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Lamentaba muy sinceramente que la señorita Decker hubiese renunciado al refrigerio, porque en ese momento yo necesitaba algo más fuerte de lo habitual.

– No comprendo -le dije a la dama-. Él me habló de usted en términos muy elogiosos. No habría hallado razón alguna para dudar de que su compromiso con usted era genuino. De hecho, cuando habló de él, lo presentó como si pudiera arrojar sobre él una luz desfavorable a causa del reciente fallecimiento de su esposa. Me pregunto si esta fantasía suya de que va a casarse con usted no será algún tipo de delirio producido por la tristeza.

– Pero Sir Owen nunca ha estado casado. Habla de la muerte de su mujer y ninguno de sus amigos sabe cómo responder, porque Sir Owen nunca ha tenido esposa.

– Dios mío -suspiré. «Entonces, ¿qué era lo que yo recuperé para él?», estuve a punto de decir en voz alta-. ¿Por qué cuenta Sir Owen estos cuentos? ¿Tiene usted alguna idea?

La señorita Decker negó con la cabeza.

– Debe usted entender, señor Weaver, que ni lo sé ni me importa ya. Estas mentiras suyas dañan mi reputación. Alejan de mí a caballeros que podrían recibir la aprobación de mi padre como pretendientes, aunque él se niega a tomar medidas, y a mi hermano no se le ocurre más solución que la violencia. Yo esperaba que la cabeza más fría de una mujer encontrase algún procedimiento alternativo: un intermediario, como usted. Ojalá esto terminase, porque en modo alguno resulta respetable, me parece, que yo esté relacionada con un hombre como Sir Owen, que es poco más que un ordinario corredor.

– ¿Poco más que qué? -me levanté del asiento. La señorita Decker se inclinó hacia atrás, retrocediendo horrorizada ante mi acercamiento.

Volví a sentarme.

– No pretendía asustarla, pero es que nunca he oído… es decir, no era consciente de que Sir Owen tuviera esta reputación de especular en bolsa.

Asintió.

– Lo hace de tapadillo, por temor a que su reputación se vea dañada, pero se sabe de todas formas. Creo que he oído que cuando negocia con valores utiliza un nombre falso, como si así pudiese proteger su reputación de la mancha bursátil.

Ni siquiera me atrevía a respirar.

– ¿Cuál es ese nombre falso?

– Pues no lo sé -me respondió-. Pero sin duda comprenderá usted por qué yo no deseo tener nada que ver con este hombre. ¿Puede usted ayudarme?

Llamé al timbre y me puse en pie. Empecé a dar zancadas por la habitación.

– Le ofreceré a usted toda mi ayuda, señora. Permítame que se lo asegure.

Isaac entró y le pedí que me trajera el abrigo, ya que iba a abandonar la casa de inmediato.

La señorita Decker era toda confusión. Había sacado un abanico y lo agitaba con vigor frente a su rostro.

– ¿Le he ofendido de alguna manera, señor Weaver?

– Señora, no deje que mi agitación la inquiete. Creo que me ha provisto usted de una información importante con respecto a otro asunto en el que estoy profundamente implicado.

– No comprendo -balbuceó-. ¿No va a hablar usted con Sir Owen?

– Lo haré.

Llegó Isaac y me ayudó a ponerme el abrigo.

– Me encargaré de que no mencione su nombre nunca más. Tiene usted mi palabra.

Le pedí a Isaac que acompañara a la señorita Decker hasta la salida y yo puse rumbo al teatro, a donde sabía que Sir Owen acudiría en busca de su entretenimiento vespertino.

Treinta y tres

Cuando me acercaba al teatro de Drury Lane se me ocurrió que no tenía pruebas con las que llamar a un alguacil, pero no podía esperar más para enfrentarme a este hombre. Había matado a Kate Cole porque era capaz de identificarle, y era probable que matara otra vez para proteger su secreto. Después de todo, tenía poco que perder. Si le atrapaban, le colgarían sólo una vez, independientemente del número de muertes atribuibles a su maldad.

Mi corazón me golpeaba dentro del pecho, y me resultaba difícil pensar con claridad. Tenía en la mente una imagen de Sir Owen a mi merced, mientras le atizaba sin piedad, una y otra vez, hasta que confesaba la vileza de sus actos, hasta que me rogaba que le perdonase por todo lo que había hecho. Sabía que tenía que protegerme del impulso de hacer realidad esta peligrosa fantasía, ya que las consecuencias de atacar a un barón, sin provocación clara, ante un teatro concurrido, no iban a resultar agradables. ¿Pero qué alternativas me quedaban? Podía llevarle ante la Casa de los Mares del Sur y pedirles que se ocuparan ellos de su falsificador. No podía estar seguro de que le castigasen, sin embargo. Podían conformarse con enviarle fuera del país bajo promesa de no hablar nunca de lo que sabía. Desde luego que había otras alternativas. Podía arruinar su reputación, publicar un panfleto desenmascarándole como asesino y corredor. Y si esa estrategia no resultaba suficiente, conocía a no pocos bandidos que estarían encantados de provocarle daños mucho más permanentes a cambio de una palabra amable, unos pocos chelines, y la promesa de llenarse el bolsillo cuando se encontrase el cuerpo de Sir Owen .

Me gustó comprobar que el teatro estaba bastante lleno, debido en parte, sin duda, a que la pieza de apertura de malabaristas y equilibristas alemanes era una de las más significativas atracciones de la ciudad: algunos elementos desordenados se divertían abucheando y tirándoles basura a los alemanes, y el resto del público se divertía observando el ataque. Por el bien de Elias esperaba que la concurrencia acogiera la obra de aquella noche con más calor que a los compatriotas del Rey. Para cuando llegué, los primeros artistas habían terminado su actuación, y el público se entretenía con las cortesías de la vida social mientras aguardaban el comienzo de El amante confiado.

La zona inferior del teatro estaba repleta de la clase de gente que frecuenta el patio en ocasiones semejantes. Había, por supuesto, mucha ralea londinense que sólo podía permitirse el precio de la entrada al patio, y mezclándose con ellos había jóvenes elegantes que disfrutaban de la libertad que les brindaba el patio para crear jarana y confusión.

Sir Owen, como yo sabía, tenía el temperamento de estos individuos, pero apenas edad para este tipo de diversiones. Un hombre de su posición sin duda buscaría la zona más alta, de modo que le busqué en los pisos superiores. De forma bastante maleducada, supongo, me abrí camino hacia los palcos, empujando a cualquiera que se encontrara en mi camino. Sin preocuparme por los buenos modales, metí la cabeza en varios palcos, buscando a mi hombre. Los pasillos estaban a rebosar de caballeros, jóvenes, damas y señoritas a quienes no les preocupaba nada, o les preocupaba muy poco, lo que sucediera sobre el escenario, ya que se ocupaban sólo de los últimos chismes y de la oportunidad de examinarse los unos a los otros. El teatro era, como sigue siendo hoy día, un lugar de moda donde se crean y se afianzan amistades. El hecho de que los hombres y las mujeres abajo, en el escenario, estuvieran actuando para su disfrute no era más que un deleite añadido, o, para algunos, una distracción.

Debería haberme comportado de manera sutil para que mi aproximación resultase imperceptible, pero mi excitación y mi rostro debieron de traicionarme, ya que el objeto de mi búsqueda me vio a mí en el preciso instante en el que yo le vi a él. Estaba en un palco frente a mí con otro caballero y dos damas de postín. Nuestros ojos se encontraron por un momento, y en ese instante estuve seguro de que él sabía lo que yo sabía, y de que él sabía que yo no estaba de humor para permitir que las ruedas de la ineficaz justicia rodasen sobre este asunto.

Corrí como el rayo por el pasillo que rodeaba los palcos, en la medida en que me lo permitía la multitud, y entré atrevidamente en el palco de Sir Owen. Debía de presentar un aspecto espantoso, las ropas desaseadas, la cabellera despeinada, la cara encendida por los jadeos. Los compañeros del barón se me quedaron mirando con absoluta perplejidad, como si acabara de entrar un tigre en el palco. Una de las damas, una mujer bonita con el cabello cobrizo y un vestido en negro y dorado, se llevó una mano a la boca.