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La calesa pronto se detuvo en Princes Street, y Miriam entró muy deprisa en una taberna. Al menos, observé con cierto alivio, tenía el aspecto de ser un lugar respetable, pero aun así apenas pude controlar mi preocupación. Aguardé un momento, me froté las manos para calentármelas y entonces entré, manteniéndome cerca de la puerta por si acaso Miriam todavía podía verme. No podía. Era un sitio acogedor con una chimenea cálida y una colección de artesanos de clase media, y algunas damas también, esparcidas por las mesas. No vi ni rastro de Miriam, así que me acerqué al tabernero, le di una moneda y me enteré de que había ido a visitar a un caballero en el segundo piso.

Subí las escaleras y encontré la habitación que el tabernero me había indicado. La puerta estaba cerrada, pero tampoco era de las más robustas, de modo que supe que aunque estuviera cerrada con llave me iba a costar poco esfuerzo entrar. Apreté la oreja contra la puerta y oí voces, pero no podía distinguir el tono en que hablaban. Se abrió otra puerta, y di un paso atrás intentando simular ser un tonto, pero creo que fue inútil representar semejante farsa, pues el caballero que salió por el pasillo me lanzó una mirada de lo más suspicaz al abrirse paso a mi lado para bajar las escaleras.

No podía soportar la idea de quedarme allí toda la noche, escondiéndome en los pasillos mientras los parroquianos me observaban con sospecha, así que planeé una estrategia. Es decir, que giré el pomo y, descubriendo que cedía a la presión, abrí la puerta.

Miriam y Deloney estaban de pie el uno frente al otro a poca distancia. No puedo decir lo feliz que me hizo ver que estaban los dos rojos de ira en lugar de, como yo había temido, enlazados en un abrazo de amantes. Ambos dejaron de hablar al entrar yo en la habitación y cerrar la puerta tras de mí.

– Weaver -me espetó Deloney-. ¿Qué ultraje es éste?

– ¿Qué está haciendo aquí? -balbuceó Miriam.

No podía soportar verla incómoda, pero menos aún podía soportar que cualquiera que fuera el conflicto que tenían pudiera resolverse, de manera que sembré unas amargas semillas para Deloney.

– Pero si me pidió que esperara un cuarto de hora antes de entrar, ¿no es cierto? -le pregunté a Miriam-. ¿Me he adelantado?

Miriam no sabía cómo responder a mi treta, pero no le hacía falta.

– ¿Qué quieres decir con esto? -le reclamó Deloney-. Te fías tan poco de mí que sentiste la necesidad de traer a este rufián. No voy a soportar esto.

– ¿No puede soportarlo?-me adelanté, y Miriam se apartó de mi camino. Vi enseguida que su ruptura con Deloney era total, porque no hizo nada por detenerme o templar mi acercamiento-. ¿Qué es lo que no puede soportar, Deloney? ¿La idea de haber engañado a esta mujer para quedarse con su dinero o la de haber estado haciendo negocios con un asesino?

– ¿Un asesino?-preguntó-. Será mejor que elija sus palabras con más cuidado, señor, o se enfrentará a mi ira.

– Si pudiera reunir a todos los caballeros de esta ciudad que estarían encantados de tener la oportunidad de enfrentarse a su ira, no cabrían ni en la ópera, señor. ¿Qué miedo puedo tenerle yo a una promesa tan hueca como la de su ira? No aceptaré ninguna evasiva. Debo conocer de inmediato la naturaleza de sus tratos con Martin Rochester.

– Nunca he oído hablar de nadie que se llame…

Apenas podía comprender cómo era capaz de mentir así, y la impertinencia de hacerlo, el modo en que me suponía tan fácil de engañar me llenó de indignación. Le agarré por el cuello de la chaqueta y le empujé con fuerza contra la pared. A mi espalda pude oír a Miriam empezar a protestar y luego reprimirse.

– Sé que ha tenido tratos con él. Y ahora me los va a contar.

Le solté y di un paso atrás, pero me mantuve lo suficientemente cerca para seguir amenazándole con mi persona. La proximidad, según he aprendido, es a menudo tan eficaz como la violencia.

– ¿Cómo conducía usted sus negocios con él?

– Nunca quiso reunirse conmigo, pero un día se puso en contacto conmigo por carta, diciendo que conocía mi interés en hacer dinero en la calle de la Bolsa.

– Sus falsos proyectos -dije.

– Los proyectos, sí. Me dijo que podía venderme acciones de la Mares del Sur con descuento. Sólo necesitaba organizar las ventas y enviarle el dinero, y él me procuraría las acciones.

– ¿Y a quién le vendió además de a Miriam?

Sacudió la cabeza.

– A nadie.

– ¿Y por qué ha estado usted buscándole? ¿Por qué siguió al mensajero cuando envié aquella nota para Rochester?

– Había comprado algunas acciones yo mismo. Entonces empecé a sospechar que algo iba mal. Al principio me motivaba el deseo de conseguir las acciones más baratas, pero luego empecé a preguntarme cómo había podido organizar el asunto. Cuando intenté ponerme en contacto con él, había desaparecido.

– Muy bien. Pues ahora va a llevarme a ver esas acciones.

Si pudiera hacerme con más acciones falsas, pensé, entonces tendría con qué presionar a la Compañía de los Mares del Sur. Pero enseguida me di cuenta de que no había esperanza alguna de adquirir acciones falsas de manos de Deloney.

– Existen determinadas circunstancias que van a hacer que eso me sea difícil.

Apretó los dientes como si la ineptitud de su mentira le causase dolor. ¿Pero por qué iba a mentir? ¿Porque no deseaba rendirme sus acciones? No, porque a estas alturas sabía que eran falsas. Había una sola respuesta dentro de los límites de lo probable.

– Nunca compró ninguna acción usted mismo -lo expresé como si fuera una afirmación.

Sacudió la cabeza, medio aliviado y medio avergonzado de que la verdad hubiera salido a la luz.

– No, nunca lo hice.

Miriam le miró fijamente, pero él se negaba a devolverle la mirada. Adiviné que le había mentido, le había contado que había invertido mucho para convencerla a ella de que hiciera lo mismo.

– Dice que no le vendió a nadie más que a Miriam -observé-. ¿Y cómo es eso? Si esta trama era tan lucrativa, ¿por qué no la explotó más?

– Me costaba encontrar compradores -respondió Deloney vacilante.

– Por supuesto -ahora lo entendía todo claramente. Yo no era el único hombre que pensaba en lo probable-. Sus falsos proyectos convirtieron su nombre en una burla para cualquiera que tuviera una cantidad sustanciosa que invertir. No encontró inversores, y sus esfuerzos baldíos sin duda lesionaban los intereses de Rochester, ya que la gente empezaría a hablar de las acciones con descuento como uno más de sus tontos proyectos. Una vez que Rochester supo de su reputación como embaucador en proyectos falsos, se dio cuenta de que una asociación con usted sólo podía dañar su estrategia, y cortó toda comunicación con usted.

El hecho de que Deloney no expresara su desacuerdo me indicó que había acertado.

– Usted sabía que las acciones eran falsas cuando se las vendió a Miriam, ¿no es cierto? -anuncié, probando mi teoría al decirla en voz alta-. Sabía que eran tan falsas como los estúpidos proyectos que fraguó en su propio escritorio. Miriam le dio seiscientas libras, aunque usted sabía que ella necesitaba ese dinero para establecerse por su cuenta.

Deloney intentó echarse hacia atrás, pero no tenía dónde ir.

– Podía haber vendido ella misma las acciones. El hecho de que fueran falsas no anulaba su valor.

Me incliné hacia él.

– Martin Rochester mató a mi padre, y ha matado a una mujer a quien yo intentaba proteger. Si sabe algo acerca de quién es o dónde puedo encontrarle, será mejor que me lo diga ahora. Si se guarda alguna información, le juro que me vengaré de usted con la misma falta de piedad con la que voy a vengarme de él.