Sacudí la cabeza. Por las cosas que decía de ella parecía como si nunca hubiera conocido a su nuera.
– Puede que algunas mujeres sean así, pero Miriam sin duda no lo es.
Él se rió suavemente.
– Cuando tengas tu propia mujer, tus propios hijos, podemos volver a tener esta conversación.
Se puso en pie y abandonó la habitación. Yo no pude saber si había dado por concluido el asunto o si había cedido.
Mi tío no me pidió nada, porque me había prometido que no me pediría nada, pero comprendía que prefería que suspendiese mi investigación durante el sábbat. Lo hice en señal de respeto a su casa, y también porque necesitaba tiempo para meditar sobre todo lo ocurrido. No me dijo nada acerca de nuestra conversación sobre Miriam, y yo no le dije nada a él. No tenía estómago para sacar un tema que sería motivo de conflicto para él. Al menos aún no. Me resultaba extraño pensar que había llegado a casa de mi tío con la esperanza de que él fuera el hombre que mi padre nunca había sido. Supongo que había esperado demasiado de él; es decir, que había esperado que opinase lo mismo que yo en todos los frentes. Me consolaba, sin embargo, saber que retenía el dinero de Miriam no por vileza, sino por prejuicios contra su sexo.
A nuestra cena del viernes mi tío sabiamente decidió no invitar ni a Adelman ni a Sarmento, pero sí invitó a una familia vecina: un matrimonio de la edad de mis tíos más o menos, su hijo y la esposa de éste. Me gustó tener compañía, porque resultaba una distracción muy necesaria y la presencia de las mujeres me liberaba de la incómoda tarea de intentar conversar con Miriam.
Después de rezar en la sinagoga al día siguiente, de nuevo me encontré hablando con Abraham Mendes. Era tan raro que este hombre que no me parecía más que un villano en presencia de su amo, Jonathan Wild, pudiera resultar tan socialmente competente en otras circunstancias. Para mi sorpresa, creo que incluso me alegré de verle acercarse a mí.
Mendes y yo intercambiamos el saludo tradicional del sábbat. Preguntó por la salud de mi familia, y luego dirigió su atención hacia mí.
– ¿Cómo progresa su investigación, si me permite la pregunta?
– ¿No viola la ley de Dios hablar de tales asuntos durante el sábbat? -inquirí.
– Es cierto -convino-, pero el robo también, de modo que será mejor que no analicemos nuestros pecados.
– La investigación va mal -murmuré-. Y aunque no le importe molestar al Señor, haga el favor de no molestarme a mí. No estoy de humor para hablar del asunto.
– Muy bien -me sonrió-. Pero si quiere, puedo comentarle sus dificultades al señor Wild. Es posible que pueda ofrecerle alguna ayuda.
– Ni se le ocurra. Mendes, no estoy seguro del grado de su vileza, pero no tengo ninguna duda acerca de su amo. Haga el favor de no mencionarle mi nombre.
Mendes me hizo una reverencia y se marchó.
Una vez de vuelta en casa, me encontré nuevamente evitando a Miriam. Los dos nos habíamos esforzado en eludirnos desde nuestra desafortunada conversación. El sábado, después de ir a la sinagoga, Miriam anunció que le dolía la cabeza y pasó el resto del día en su habitación. No puedo decir que sintiese otra cosa excepto alivio.
Esa noche, al subir las escaleras, me la encontré en el pasillo, justo junto a su puerta. Me había estado esperando.
– Benjamin -dijo con voz queda. Mis tíos estaban durmiendo en el piso superior. Nos oirían si no teníamos cuidado.
No sabía si acercarme a ella o alejarme. Parecía un tonto allí quieto, pero por el momento me resultaba más fácil que tomar una decisión.
– Hay algo que quiero decirle -susurró, casi de manera inaudible.
Caminé hacia delante, con la mano extendida. Ella dio un paso atrás.
– Es sobre su padre.
Esa afirmación me paró en seco. Mis miembros temblaban. Me habían pasado demasiadas cosas como para no sentir terror ante esa afirmación.
– ¿Qué pasa?
– Hay algo que quiero decirle, algo que me parece que debe oír. Su padre… -hizo una pausa, apretó los labios, y respiró fuerte por la nariz como un marinero hinchando los pulmones antes de tirarse a la mar-. Su padre no era un hombre bueno.
Casi me río; de hecho, hubiera soltado una carcajada de no haber estado tan confuso.
– Creo que eso ya lo sabía.
Se mordió el labio.
– No me entiende. Una vez me dijo que se sentía culpable, que tenía remordimientos, como si hubiera cometido errores. A lo mejor deba sentir esas cosas; a lo mejor sí que erró usted horriblemente al escaparse de casa, y aún más al no volver. Pero eso no significa que estuviera equivocado, al menos no del todo. Cúlpese a sí mismo si quiere pero debe culparle a él también.
Sacudí la cabeza una y otra vez, sólo parcialmente consciente que lo hacía.
– Su padre sabía dónde estaba. Sólo tenía que leer los periódicos para saber dónde peleaba. Podía haberse acercado a usted, y no lo hizo. No lo hizo porque no sabía ser generoso. Le vi tratar con su hermano, y no era más cálido con José que con usted, sólo estaba más satisfecho. Sus recuerdos no son una invención, son la verdad. Quizá las cualidades que le convirtieron en un buen hombre de negocios lo convirtieron en un mal padre. Pero yo creo que… -su voz se perdió un momento-. Tiene demasiados remordimientos -dijo-. Más de los que debiera.
Sus palabras me dejaron como helado. Sentí tal torrente de emociones que no podía distinguir una de otra.
– Quiero que seamos amigos, Benjamin -dijo tras una pausa, a lo mejor cansada de mi silencio-. ¿Lo entiende?
Asentí como un bobo.
– Entonces mañana podremos hablar como solíamos.
Sonrió tan dulcemente, tan tímidamente, que pensé que me estallaría el corazón. Y luego subió las escaleras y me dejó en el pasillo, donde permanecí hasta que oí las campanadas de un reloj en el piso inferior, y entonces me fui a mi habitación tropezando como un borracho.
Fue poco después de la una de la tarde cuando llegué a casa de Sir Owen, y me resultó una sorpresa agradable ver que estaba despierto, completamente vestido, y listo para verme al cuarto de hora de mi llegada. Lejos de ser el hombre severo con quien me había encontrado la última vez que le vi, ahora tenía todo el aspecto de ser el mismo de siempre.
– Weaver -me gritó con bastante placer al entrar en la sala-. Qué bueno verle. ¿Qué puedo hacer por usted? ¿Le apetece un trago de algo?
– No, gracias, Sir Owen -le dije mientras él se servía un oporto. Yo estaba demasiado agitado, demasiado confundido, pensé, como para tragar incluso.
– Me he enterado de que ese amigo suyo, el cirujano escocés, va a deslumbrar al Teatro Real de Drury Lane con una nueva comedia. Nunca me pierdo una comedia nueva, ¿sabe? Y si es de un hombre que me ha curado de gonorrea, mejor que mejor. Dígale por favor que estaré allí la noche del estreno.
– Creo que le gustaría más que asistiese a la noche benéfica para el autor -dije con una calidez que era reflejo de la suya. Para sacarle algo a Sir Owen, era necesario que no conociera mi estado de ánimo.
Se rió.
– Bueno, si el esfuerzo merece la pena, volveré la tercera noche. Siempre he creído que hay que apoyar la noche a beneficio del autor. Es lo menos que se puede hacer por una obra buena.
– Estará encantado de saberlo.
Guardé silencio un momento, y Sir Owen se unió a él conformándose con agitar su oporto matutino en el vaso.
– Le traigo noticias que creo que usted debe saber -continué-. Parece que Kate Cole ha sido asesinada.