Rebusqué cuidadosamente entre el botín, ya que debía mantener un ojo puesto en Kate mientras procedía, pero por fin vi una cartera con tapas de cuero elegantemente forrada asomando por debajo de una ostentosa peluca. Di un paso atrás y ordené a Kate que me la entregase. Un examen somero reveló que ésta era efectivamente la cartera de Sir Owen. Con un suspiro de alivio me metí el premio en el bolsillo y le dije que con aquello quedaba satisfecho y que le permitía quedarse con el resto.
Ahora me enfrentaba al peliagudo dilema de qué hacer con Kate. Sabía que era un riesgo dejarla donde estaba, puesto que no podía dudar de que su amo, el señor Jonathan Wild, la obligaría a contarle lo sucedido, y yo no quería que revelase ninguna pista que pudiera conducir, por dificultoso que fuera, hasta Sir Owen. Él había exigido privacidad, y mi objetivo era proporcionársela. Se me ocurrió que podía denunciar lo ocurrido ante un juez: a Kate la arrestarían por robo, con toda probabilidad a mí me exonerarían de toda culpa, y además recibiría una recompensa por su condena. El problema que presentaba esta maniobra era que le había prometido a Kate no hacer tal cosa. Además, Kate sabía lo suficiente acerca de mis objetivos como para creer que una investigación sobre este incidente no terminaría afectando a Sir Owen. Por otro lado, de ser yo un caballero cristiano en una situación parecida, podía haberme acercado a un tribunal de la judicatura con la certeza de que un juez vería con aprobación mi necesidad de matar a un delincuente. Pero en manera alguna podía tener la certeza de que un juez tuviera mejor opinión de un apresador de ladrones de la tribu de los hebreos que de un ladrón. Lo que yo necesitaba era que Kate se marchase sola, sin hablar con nadie, especialmente con Jonathan Wild. No podía imaginar que a Jemmy le hubiesen querido mucho o le fueran a echar de menos. Si Kate desaparecía, aunque sólo fuese por unas pocas semanas, bastaría para crear un protector velo de apatía en caso de que se hablase del asunto en el futuro.
Intenté, por tanto, convencer a Kate de que le vendría muy bien tomarse unas vacaciones.
– Te sugiero que recojas tus cosas y te vayas sin hacer ruido. No le cuentes a nadie lo que ha pasado. Si lo cuentas, informaré a los jueces de lo que sé y ten por seguro que veré cómo te ahorcan. Me temo que la única oportunidad que tienes de estar a salvo es abandonar Londres por una temporada.
– Pero si me voy -susurró- seguro que pensarán que yo maté a Jemmy.
– Es posible -le dije-, pero tendrán que capturarte para hacer algo al respecto, y para entonces tú llevarás ya mucho tiempo fuera. Y los que piensen que mataste a Jemmy pronto olvidarán la existencia de ese hombre. Me temo, Kate, que si no te vas de Londres pronto, te colgarán -quería que sonase más como una amenaza que como una predicción.
Kate había recuperado parte de sus fuerzas y lanzó una descarga bastante asombrosa de maldiciones que me avergonzaría desplegar ante el lector. Impasible, la dejé que vomitase su indignación, hasta que se derrumbó, con los hombros caídos en señal de rendición.
– Está bien, miserable cabrón.
Sonreí de nuevo, esperando que le quedara clara la fría implacabilidad de mis intenciones. Esperaba que también a mí me quedara clara, porque no tenía confianza alguna en que Kate se comportase según mis instrucciones. Sin nada más que decir, abandoné la habitación con calma y bajé por las escaleras hasta el caos y la peste a levadura del Barrel and Bale. Atontado, temblando y palpando con los dedos el áspero cuero de la cartera de Sir Owen en el bolsillo, me abrí paso entre el gentío y salí de la taberna. Una vez fuera, espere sentir alguna satisfacción por haber completado mi tarea, pero no llegó ninguna. No podía deshacerme del recuerdo del tal Jemmy tirado en aquel callejón, muerto por mi mano. Me envolví en la chaqueta luchando contra la creciente certeza de que su muerte habría de tener un impacto terrible en mi vida.
Cuatro
Experimenté una variada mezcla de sentimientos al día siguiente, mientras esperaba la llegada de Sir Owen. Me complacía haber recuperado su cartera tan rápidamente, pero también me sentía receloso por la muerte de Jemmy. Reviví ese instante en la imaginación un centenar de veces, preguntándome si no habría echado a perder una oportunidad de librarme del peligro sin segar ninguna vida. No veía que hubiese actuado demasiado deprisa o con demasiada imprudencia, pero seguía agitado y bastante inquieto.
Seguía dudando de mi decisión de dejar a Kate irse sin más, pues si llegaba a asociarse mi nombre al asunto pasado mucho tiempo del incidente, mi reticencia a dar la cara se interpretaría sin duda como culpabilidad. No era aún demasiado tarde para contarle mi historia al juez si así lo deseaba. Había pasado tiempo como proscrito, y había vivido también entre proscritos, de modo que no iba a entregar a una mujer para que fuera ajusticiada simplemente por ser ésta la medida más conveniente.
Comprenderá usted pues, lector, por qué me dejaba en lugar tan vulnerable la afirmación del señor Balfour de que mi padre había sido asesinado, porque los acontecimientos de la noche anterior obviamente habían agudizado mi sensibilidad. Me llevó casi una hora tranquilizarme tras la partida de Balfour, y, cuando empezaban mis ánimos a calmarse, la señora Garrison hizo pasar a Sir Owen. Me había puesto en contacto con él a primera hora de la mañana para hacerle saber que tenía su cartera en mi poder, y cuando llegó, entró en mi despacho con jovialidad desenfrenada. Acercándose a mi mesa, desde donde yo le esperaba de pie para saludarle, me palmeó cordialmente los brazos, como si yo fuera un compañero de partida de naipes.
– Son muy buenas noticias, Weaver -me dijo, balanceándose alegremente sobre los talones-. Buenas noticias, sí señor. Van a ser las cincuenta libras mejor empleadas de toda mi vida.
Abrí el cajón de mi escritorio, saqué la cartera y se la entregué. Me la arrebató del mismo modo que he visto a los tigres expuestos en Smithfield echar la zarpa a su ración diaria de carne. Sí, me pareció que había algo cercano al hambre en su forma de desabrochar la tira de cuero que mantenía cerrada la cartera y empezar a manosear ansiosamente las hojas sueltas de papel que contenía. Me senté, intentando fingir que atendía a otra cosa y que no estaba escudriñando el contenido del librito. Sir Owen había sido poco juicioso al llevar la cartera encima: vislumbré los billetes bancarios que había mencionado; si Jemmy o Kate hubieran llegado a saber lo que eran, los hubieran usado sin duda como papel moneda, pero Sir Owen no se alegraba de que estuvieran a salvo. A medida que iba completando el examen del contenido de la cartera, el barón se fue poniendo cada vez más nervioso, pasando las hojas con mayor urgencia. La exuberancia abandonó su ancho rostro, y sólo la silueta de su vivaracho semblante se mantenía ya en torno a unas facciones cenicientas.
– Aquí no están -murmuró, empezando de nuevo desde el principio del libro.
Pasaba las hojas tan aprisa que me hubiera sorprendido que lograse encontrar alguna cosa. No creo ni que estuviera mirando ya, sólo el pánico le hacía seguir pasando hojas.
– No están -dijo otra vez-. No están aquí.
Yo no tenía ni idea de qué era lo que no podía encontrar, pero me estaba poniendo muy nervioso. Había dado por hecho que una vez que el barón hubiera abandonado mis dependencias con la cartera en el bolsillo habríamos llegado al final del asunto. Ya no parecía que fuera a ser así.