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Miriam se puso en pie y pensé que le abofetearía. Y no recuerdo muy bien por qué evité que esta valiosa mujer administrase un castigo tan bien merecido. Pero lo cierto es que me entrometí.

– ¡Sinvergüenza! -exclamé, metiéndome abruptamente entre ellos-. ¿Cómo se atreve a hablarle a una dama de esa manera? Si fuera usted algo más que un pastelillo hinchado le daría una patada en el trasero aquí mismo. No puede usted creer que esta dama sea la autora de la falsificación. Si sus problemas sólo se limitaran a tener delante a una viuda cuidadosa con sus ahorros, sería usted muy afortunado. No entiendo qué pretende conseguir insultando a una dama, a quien me parece que debe usted mucha más cortesía, y sé que no espera usted que permita que una dama bajo mi protección soporte semejante trato.

– No intente engañarme con sus mentiras de rufián callejero -bramó el hombre, casi directamente en mi cara-. Esta mujer es culpable de falsificación, y mi intención es la de llevarla ante un tribunal.

Ésta era una amenaza estremecedora. No podía haber duda de que la Compañía podía amañar una condena si deseaba verla colgada.

Miriam se volvió hacia mí. Era una mujer fuerte, pero podía ver que esta amenaza la había asustado. Sus ojos estaban húmedos y sus dedos temblaban.

– Me dijo que no corríamos peligro -empezó a decir.

– No se preocupe -le dije con voz queda-. No se atreverá a acusarla ante la ley.

– Ya veo que es usted el cómplice de esta fulana, Weaver. Más le vale preocuparse, y a usted también. ¿Cómo puede creer que una Compañía, vigilada tan de cerca por el Rey, y entre cuyos directores se cuenta el mismísimo Príncipe de Gales, soportaría ser víctima de un insulto de esta magnitud?

– No hay duda de que la Compañía ha sido víctima de un insulto -repliqué-, independientemente de quienes sean sus patronos. Lo que está en tela de juicio es quién ha insultado a quién. Usted sabe muy bien, señor, que la señora Lienzo no tiene nada que ver con la falsificación.

– En cuanto a usted, Weaver -me espetó-, descarto la idea de que haya tenido nada más que los motivos más viles para perpetrar este crimen, ¡y no descansaré hasta verle ahorcado!

– No conozco su nombre -respondí- y no sé qué cargo piensa usted que detenta, pero sé lo que es usted en realidad, y seré yo quien le vea a usted pagar el precio del asesinato.

– ¿Pagar yo un precio por asesinato? ¡Sin duda está usted loco! Es usted quien ha cometido asesinatos, como me he esforzado mucho en descubrir. ¿Creía usted, alguien que tan públicamente se ha declarado nuestro enemigo, que nos iba a pasar desapercibido? Sé que está usted implicado en el caso de Su Majestad contra Kate Cole, y sé que está usted involucrado en la muerte de ese canalla. Esta Compañía está decidida a verle juzgado por los tribunales.

Estaba asombrado. No podía creer que este hombre hiciera una declaración tan atrevida. Sentía que era una confesión de su relación con los hechos, pero no podía adivinar cuál era esa relación exactamente. ¿Significaba esto que la Compañía estaba compinchada con Wild? ¿Que la Compañía prácticamente había confesado que estaba detrás de la muerte de mi padre? No era capaz de resolverlo. Me sentía como un animal atrapado, y tuve que reprimirme para no saltar sobre este hombre y darle una paliza que le hiciese desangrarse.

Miriam lo observaba todo enmudecida. Su rostro era el de una niña cuyos padres se pelean delante de ella. Deseaba que no se hubiese tenido que sentir tan amenazada, pero ahora ya no había nada que hacer para remediarlo.

– Ha dado usted un paso en falso -le dije al hombre de la Mares del Sur- al convertirme en su enemigo.

Profirió una carcajada, y mi furia se inflamó, porque sabía que no tenía nada con lo que amenazarle más que la violencia del momento. Pero entonces un pensamiento vino a mi mente.

– Si quiere usted silenciarme, le sugiero que lo haga aquí y ahora. Todo lo que dice no es más que un farol, porque le aseguro que en el momento en que salga de este edificio informaré al mundo de la existencia de estas acciones falsas.

– Quizá nos estemos apresurando.

No había visto entrar a Nathan Adelman, pero estaba de pie en el umbral, con un aspecto levemente divertido.

– Quizá la señora Lienzo no sea más que una víctima, y no una villana.

Supe instantáneamente cuál era su juego: Adelman iba a adoptar el rol de hombre compasivo. Miriam suspiró con alivio, pero supe que era demasiado lista como para que pudieran engañarla por más de un instante.

– Mantente fuera de esto, Adelman -dijo el otro hombre-, no sabes de lo que estás hablando.

– Creo que sí lo sé. Miriam, usted sólo quería convertir estas acciones en dinero líquido, ¿no es cierto?

Ella asintió despacio.

– Veo claramente que la han timado, y le voy a decir lo que vamos a hacer. La Compañía está dispuesta a pagarle trescientas libras por estas acciones. ¿Le parece un trato satisfactorio?

Vi que Miriam, en su ignorancia, estaba dispuesta a aceptar esta pobre oferta. Yo me negué.

– Adelman -le espeté-, ¿por qué juega a tratarnos como a dos tontos si no lo somos? Sabe perfectamente que si estas acciones fueran válidas podríamos venderlas por más del doble en el mercado bursátil.

– Ha aprendido usted un par de cosas sobre los valores, Weaver. Me alegra comprobar que es usted el hijo de su padre después de todo. Sí, las acciones de la Mares del Sur se están vendiendo ahora por más de doscientas libras, pero éstas no son acciones válidas: no valen más que el papel en el que están impresas, es decir, apenas nada. Trescientas libras a cambio de apenas nada es una buena oferta, me parece a mí.

– Lo que tenemos Miriam y yo vale mucho más que eso -le dije-, porque ahora tenemos pruebas de que hay en circulación acciones fraudulentas de la Mares del Sur. ¿Qué efecto tendrá eso sobre su valor en el mercado una vez que se corra la voz, Adelman? Sus esfuerzos por eclipsar al Banco llegarán a su fin repentinamente. Ni se le ocurra probar con nosotros una de sus tretas de Compañía, porque nos hemos preparado colocando ejemplares de estas acciones fraudulentas en media docena de lugares diferentes -mentí apresuradamente-. De no ir a recogerlas antes de la hora convenida, nuestros asociados las sacarán a la luz pública. No puede amenazarnos con hacernos daño ni destruir estas acciones sin ver a su Compañía completamente arruinada.

Miriam y yo nos miramos el uno al otro y asentimos, como si hubiésemos ensayado la mentira. Me encantó verla comportarse con autoridad: cruzada de brazos, sacando pecho, la barbilla en alto. Sabía que el equilibrio del poder había cambiado de lado.

El compañero de Adelman casi escupe al ver la imagen de nuestra complacencia.

– ¿Se atreve a amenazar a la Compañía de los Mares del Sur? -ladró.

– No más de lo que esta Compañía nos amenaza a nosotros. Déjeme que le haga una contraoferta. Esta mujer firmará un papel jurando que nunca revelará su conocimiento del fraude de las acciones, y le entregará a ustedes todas las acciones falsas que posee. Hará esto a cambio de cinco mil libras.

Miriam no tuvo la suficiente compostura como para no sofocar un grito ante la mención de tamaña suma, una suma muy por encima de lo que había soñado tener a su disposición; no comprendía que lo que para ella significaba la opulencia no era más que una minucia para una compañía que en unos pocos meses iba a ofrecerle un regalo de millones de libras al gobierno a cambio del derecho a hacer negocios.

– ¿Cinco mil libras? ¿Está usted loco, señor? -ladró el sujeto brusco.

Adelman, sin embargo, desempeñaba el papel más diplomático, y vi inmediatamente que estaba aliviado de haber escapado de forma tan barata.

– Pues muy bien, Weaver. Miriam, ¿estará usted de acuerdo en firmar un documento? Si incumple su promesa entonces se considerará que ha roto el acuerdo y le deberá a la Compañía cinco mil libras, por las que le aseguro que la llevaremos a juicio.