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– Le digo que no sé nada -estaba casi chillando-. Si supiera dónde encontrarle, ¿me pondría acaso a perseguir a mensajeros del Jonathan’s?

Era cierto que Deloney había estado desesperado por encontrar a Rochester y que tenía tan poca idea de dónde hacerlo como yo. No había nada más que conseguir de este hombre. Fue sólo el deseo de afirmar mi hombría ante Miriam lo que me llevó a humillarle una vez más. Di un paso atrás, saqué la espada, y le puse el filo en la garganta.

– Devuélvame las dos guineas que le presté de buena fe.

Vi enseguida que había abierto la boca para decir una mentira, pero se reprimió. Se llevó una mano temblorosa al bolsillo y sacó las monedas que, con gran dificultad, puso sobre la mesa.

Enfundé mi arma.

– Váyase. Y no deje que yo, ni nadie de mi familia, vuelva a verle nunca más.

Deloney ni se atrevió a mirar a Miriam y, como si sus piernas se hubieran convertido en gelatina, caminó hacia la puerta, la abrió, y se marchó.

Cerré la puerta y me volví hacia Miriam. Se había sentado, y había hundido el rostro en las manos. Al principio pensé que lloraba, pero supongo que percibió mi mirada y levantó la cabeza. Su rostro mostraba confusión, ira, quizá incluso vergüenza, pero ni una sola lágrima.

Acerqué una silla junto a ella.

– ¿Por qué vino aquí esta noche? -le pregunté tan suavemente como pude.

– ¿Qué derecho tiene usted a preguntarme eso? -me espetó, pero enseguida decidió que su furia estaba mal dirigida. Suspiró y se acomodó en el asiento-. Quería saber la verdad. Quería saber lo mismo que usted: si me había engañado conscientemente, si estaba compinchado con Rochester. Supongo que no habría sabido la verdad de no haber llegado usted.

– Está en la naturaleza de un hombre como Deloney el mentir. No es nada más que engaño y avaricia estúpida.

Miriam, para mi contrariedad, comprendió el insulto que yo le dirigía, pero no se enfureció.

– Por favor comprenda, Benjamin, que cuando una persona está atrapada, cualquier vía de escape parece buena. Sé que fue una tontería por mi parte confiar en él, pero nuestra relación me complacía, me hacía sentirme libre. Tenía control sobre algo de mi vida.

– ¿Se habría sentido libre si hubiera plantado un hijo en su vientre? -le pregunté con intención.

Miriam sofocó una exclamación. Echó hacia atrás la cabeza.

– ¿Cómo se atreve a hacer semejante acusación?

– No la estoy acusando de nada, pero conozco las maneras de los hombres como Deloney.

– ¿Y las de las viudas como yo? -inquirió.

– Le pido disculpas -dije, aunque las palabras salieron de mi boca con la densidad del plomo-. No es asunto mío dictar su conducta. Pronto será su propia dueña, y será libre de tomar las decisiones que considere oportunas.

Ese pensamiento no me agradaba demasiado, sin embargo, ya que tenía poca fe, basada en la decisión que había visto, en que Miriam resultara ser habilidosa en el manejo de sus asuntos.

Miriam elevó ligeramente las cejas. Parecía adivinarme el pensamiento.

– No debe preocuparse porque vaya a venderle mi pequeña fortuna al primer caballero que pase por aquí. No me interesa casarme con ningún tonto avaricioso. Supongo que el hombre con quien deseo casarme no existe.

Respiré profundamente.

– Quizá el hombre que busca sea uno que conozca tanto nuestras costumbres como las de los ingleses. Alguien que pueda contribuir a guiarla por la sociedad inglesa al tiempo que la proteja de sus males y de sus excesos.

Mi corazón se desató en el silencio que se abrió tras mis palabras.

Miriam se miró las manos nerviosa.

– No puedo imaginar dónde encontraré un hombre así -dijo rápidamente- y no puedo creer que usted me lo sepa decir.

– Yo creo que sí puedo -dije suavemente-, porque está sentado frente a usted.

Reconozco que me tembló la voz mientras hablaba.

Se me quedó mirando como si nunca se le hubiese ocurrido que yo pudiera decir semejante cosa, aunque yo me había confiado en que sólo decía cuanto ella esperaba. Se puso en pie, intentando ordenar sus pensamientos. Por fin me ofreció una sonrisa tensa.

– Creo que será mejor que ambos finjamos que esta conversación nunca tuvo lugar. Debemos regresar a casa de su tío.

Me levanté y la encaré con hombría.

– Miriam, si la he ofendido…

Ella encontró mi mirada con más valor y seguridad de la que yo hubiera previsto.

– La ofensa no es importante -me dijo, su voz apenas más fuerte que un suspiro. Escuché sus palabras, pero mis ojos estaban fijos en la dulce sonrisa de sus labios-. Debe saber que me gusta usted enormemente. Le admiro, y le considero un hombre muy valioso, pero no puede imaginar ni por un momento que yo sería capaz de soportar lo que me ofrece. En la Casa de los Mares del Sur mencionaron a un hombre a quien usted había matado, y aquí esta noche ha hablado de una mujer que falleció bajo su protección. Sacó la espada y se la puso a Philip en la cara como si lo hubiera hecho mil veces, y como si pudiera matar a un hombre sin pensárselo -no era capaz de mirarme a los ojos-. Yo no soy mujer para usted, Benjamin.

No podía decir nada. No había palabras con las que contrarrestar esta queja tan justa. Habíamos nacido en igualdad de condiciones, pero mis decisiones me habían colocado muy por debajo de esta mujer. Me había labrado mi propio camino, y como no podía desandar mi camino, sólo podía actuar de acuerdo con la vida que había elegido.

Me incliné hacia Miriam y la besé suavemente en los labios.

El momento me cegó. Ella no se movió, ni para alejarse de mí ni para acercarse más, pero cerró los ojos y me devolvió el beso. No podía oler más que la deliciosa mezcla de su dulce aliento y su perfume de flores. Nunca había besado a una mujer así, una mujer de fortuna, posición, inteligencia e ingenio. Fue un beso que me dio hambre de más.

Intenté besarla con más fuerza, y al hacerlo rompí el encantamiento. Miriam abrió los ojos y se apartó de mí, dando sólo unos pocos pasos hacia atrás, pero los suficientes como para crear un muro de espacio incómodo entre nosotros. No sé cuánto tiempo estuvimos allí parados sin decir nada, mirándonos el uno al otro. Sólo oía el ruido de pasos por el pasillo y mi propia respiración.

– Mi tío me ha ofrecido trabajo -le dije-. Podría ser comerciante en el Levante. Podría convertirme en otra cosa, dejar de ser un hombre a quien usted teme. Si cometí un error al abandonar la casa de mi padre, ahora podría corregirlo.

Miriam dejó escapar un grito sofocado, casi inaudible, que sonó como si se hubiera atragantado con aire. Sus ojos se humedecieron; se nublaron como ventanas en una tormenta. Parpadeó varias veces, intentando hacer que sus lágrimas desaparecieran, pero la traicionaron y le recorrieron las mejillas.

– No puede ser -negó con la cabeza sólo ligeramente-. No deseo volver a casarme con Aaron. No podría soportar verle a usted convertido en él por mi causa. Sólo me odiaría a mí misma -se limpió las lágrimas con los dedos-. Y llegaría a odiarle a usted también.

Intentó sonreír, pero fracasó, y entonces se volvió y abrió la puerta.

No podía llamarla. No podía hacer nada para retenerla. No tenía argumentos que refutasen lo que ella me había dicho. Sólo tenía las pasiones de mi corazón, y sabía que para el mundo, para Miriam, éstas no eran suficiente. La vi bajar las escaleras y darle una moneda al tabernero para que le consiguiera una calesa.

Sin otra cosa que hacer, toqué la campana y pedí una botella de vino, que utilicé para quitarme el sabor de los labios de Miriam.

A la mañana siguiente la cabeza y el corazón me dolían con idéntica urgencia, pero el dolor sólo me hacía desear distracciones.