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A mi alrededor la multitud se agitaba violentamente. Algunos corrían a mirar el cuerpo de Sir Owen tendido sobre el escenario. Otros se apiñaban aquí y allá, atónitos, como el ganado. La mujer del cabello cobrizo y el vestido negro y dorado que había estado sentada en el palco de Sir Owen chillaba violentamente, mientras un joven intentaba consolarla. Siguió dando chillidos durante unos minutos y luego empezó a sollozar más suavemente. El caballero joven comenzó a llevársela hacia la escalera para poder sacarla del teatro.

– Cálmese, señorita Decker -le dijo-. No debe usted alterarse.

Les miré. No sabía qué pensar.

– Decker -dije en voz alta-. ¿Sarah Decker?

Uno de los hombres que me sujetaban me miró perplejo. Mi curiosidad le debía de parecer tan incomprensible como inapropiada.

– ¿Y qué pasa?

– ¿La conoce? -le pregunté-. ¿Conoce a esa mujer?

– Sí -respondió, con la cara fruncida en un gesto de confusión.

– ¿Ésa es Sarah Decker? -pregunté. Empezaba a sentirme desorientado, incluso un poco mareado.

– Sí -dijo con cierta irritación-. Va a casarse con el hombre a quien ha intentado usted asesinar.

Lo único que podía hacer era dejar que aquellos hombres me llevaran consigo.

Treinta y cuatro

Pensé que me llevarían ante el juez esa misma noche, pero resultó no ser así. Quizá había demasiados testigos a quienes llamar -testigos de calidad y rango- y la hora era demasiado avanzada como para comenzar un asunto semejante. En cualquier caso, los caballeros que me sujetaban me entregaron a los alguaciles, que me encerraron a pasar la noche en los calabozos de Poultry. Afortunadamente llevaba encima suficiente plata para procurarme una habitación individual en la Zona Noble y así poder evitar los horrores de esa cárcel, ya que la Zona Común es uno de los lugares más repugnantes y desgraciados de la tierra.

Mi habitación era pequeña, olía a moho y a sudor, y no tenía más mobiliario que una silla de madera rota y un duro camastro de paja, que, de haberlo utilizado, habría estado obligado a compartir con una colonia de sociables piojos. Me senté en la silla e intenté pensar en alguna estrategia. Era difícil saber qué pensar o cómo proceder, ya que no sabía de qué iban a acusarme a la mañana siguiente. Mucho dependería no sólo del estado de Sir Owen, sino también de la naturaleza de los testigos que trajeran los alguaciles.

Mi situación era peliaguda, y concluí que no me quedaba más alternativa que utilizar a mi tío, y pedirle que le ofreciera algo al juez para que no me llevasen a juicio. En modo alguno podía estar seguro de que un soborno fuese a funcionar. Si Sir Owen estaba muerto, sin duda me acusarían de homicidio, si no de asesinato: ningún soborno podría convencerle de variar su veredicto si consideraba que se trataba de un ataque claro contra un hombre de la posición de Sir Owen. Pero si el barón sólo estaba herido, me consolaba con la idea de que podía albergar la esperanza de evitar un juicio.

Llamé al carcelero y le dije que deseaba que me procurara papel y una pluma, y que después querría enviar un mensaje. No estaba seguro de llevar suficiente plata encima para pagar estos bienes de precio exorbitante, pero resultó que los precios iban a importar poco.

– Le puedo vender papel y pluma -me dijo un individuo bajito de piel grasienta, mientras intentaba mantener su pelo ralo fuera de los ojos-, pero no puedo hacer llegar ningún mensaje suyo.

– No comprendo -dije, aún bastante atontado-. ¿Por qué razón?

– Son órdenes -me explicó, como si eso lo aclarase todo.

– ¿Órdenes de quién?

Nunca había oído hablar de un carcelero que se negase a ganar un poco de plata.

– No se lo puedo decir -replicó estoicamente. Empezó a toquetearse la piel floja alrededor del cuello.

Creo que mi voz revelaba la incredulidad que me producía lo que había oído.

– ¿Se aplica esta medida a todos los hombres que tiene aquí?

Se rió.

– Oh, no. Los otros caballeros tienen la libertad de enviar tantos mensajes como quieran. ¿Cómo iba yo a ganarme el pan si no? Esto va sólo por usted, señor Weaver. No podemos dejarle a usted que envíe mensajes. Eso es lo que nos han dicho.

– Me gustaría hablar con el alcaide de la prisión -le dije con voz severa.

– Por supuesto -seguía pellizcándose el cuello-. Vendrá en algún momento mañana por la tarde. No creo que siga usted aquí, pero si está, podrá hablar con él entonces.

Consideré por un momento las opciones que tenía. Romperle el cuello a este sujeto me parecía un método bastante agradable de conseguir lo que quería, pero no era muy sabio. Pensé en un plan menos violento.

– Haré que le haya merecido mucho la pena enviar un mensaje por mí.

Él se limitó a sonreír.

– Ya han hecho que me merezca la pena hacer lo contrario. ¿Quiere que le traiga el papel y la pluma?

– ¿Quién te ha pagado para que impidas que yo envíe mensajes? -inquirí.

Se encogió de hombros.

– No le puedo decir eso, señor.

Apenas hacía falta que lo hiciera, porque yo tenía mis sospechas.

– ¿De veras quieres comprometerte a tener tratos con un hombre como Wild? -le pregunté al guardia.

Solamente sonrió.

– Bueno, supongo que en determinados trabajos uno no puede evitar tener tratos con Wild, ¿no le parece?

Recordé las palabras de mi tío: «Al señor Mendes le gusta decir que en determinados trabajos uno no puede evitar tener tratos con Wild».

– Dale recuerdos míos al señor Mendes -murmuré.

Me mostró una sonrisa de dientes podridos.

– Es usted un tipo listo, ¿eh? Me da hasta pena haber jugado con usted, señor, pero Wild es un poquito más listo, supongo.

Ordené al sinvergüenza impertinente que se marchara. No podía creer mi mala fortuna. Con toda seguridad habían cortado mis líneas de comunicación para que me fuera imposible enviar precisamente la clase de mensaje que quería enviar. Si estaban impidiendo que me pusiera en contacto con mi tío, era prácticamente seguro que quienquiera que estuviera conspirando contra mí se encargaría también de que me enfrentase a un juicio. No podía imaginar que a la Compañía de los Mares del Sur le apeteciese mucho eso: de hecho, si iban a llevarme a juicio podía considerar que mi vida estaba en peligro en todo momento, ya que la Compañía de los Mares del Sur tenía mucho que perder en un juicio. El Banco de Inglaterra, sin embargo, tenía mucho que ganar, y lo único que podía asumir es que quien estaba detrás de esta trama para aislarme era Bloathwait.

No dormí en absoluto aquella noche, pero tampoco pensé mucho acerca de lo que me había ocurrido ni en lo que había visto. Permanecí sentado en mi incómoda silla de madera e intenté vaciar la mente. Pero no pude olvidarme del todo del bonito rostro de Sarah Decker. Si ella era Sarah Decker, ¿quién era entonces la mujer que había conocido aquel día, y qué podía significar ese encuentro? Me hallaba, como había dicho Adelman, en un laberinto en el cual no podía ver lo que tenía por delante ni tampoco siquiera lo que tenía por detrás. Sólo sabía dónde estaba, y estaba atrapado.

A la mañana siguiente me llevaron ante el juez. El juez Duncombe me observó fijamente en su tribunal de Great Hart Street.

– Estoy asombrado -me dijo, y claramente lo estaba-. El señor Weaver, una vez más, y un asunto de asesinato, una vez más. De veras, señor, veo que debo proceder a encerrarle inmediatamente antes de que despueble usted la metrópoli entera.

Tragué saliva al oír la palabra «asesinato». Confieso que la situación me aterrorizaba, porque no ofrecía muy buenas perspectivas, por ponerlo suavemente.

– ¿Debo entender que Sir Owen efectivamente ha muerto, señoría?

– No -explicó Duncombe-. El médico me ha contado que las heridas de Sir Owen son superficiales y que se espera que se recupere completamente. Pero está el asunto del otro individuo, el lacayo, Dudley Roach, que sí está muerto del todo. Dígame, señor Weaver, ¿le agrada o le desagrada a usted la expectativa de que Sir Owen vaya a recuperarse?