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– ¿Qué es lo que echa en falta, Sir Owen?

Se quedó inmóvil un momento y luego me afrontó con una mirada helada y feroz. Estaba tan acostumbrado a ver al barón alegre y jovial que no había tenido en cuenta que, como todos los hombres, era también capaz de sentir ira. La severidad de su mirada me decía que sospechaba que yo había cogido lo que le faltaba. La verdad es que yo ni siquiera había examinado la cartera, aparte de para cerciorarme de que efectivamente era suya. Admito que si la noche no hubiera concluido de manera tan violenta, seguro que habría estado tentado de inspeccionar más de cerca el contenido, e incluso podría haber sucumbido a esa tentación, pero el tener las manos manchadas de sangre me había inspirado para mantenerme limpio de pecado a todos los demás efectos.

Y sin embargo, cuanto más me estudiaba Sir Owen, más imbuido por la culpa me sentía: la culpa que sólo sienten los inocentes bajo intenso escrutinio. Es algo inexplicable. Yo he sido culpable de muchas cosas a lo largo de mi vida y siempre he plantado cara a mis acusadores con tranquila seguridad. Ahora, bajo la mirada condenatoria de Sir Owen, me ruboricé y perdí los nervios. La cartera, al fin y al cabo, era mi responsabilidad. ¿Se me habría caído algo? ¿Me habría faltado diligencia a la hora de rebuscar en el cuarto de Kate? Mi mente examinó todas las posibles rutas del fracaso.

Fue a esta culpa sin sentido a la que respondió Sir Owen. Sus ojos se rasgaron. Se puso en pie para erguirse hasta una altura intimidadora.

– ¿Intenta usted jugar conmigo, señor? -me preguntó con un rugido quedo. Pude oler su aliento amargo desde mi asiento.

Sentí que los músculos de mi rostro se mudaban de la culpa sin objeto a la indignación encendida. Ahora que la acusación había sido formulada me erguí en una postura más desafiante. Me di cuenta, sin embargo, de que en nada convendría a mi reputación que diera muestra alguna de estar enojado, de modo que, serenándome, rebatí directamente la acusación de Sir Owen.

– Señor, vino usted a mí por recomendación de muchos caballeros. Le reto a que encuentre a uno sólo que pueda atribuirme un engaño de cualquier tipo, bajo cualquier condición. ¿Va usted a desmentirme?

Debo decir con toda humildad que, aunque no estaba ya en mi plenitud y sin duda no era ya el hombre que fui cuando peleaba en el cuadrilátero, presentaba una figura imponente. Sir Owen se acobardó. Dio un paso atrás y bajó la mirada. Parecía que no quisiera desmentirme en absoluto.

– Lo siento, señor Weaver. Lo que pasa es que todavía falta algo. Algo que para mí tiene más valor que toda la información y los billetes bancarios que contiene esta cartera -dijo mientras volvía a sentarse-. Quizá haya sido culpa mía. Debí asegurarme de que usted supiese lo que tenía que buscar.

Agachó la cabeza y se cubrió la cara con las manos.

– ¿Qué es lo que ha perdido? -le pregunté en un tono más amable. Sir Owen se había ablandado (casi se había venido abajo) y consideré necesario ablandarme yo también.

Levantó los ojos, el abatimiento inscrito en su rostro antes jovial.

– Es un legajo de papeles, señor -dijo. Se aclaró la garganta e intentó recuperar el sosiego-. Papeles de carácter personal.

Empecé a comprender la situación más claramente.

– ¿Falta algo más, Sir Owen?

– Nada de importancia -sacudió la cabeza despacio-. Nada que salte a la vista.

– ¿Y podría alguien que inspeccionase ese libro saber que esos papeles tenían valor para usted?

– Alguien que supiera lo suficiente sobre mí. Y un hombre semejante sabría cuánto valoro su recuperación.

Pensó durante un momento antes de continuar.

– Pero son varias páginas, y esa persona tendría que leerlo todo. Y, como le digo, esa persona tendría que saber mucho acerca de mi vida privada.

– Y, sin embargo -medité en voz alta-, es indudable que una persona lo suficientemente letrada como para conocer el valor de un paquete de cartas privadas, conocería también el valor de los billetes de banco que todavía siguen en la cartera. ¿Le falta algún billete?

– Creo que no. No.

– Me parece poco probable que los papeles hayan sido sustraídos intencionadamente -razoné-. Porque ¿quién robaría los papeles para luego dejar los billetes? ¿Es posible que esos papeles se hayan caído? ¿Que no estuvieran bien sujetos?

Sir Owen reflexionó un momento ante éstas observaciones. Tenía el rostro repentinamente surcado de arrugas, y los ojos inyectados en sangre.

– Es posible -dijo-. No puedo decir a ciencia cierta cómo se pusieron de broncas las cosas con la prostituta, ya sabe. Y una vez tuvo mis pertenencias en su poder, puede que no reparase en ser cuidadosa. Podrían haberse caído, sí, claro.

– ¿Pero le parece poco probable?

– Señor Weaver, necesito que me devuelvan esos papeles -Sir Owen cruzó las piernas y luego las volvió a cruzar del otro lado-. Le daré cincuenta libras adicionales para que los recupere. Cien libras si puede hacerlo en menos de veinticuatro horas.

No andaba en absoluto sobrado de dinero, pero veía ahora una oportunidad mayor en el encargo. Si podía ponerle remedio al problema de Sir Owen, él no sería luego avaro en sus elogios.

– Usted me ofrecía ya cincuenta libras por devolverle la cartera con su contenido. Aún no he cumplido mi encargo. Encontraré esos papeles, señor, y no le pediré nada más.

A Sir Owen se le iluminó algo el rostro.

– ¿No inspeccionaría usted, por casualidad, la zona por donde estaba escondida la cartera, o entre mis otras pertenencias?

– Señor, no hubo tiempo. Me temo que mi encuentro con la mujer resultó algo accidentado.

Procedí a informarle acerca de mis aventuras de la noche anterior. Esta confesión era imprudente, pero sentía la necesidad de asegurarme la confianza del barón. Y sabía que él comprendía de sobra su implicación en el asunto, ya que no me podían denunciar sin sacar a la luz pública el secreto de Sir Owen. Escuchó mí historia con grave concentración.

– Dios Santo -suspiró-. Éste es un dilema serio. Usted sabe que esa prostituta no debe hablar jamás. No podemos permitirle que le arrastre a usted a un juicio, y usted no debe arrastrar mi nombre consigo. Entenderá que no puede suceder tal cosa -su voz se elevaba a crecientes niveles de pánico-. No puedo permitir que tal cosa suceda nunca.

– Por supuesto -le dije, como tranquilizando a un niño-. Me ha dejado claro que su privacidad es de fundamental importancia, y yo la trataré como tal. Mientras tanto, creo que he trasladado a Kate la necesidad de guardar silencio y de abandonar Londres. Por ese lado hay poco que temer.

Estaba exagerando las circunstancias, pero era importante apaciguar la ansiedad del barón. Habría tiempo de sobra para lidiar con Kate Cole si resultaba revoltosa.

– Debemos concentrarnos ahora en encontrar sus documentos -continué-. Si los papeles se cayeron de la cartera, o resulta que estaban entre sus demás posesiones, entonces siguen aún con las cosas de Kate, dondequiera que estén.

Sir Owen emitió un suspiro desesperado y, viéndole necesitado, me levanté para ofrecerle algún refrigerio.

– ¿Le apetece un poco de vino?

Se ruborizó.

– Me temo que el vino no será suficiente, señor. ¿Tiene usted ginebra?

No tenía. Conocía demasiado bien lo insidiosa que llegaba a ser la ginebra por los infortunados con quienes mi oficio me ponía en contacto casi diario. Barata, insípida y potente, causaba estragos en las mentes y en los cuerpos de incontables miles de londinenses, y yo tenía poca confianza en mi naturaleza indulgente frente a tan poderoso veneno. En su lugar, le ofrecí un trago de licor escocés que mi amigo Elias Gordon me había traído de su tierra en su última visita. Sir Owen olisqueó el vaso con vacilante curiosidad, achicando los ojos por el acre aroma a malta del licor. Asintiendo ausente mientras le advertía de la enorme fuerza del brebaje, procedió a catarlo con la lengua. Lo que encontró excitó su curiosidad y se tragó el contenido de una sola vez.