– Qué inesperado -acertó a balbucear Sir Owen. Se puso de pie y se sacudió la ropa incómodo-. ¿Teníamos una cita? -preguntó en voz baja-. Debo de haber cometido un terrible error. Le pido disculpas. Quizá podamos reunimos en otra ocasión.
– Nos reuniremos ahora -le dije, sin que sus esfuerzos por salvar la situación de la ruina social me impresionaran-. Será mejor que sus amigos sepan lo que es usted.
Sabía que había asustado a la mujer del vestido negro y dorado, porque ahora se metió dos dedos enguantados en la boca y los mordisqueó. El otro caballero, un individuo gotoso más viejo -excesivamente viejo para la joven a la que acompañaba-, resultó no ser menos temeroso que sus compañeras del sexo opuesto. Fingió estar buscando a un conocido entre el público, murmurando para sí que no había ni rastro del zascandil.
– Por el amor de Dios, Weaver -Sir Owen lanzaba ojeadas nerviosas entre mi persona y sus acompañantes-. Podemos discutir este asunto más tarde, caramba. Le haré una visita mañana por la mañana.
– Sí -dijo el gotoso, envalentonado por el dominio de Sir Owen-. Márchese, caramba.
No presté atención a aquel hombre.
– Sir Owen -siseé, apenas capaz de contener mi ira-, usted va a venir conmigo ahora.
– ¿Ir con usted? -me preguntó con incredulidad-. ¿Está usted tan loco, Weaver, como para pensar que me puede dar órdenes a mí? ¿Dónde voy a ir yo con usted?
– A la Casa de los Mares del Sur -contesté. No tenía ninguna intención de llevarle allí, pero deseaba hacerle saber que conocía su vínculo con ese lugar.
Él soltó una carcajada.
– Me parece que no. Encuentro más sabio no ir nunca a lugares semejantes, se lo aseguro.
– A pesar de todo -le dije-, va usted a acompañarme hasta allí.
Sir Owen estaba atrapado. Él lo sabía. Quería desesperadamente escaparse de la confrontación por medio de las palabras, y no se le ocurría cómo.
– Ha olvidado usted por completo cuál es su sitio. Soy un caballero, estoy en compañía de caballeros y de damas. Puede que usted tenga algún asunto que tratar conmigo, pero le aseguro que existe una hora y un lugar apropiados. No tengo paciencia para judíos con mal genio ahora mismo, así que váyase y le haré una visita cuando lo estime conveniente.
En ese momento no sentía nada más que una furia asesina. Confieso, lector, que estuve a un mero parpadeo de agarrar a este villano pomposo por el pescuezo y estrangularlo allí mismo. Que me insultara de aquel modo cuando había cometido un crimen tan terrible contra mí y contra mi familia era más de lo que podía soportar. Creo que esta furia que sentía debía de reflejarse claramente en mi rostro, porque Sir Owen la vio. Vio lo que había en mi corazón y supo que estaba a pocos segundos de sentir mi ira.
En otras palabras: echó a correr.
Afortunadamente Sir Owen no era ni un hombre joven ni un hombre ágil, ya que aunque la pierna me dolía terriblemente, fui capaz de seguir su ritmo. Se sumergió de súbito en la multitud y avanzó a empellones entre varias damas y caballeros, y sospecho que al momento de comportarse tan rudamente en público supo que ya no había vuelta atrás, porque ¿cómo explicar su reacción? El darse cuenta de ello no hizo más que incrementar su desesperación, y empezó a derribar a miembros del público con creciente determinación, apresurándose hacia la salida como si ésta fuera a ponerle a salvo. Yo, por mi parte, intenté adoptar el papel de perseguidor cortés, pero no se puede negar que fui culpable también de mi porción de magulladuras y golpetazos.
El amante confiado dio comienzo en el escenario, pero la refriega de los palcos había atraído ya la atención del público del patio. Era la primera escena de la obra de Elias, y los actores proyectaban sus voces con potencia, quejándose de sus infortunios en el amor, pero incluso en medio de mi persecución pude oír una nota inconfundible de desesperación en sus voces, como si sintieran que algo completamente ajeno a su representación había captado la atención de la concurrencia.
No sabía dónde tenía Sir Owen la esperanza de ir, y lo cierto es que sospecho que él tampoco lo sabía, ya que pronto se encontró al final del anfiteatro, sin escaleras a la vista, y ningún sitio adonde ir más que hacia mí o treinta pies en caída libre hacia el escenario. Presa del pánico, se llevó la mano al chaleco y sacó una pistola elaboradamente decorada con oro y perlas. Yo también llevaba mi pistola encima, pero no era tan imprudente como para dispararla en un lugar tan concurrido.
Al verle empuñar el arma, las damas más próximas dejaron escapar una serie de chillidos agudos y horrorizados, y este sonido desató una ola de pánico que se extendió por todo el teatro. Oí el barullo de las pisadas en el piso inferior cuando la mitad del público se puso a mirar hacia arriba y la otra mitad a correr para encontrar un sitio desde donde ver mejor el tumulto. Comprendiendo la precariedad de su posición, Sir Owen intentó elaborar una coartada que le escudara de las críticas de los demás.
– Weaver -gritó-, ¿por qué me persigue? -sé giró hacia el público, que había comenzado a calmarse. Sir Owen se puso una mano en la cadera y sacó pecho: como ahora encontraba que era la atracción principal del teatro, quizá creyese que debía conducirse como un actor trágico-. Este hombre está loco. Es en el hospital de Bedlam donde debería estar, no en el teatro.
– Me temo que es usted quien no debería estar aquí -dije con voz pausada-, porque una representación tan pobre abochorna incluso a Drury Lane.
Esta broma arrancó unas cuantas risas del público, cosa que sólo puso más nervioso a Sir Owen.
– Quizá deba usted considerar quién soy yo -dijo, agitando la pistola- y las cortesías que se me deben.
Habiendo llegado a un impasse, pensé que lo mejor sería poner las cartas sobre la mesa y ver qué ocurría.
– Como habrá podido deducir -grité, pues en mis tiempos de púgil había aprendido un par de cosas sobre cómo proyectar la voz-, he descubierto que usted no es otro que el mismísimo Martin Rochester, el más célebre y vil corredor de bolsa que jamás haya existido. Por consiguiente, sé que es usted responsable de varios asesinatos: los de Michael Balfour, Kate Cole la prostituta, muy probablemente el de Christopher Hodge el librero, y, por supuesto, el de mi padre, Samuel Lienzo.
Un murmullo recorrió la sala. «¿Qué? ¿Sir Owen es Martin Rochester?» Más abajo vi a jóvenes que señalaban hacia arriba con el dedo. De entre sus amistades, las mujeres sofocaban gritos de asombro. Las palabras «asesino» y «corredor» circulaban como los programas del teatro.
Sir Owen respondió a esta acusación de la peor manera posible. Estaba atrapado. No se le ocurrió nada. Le había desenmascarado ante todo Londres. Quizá si lo que yo había dicho fuera falso y él se hubiese reído de las acusaciones podría haber preservado su nombre y su reputación, por lo menos durante esa noche. Pero en lugar de defenderse de mis acusaciones, representó el papel del desesperado. Me disparó.
El fogonazo de la pistola engendró un silencio momentáneo en el auditorio excitado, y el olor a pólvora quemada quedó suspendido en el aire. Todo el mundo, incluidos los actores en el escenario, hicieron una pausa para palparse el cuerpo y comprobar que no habían sido heridos. Afortunadamente, la puntería de Sir Owen no era buena, y no me acertó, pero un lacayo de uniforme que estaba a unos diez pasos detrás de mí, observando anonadado mi enfrentamiento con el barón, no tuvo tanta suerte. La bala de plomo le atravesó el centro del pecho, y dio unos tropiezos hacia atrás hasta caer al suelo. Miró con absoluta sorpresa la mancha roja que se extendía por su librea. Era como si alguien hubiera derramado una botella de vino sobre un mantel y a nadie se le ocurriera qué hacer al respecto. Estuvo mirándose la herida durante un cuarto de minuto, y luego, sin gemir, se derrumbó y murió.