuñalado la mano izquierda o la derecha, porque ésa era la mano que deseaba agarrar. Arnold, sin embrago, se aprovechó de mi instante de reflexión, se puso en pie de un brinco, me tiró una silla para frenar mi avance, y salió corriendo por la puerta. Le seguí, tardando sólo unos segundos más que él, pero esos segundos fueron suficientes para que adquiriese ventaja. Cuando salí a la calle no pude verle por ninguna parte. Como tenía poco que perder, escogí una dirección y corrí, esperando que la fortuna me sonriese, pero no fue así, y después de un cuarto de hora de infructuosa búsqueda abandoné la causa y regresé al café.

Al final me vino bien haber tenido ese frustrante encuentro con el señor Arnold, porque cuando volví, resoplando y desaseado, vi que la moza del café estaba conversando con una joven dama, y oí lo suficiente de lo que hablaban como para saber que le estaba describiendo mi aspecto. De haber entrado esta joven dama en el café y haberme visto esperando, sin duda se hubiera marchado antes de que yo supiese que había venido, pero ahora yo estaba allí de pie, respirando profundamente, sacudiéndome distraído el polvo de la chaqueta, cuando nuestras miradas se encontraron.

Miriam había acudido en respuesta a mi anuncio.

Veintiocho

Una extraña relación especular se estableció entre nuestros gestos, y Miriam empezó a frotarse las manos contra los pliegues del vestido. Me miró. Miró a la puerta. Apenas podía albergar la esperanza de huir, pero la idea, como lo hacen las ideas absurdas en momentos de confusión, sin duda le cruzó por la mente.

Le pedí a la chica que nos llevara a un salón privado y nos trajera una botella de vino, y nos retiramos a un despacho pequeño y limpio que ofrecía poco más que unas sillas viejas esparcidas alrededor de una mesa. Era una habitación donde se hacían negocios, y eso me agradó. Desde las paredes nos miraban retratos crudamente ejecutados de la reina Ana y de Carlos II: la tendencia conservadora en política del señor Kent era inconfundible.

Miriam se sentó muy erguida en una silla. Le serví un vaso de vino y se lo puse delante. Rodeó el vaso con sus manos delicadas, pero ni lo levantó ni probó el vino.

– No esperaba verle aquí, primo -dijo con voz queda, sin mirarme a los ojos.

Yo resulté menos tímido que Miriam a la hora de beberme el vino. Después de dar un sorbo largo, me senté e intenté decidir si era más cómodo mirarla o mirar hacia otro lado.

– ¿Cuál es su conexión con Rochester? -dije por fin. Había esperado moderar mi tono, sonar relajado, interesado, simplemente curioso. Brotó como una acusación.

Soltó el vaso y me miró a los ojos. Tenía el aire asustado y escandalizado de un mendigo en la parroquia.

– ¿Qué derecho tiene a hablarme así? He respondido a su anuncio en el periódico. No creo que eso sea un crimen.

– Pero le aseguro que el asesinato es un crimen, y un crimen muy serio, y es por razón de asesinato por lo que busco al señor Rochester.

Sofocó un grito. Se incorporó para ponerse en pie, pero luego volvió a sentarse. Sus ojos volaron por la habitación buscando algo que pudiera reconfortarla, pero no encontró nada.

– ¿Asesinato? -suspiró por fin-. ¿Qué quiere decir?

– No voy a ocultarle nada, Miriam, pero debe decirme lo que sabe de Rochester.

Sacudió la cabeza despacio, y observé cómo su sombrerito verde de lunares se balanceaba de un lado a otro.

– Sé tan poco de él. Compré… es decir, hice que me compraran unos valores a través de él. Eso es todo.

Ahora sí bebió del vino, y con ganas.

– Acciones de la Mares del Sur -dije.

Ella asintió.

– ¿Cómo compró esos fondos? Es muy importante que me lo cuente todo. ¿Se reunió con él, mantuvo correspondencia, habló con algún criado suyo? Tengo que saberlo.

– Hay tan poco -dijo. Sus uñas arañaban suavemente la superficie tosca de la mesa-. Yo… yo no tuve contacto personal con él. Tenía a alguien que se relacionaba con él por mí.

– Philip Deloney.

– Sí. Desde hace algún tiempo tengo claro que usted sabe que nosotros… -su voz se convirtió en un hilo.

– Que son amantes, sí. Y que él es una especie de jugador a pequeña escala y un corredor.

– Ha comprado y vendido en el Jonathan's en mi nombre -me explicó en voz baja-. Tengo tan poco dinero, y necesitaba intentar asegurar más para poder establecerme por mi cuenta.

No tuve más remedio que reírme. A Elias le hubiera encantado oír este extraño apareamiento del corazón y el dinero, el romance que se compraba y se vendía en la Bolsa. Miriam me miró perpleja, y yo me deshice de mi jolgorio, porque se parecía a la risa del pánico.

– ¿Cuál es la naturaleza de la relación entre Deloney y Rochester?

– Sé que es una relación distante. Philip le ha estado buscando y no logra encontrarle.

– ¿Y por qué le ha estado buscando? Es más, ¿por qué ha venido usted a buscarle aquí hoy?

– Philip dispuso que Rochester comprara fondos de la Mares del Sur en mi nombre. En su nombre también.