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Tengo que admitir que estaba perplejo, quizá incluso horrorizado. Una cosa era ser un judío laxo en la observancia, como yo mismo, pero incluso un hombre tan negligente como Adelman no era lo suficientemente audaz como para considerar seriamente su conversión. Mis lectores cristianos quizá no comprendan que entre sus denominaciones -los anglicanos, los papistas, los presbiterianos y los disidentes- todos son británicos por igual, pero ser judío significa pertenecer a una nación además de pertenecer a un credo. Convertirse es negarse a uno mismo de un modo que me resultaba completamente escandaloso. No era decir «ya no seré esto más», sino más bien «yo nunca he sido esto». En ese momento creí a Sarmento capaz de cualquier cosa.

– ¿Cuándo tuvo lugar esta conversión? -pregunté, forzando los labios en una sonrisa cortés.

– Hace no más de seis meses, estoy seguro -me explicó feliz-. Pero el señor Sarmento llevaba viniendo a mí para que le instruyese desde hacía mucho tiempo. Como muchos de su tribu, vacilaba al desechar sus antiguas supersticiones. Estas cosas a menudo llevan mucho tiempo.

No sabía qué quería decir esto, y tenía poco tiempo para pensar en ello, porque Sarmento estaba entrando en la habitación. Se quedó parado en el umbral mirándonos a los dos, sin decir nada, intentando calibrar el daño. Al final se dirigió a mí.

– Weaver, ¿qué hace usted aquí?

– He venido a hablar con usted de un asunto de negocios, señor -no pude evitar disfrutar de su confusión-. Pero si desea hablar primero con su confesor…

La boca de Sarmento se abrió, y luego se cerró. Sabía que yo llevaba ventaja, y me odiaba por ello. A lo mejor odiaba al cura también.

– Señor Norbert -dijo por fin-, no deseo ser grosero, pero debo hablar con el señor Weaver en privado.

El cura parecía inmune a los insultos, aunque puede que sintiera cierto apuro por haber dicho lo que debía haber callado. Sonrió y se puso en pie, recogiendo el sombrero.

– Volveré a una hora más oportuna, señor -se inclinó ante nosotros, y se marchó.

Yo no me había movido de la silla. Sarmento seguía de pie. Disfruté de la sensación de poder que me proporcionaba su incomodidad.

– No sabía que fuera miembro de la Iglesia anglicana -dije con voz relajada y cordial-. ¿Qué opina mi tío de esto?

Sarmento cerraba y abría los puños.

– Tiene ventaja sobre mí, Weaver. Acierta al asumir que su tío no sabe nada. No creo que lo comprendiese, pero he encontrado un hogar en la Iglesia, y no necesito sentirme juzgado por usted, que no se adhiere a ninguna religión en absoluto.

– Recuerdo muy claramente -reflexioné- que usted me acusó de hablar demasiado como un inglés. «Nosotros no hablamos así», me dijo. ¿Intentaba engañarme para confundirme?

– Efectivamente -me dijo con blandura.

– Me interesaba asegurarme de que usted se siente cómodo engañando a los demás. Comprenda por favor que no he venido aquí a charlar sobre religión con usted, señor. Me da igual lo que usted crea o a quién le rinda culto, aunque sí me importa que juegue usted con la confianza de mi tío.

Intentó interrumpirme, sin duda para decir algo insultante, pero no se lo permití.

– He venido a preguntarle por qué estaba usted entre aquella multitud la otra noche, señor, fuera del baile de máscaras.

– ¿Por qué razón iba yo a responder a sus impertinentes preguntas? -me espetó.

– Porque -le dije al ponerme en pie para encararme con él- deseo saber si ha desempeñado usted algún papel en la muerte de mi padre.

Su rostro se volvió ceniciento. Dio un paso atrás como si le hubiera abofeteado. Se parecía mucho a las marionetas de la feria de Smithfield: su boca se abría y se cerraba sin emitir sonido alguno y sus ojos se volvieron absurdamente grandes. Finalmente empezó a balbucear.

– No creerá usted… No querrá decir que…

Entonces algo en él encajó como las marchas de una máquina.

– ¿Qué razón podía yo tener para matar a Samuel Lienzo?

– ¿Entonces qué hacía usted entre la multitud que se arremolinó en el exterior de Haymarket? -inquirí.

– Si tiene sospechas acerca de todos los que estaban en aquella multitud -tartamudeó-, entonces va a tener mucho trabajo hablando con todos ellos. ¿Y qué tiene esa multitud que ver con la muerte de su padre?

– No es la multitud lo que me preocupa -dije con severidad-. Sospecho de usted.

– Creo que gran parte de este Reino se escandalizaría de saber que es artículo de fe judía que cualquier hombre que se convierta al cristianismo sería capaz de cometer un asesinato.

– No juegue usted al antijudaísmo conmigo, señor -me sentí enrojecer-. Conozco esa retórica demasiado bien como para que me intimide, particularmente si sale de la boca de alguien como usted. ¿Qué hacía usted ahí, Sarmento?

– ¿Qué cree que estaba haciendo ahí? Estaba buscando a Miriam. Sabía que estaba corriendo riesgos con ese bribón, y estaba ahí sólo para asegurarme de que él no intentaba nada que pudiera deshonrarla. Fue una casualidad que me separase de ella y que apareciese entre aquella multitud que rodeaba al hombre que a usted le dio por matar. Vi que le habían atrapado los alguaciles, pero no iba a servir de nada que yo saliese en su ayuda. No podía haber declarado a favor de su carácter, teniéndole en tan poca estima.

– ¿Está usted seguro de que ésa era la única razón por la que estaba usted en Haymarket aquella noche?

– Por supuesto que estoy seguro. No sea irritante.

– ¿Su presencia allí no tenía nada que ver con mi investigación?

– Al demonio su investigación, Weaver. Me da igual si está investigando a la Compañía de los Mares del Sur o el dinero de Miriam. ¿Por qué no puede ocuparse de sus propios asuntos?

Entonces fue cuando comprendí su agitación.

– Miriam le dijo que ella creía que yo estaba investigando sus finanzas.

– Efectivamente -dijo orgullosamente, como si no comprendiese las palabras-, fui yo quien le dijo que lo que usted estaba tratando de hacer con su tío era descubrir qué había pasado con el dinero de ella.

– ¿Por qué le dijo eso?

– Porque creía que era verdad. Los chismes acerca de usted y la Compañía de los Mares del Sur aún no habían comenzado a circular por la calle de la Bolsa. No podía imaginar ninguna otra razón que explicase que su tío le diera de nuevo la bienvenida.

– ¿Por qué persigue usted a Miriam, Sarmento? ¿No está claro que usted a ella no le importa nada? ¿Realmente cree que será capaz de conquistarla?

– Eso no es asunto suyo, se lo aseguro, porque ella nunca dará su consentimiento para casarse con un rufián como usted. Y yo para conquistarla sólo necesito que me dé otra oportunidad.

– ¿Otra oportunidad para qué?

Sarmento abrió la boca para hablar, pero se reprimió. Un intenso rubor comenzó a extenderse por su cara como una sombra rojiza.

– ¿Otra oportunidad para qué? -repetí.

– Para recuperar su dinero -casi gritó-. Me había estado pidiendo que llevase sus inversiones, y al principio me fue bien. Pero hice algunas malas jugadas.

– ¿Cuánto perdió?

Sacudió la cabeza.

– Más de cien libras -dejó escapar un suspiro largo, casi cómico-. Después de aquello me obligó a abandonar todo control sobre sus inversiones. Una jugada tonta, un solo estúpido error, y la calle de la Bolsa me destrozó en un solo día. Le confió su dinero a Deloney. Intenté advertirle de que era un sinvergüenza y un disoluto, pero no me escuchó.

– A mí me escuchó -le dije-. Yo he desenmascarado a Deloney.

Sarmento sofocó un grito.

– ¿Entonces dónde está ahora su dinero? Quizá yo pueda reclamarlo.

– Su dinero no es lo mismo que su corazón. Parece usted olvidarlo.

Sarmento se rió.

– Piense usted lo que quiera.

Agité una mano para desechar su idea. No había ido allí a enterarme de los sentimientos de Sarmento hacia Miriam.