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Elias bajó la mirada un momento. Parecía nervioso, agitado.

– Weaver, nuestra amistad con frecuencia incluye muchas bromas: demasiadas, a mi parecer. Cuando peleabas en el ring, eras el mejor boxeador que esta isla hubiese visto. Debí de tener el sexto sentido de un profeta de las Tierras Altas escocesas cuando aposté contra ti aquel día, porque sólo un necio lo hubiera hecho. Como púgil, convertiste un deporte que era propio de animales descerebrados en un arte. Y cuando te dedicaste al apresamiento de ladrones, convertiste algo que era propio de criminales y de mentes primitivas también en un arte. Si la filosofía ya no produce resultados, quizá no sea porque hayas llegado al límite de tu comprensión de la filosofía. Creo que es mucho más probable que la filosofía haya hecho lo que puede hacer, y que ahora lo sabio sea confiar en tus instintos de luchador y apresador de ladrones.

Me quemaba el rostro de placer al escuchar los sentimientos de Elias. No solía hablar así, y que lo hiciera me hizo sentirme aún más decidido.

– Mis instintos me dicen que encuentre a cualquiera que pueda tener alguna información y que le golpee hasta sonsacársela.

Elias sonrió.

– Confía en tus instintos.

Aguijoneado por sus comentarios, abandoné los aposentos de mi amigo y me dirigí al Laughing Negro. Me senté en una mesa del fondo que me ofrecía una buena perspectiva de la puerta y apagué las velas que me rodeaban para oscurecer mi rostro, en caso de que Arnold mirara hacia mí antes de que yo le viera. Sin embargo, no había ni rastro de él; tuve que zafarme de varias putas y jugadores, y pronto empecé a oír comentarios susurrados sobre el sujeto asqueroso sentado en la esquina, que no bebía suficiente para complacer al tabernero.

Hacia las once de la noche ya tenía claro que Arnold no iba a venir, de modo que aboné la cuenta y salí a la calle. No estaba ni a diez pasos de la puerta cuando vi una sombra que se me acercaba a toda prisa. A lo mejor estaba demasiado sediento de violencia, porque saqué la espada y le atravesé a alguien el hombro antes de darme cuenta de que mis asaltantes no eran más que unos chavales que querían derribarme para quitarme el dinero. No tenían ninguna relación con los asesinatos ni con Wild ni con la Compañía. Esto no era parte de ninguna conspiración, sólo Londres tras la caída de la noche. Limpié el filo de mi espada mientras me reía de mi propio pánico, y de algún modo fui capaz de irme de aquel lugar sin mayores incidentes.

Durante el día, Bawdy Moll's no es más que un lugar húmedo y malsano lleno de borrachos somnolientos y faltreros chismosos, pero por la noche se convierte en algo completamente distinto. Estaba tan repleto de cuerpos sudorosos y enfermizos que apenas puede abrirme paso, y el aire estaba cargado de una peste a vómito, orín y tabaco. A los clientes de Moll no podía llamárseles parranderos, porque nadie va a una venta de ginebra de parranda; venían a olvidarse y a convertir su desgracia en insensibilidad. Fingían que aquello les proporcionaba placer, sin embargo, y se oían cientos de conversaciones, la risa nerviosa y aguda de las mujeres, el ruido de cristales rotos, y en algún lugar al fondo un músico frotaba un arco contra un violín desafinado.

Me abrí paso a empujones entre la concurrencia, con las botas empapándose en líquidos que no quise detenerme a distinguir, y sentí innumerables dedos de origen desconocido explorar mi cuerpo, pero me aseguré de no perder la espada, la pistola y el monedero, y llegué a la barra sin sufrir daño. Allí encontré a la Alegre Moll sirviendo animosa pintas de ginebra y recogiendo sus peniques con idéntico deleite.

– ¡Ben! -me gritó al verme-. No esperaba verte aquí a una hora como ésta. ¿Lo estamos pasando mal, eh? Bueno, pues yo tengo la cura, y se vende a un penique la pinta.

No tenía ganas de vacilar con Moll. Traía un humor de perros, y el hedor a aguas residuales del arroyo de Fleet era aquella noche particularmente rancio.

– ¿Qué sabes de un hombre llamado Quilt Arnold? -le dije lo más bajito que pude.

Moll frunció el ceño con disgusto; observé cómo su maquillaje se agrietaba como la tierra al sol del verano.

– Sabes muy bien que no se puede venir aquí en una noche de trabajo y hacerme esas preguntas. A ver si mis clientes se van a pensar que aquí les cazan.

Le deslicé a Moll una guinea. No tenía tiempo de jugar con monedas pequeñas.

– Es un asunto de la mayor importancia, Moll; si no, no te molestaría.

Sujetó la moneda en la mano, sintiendo el peso del oro. Tenía un poder que ningún papel o billete bancario podría nunca igualar. Sus objeciones desaparecieron.

– Quilt es un sinvergüenza y un canalla, pero no me da que sea un asesino. Está cerca de Wild, eso sí, y hace lo que le dice el Gran Hombre. O por lo menos lo hacía. También se le veía con la puta esa por la que me preguntaste la semana pasada: Kate Cole, la que se ahorcó en Newgate.

– ¿Sabes dónde puedo encontrarle?

Lo sabía. Al menos conocía unos cuantos sitios probables, que no estaban cerca los unos de los otros, desgraciadamente. Le deslicé disimuladamente otra guinea; había violado nuestra confianza haciendo averiguaciones ante la clientela, y estaba más que dispuesto a pagar el precio para mantener contenta a Moll.

Inspeccioné dos locales, pero no vi ni rastro de Arnold, y cada vez más cansado y desesperado me fui a casa a dormir. Recomencé la búsqueda al día siguiente, y tuve la suerte de pillarle alrededor del mediodía, almorzando en una taberna que Moll me había dicho que era uno de sus antros preferidos durante el día. Estaba sentado a una mesa, engullendo cucharadas de gachas aguadas, sin importarle su mala puntería o los efectos que ésta tenía sobre su atuendo. Frente a él estaba sentada una puta enferma, espantosamente necesitada de alimentos, tan delgada que temí que fuera a expirar allí mismo. Miraba fijamente la comida de Arnold, pero él no compartió con ella ni un poco.

Me oculté con cuidado de la vista de Arnold mientras alquilaba una habitación privada en el primer piso. El tabernero aceptó sin expresión un chelín de más a cambio de no parar mientes en nada de lo que allí sucediera en adelante. Me acerqué a Arnold por la espalda y le quité la silla de una patada. Se desplomó de un golpe fuerte, y la mayor parte de la comida se le cayó encima. Su compañera pegó un grito mientras yo remataba la sorpresa de Arnold dándole un pisotón en la mano izquierda, que estaba mal envuelta en un vendaje sucísimo. Dejó escapar un aullido, agudo y desesperado. Su puta se tapó la boca con una mano y sofocó su propio grito. Agarré al anonadado Arnold por los sobacos y le arrastré por el pasillo hasta introducirle de un empujón en el cuarto que había alquilado. Cerré la puerta con llave, y me metí la llave en el bolsillo del abrigo. La habitación era perfecta: oscura, pequeña y mal iluminada por una ventana muy estrecha para impedir el acceso a los ladrones, de modo que impediría también que se escapara Arnold.

Su ojo sano se salía de su órbita de puro terror, pero no decía nada. Había visto en una ocasión anterior que no era de corazón el rufián que fingía ser, y conocía su calaña demasiado bien como para no saber cómo hacerle sentirse más charlatán. Para curarme en salud, y sobre todo por la furia que sentía, lo levanté y lo empujé contra la pared con fuerza. Con demasiada fuerza, me temo, porque se dio con la cabeza contra el ladrillo, y su ojo sano se quedó en blanco y se derrumbó en el suelo.

Regresé al bar, cerrando la puerta con llave tras de mí y compré dos pintas de cerveza rubia. La puta, según comprobé, estaba ahora en la mesa de otro individuo, y no me prestó ninguna atención. El dueño no demostró más que tersa indiferencia, casi cortesía. Apunté mentalmente que debía volver a este lugar, ya que me complacía el modo en que trabajaban.